El 14 de marzo de 2020 me encerré, me encerraron, en un apartamento de Barcelona con mi mujer, mi perro, mi hipocondría y dos encargos: 1) Trabajar en la edición española de Stalingrado, la primera de las dos novelas mayúsculas de Vasili Grossman, para la editorial barcelonesa Galaxia Gutenberg; y 2) Enviar cada noche una crónica de mi confinamiento a la revista El Estornudo (sólo después sabría que los estornudos no son un síntoma del contagio por coronavirus, pero en aquel momento la cabecera me pareció tan apropiada como auspiciosa).
La cuarentena, los quaranta giorni de encierro a los que sometían antaño a los viajeros llegados a la Venecia asolada por la peste, debía arrojar como saldo el texto limpio y completado de las mil doscientas páginas de Stalingrado y las cuarenta crónicas de mi encierro.
El trabajo sobre Stalingrado no era un encargo de traducción al uso. A mi mesa llegaba el afán de otros colegas que me tocaría completar. Andréi Kozinets tradujo antes la novela, que entonces apareció con el título de Por una causa justa, traslación del impuesto antes en la URSS: За правое дело. Y Robert Chandler y Yury Bit-Yunan compilaron y seleccionaron los nuevos fragmentos que después Robert tradujo junto a Elizabeth Chandler en un trabajo titánico, arriesgado y luminoso: a mi juicio, la suya de Stalingrad para la editorial londinense Harvill Secker es una de las ediciones de libros traducidos del ruso más impresionantes de estos últimos años.
Grossman escribió y reescribió Stalingrado, primera parte de la dilogía que completará después ese libro enorme que es Vida y destino, al menos cuatro veces a partir de 1949. La primera vez que la vio impresa fue en la revista Novi Mir a finales de 1952, todavía con Iosif Stalin agitando sus bigotes de cucaracha, Mandelstam dixit. A esa publicación le siguieron sendas ediciones ya ordenadas entre las tapas de un libro: las de Voenizdat, en 1954, y Sovietskii pisatel, en 1956. Todas ellas difieren entre sí. Por si fuera poco, aparte de esas tres ediciones publicadas, los archivos guardan otras once versiones. Algunas de ellas son completas en el sentido de que recogen alguna versión de la novela de principio a fin; otras son parciales. Una de esas que contienen la novela de principio a fin, la tercera, es la primera versión mecanografiada completa de la novela. Chandler y Bit-Yunan escriben en el epílogo a su edición: “[La tercera versión] es una copia mecanografiada bastante limpia, con revisiones hechas a mano, y no parece diferir mucho del manuscrito original”. A ella le siguen otras tres versiones: la cuarta y la quinta, que incorporan muchas sugerencias editoriales; y la sexta, que es, siempre siguiendo a Chandler y Bit-Yunan, la que más se atiene a la ortodoxia soviética. En definitiva, la edición sobre la que me tocó trabajar en los días del confinamiento se basaba, en lo esencial, en la tercera versión y la edición de 1956.
Yo no llegaba virgen a esta historia, pues hace un par de años ya me había tenido que ocupar de las peripecias de Stalingrado, cuando traduje el libro Cartas y recuerdos de Vasili Grossman (Galaxia Gutenberg, 2019), donde Fedor Guber, su hijo adoptivo, desgrana el reverso documental, privado, de la relación de Grossman con sus editores en el proceso de negociación con la censura, esa bestia que lo dominaba todo entonces, desde el discurso público hasta los movimientos más íntimos de la poesía y la prosa soviéticas.
En el libro de Guber se detalla la negociación larga, extenuante y a ratos desesperada de Grossman con sus editores, sus censores. Y en él se recoge aquel momento fundamental de la negociación en el que Borís Agapov, uno de los miembros del consejo editorial de Novi Mir, le dice lo que se esperaba de él y Grossman le responde con una suerte de “Manifiesto” en una frase:
Agapov: […] Lo que yo me propongo es despojar la novela de esos momentos peligrosos (обезопасить) y conseguir que no quede nada en ella que resulte reprensible.
Grossman: Borís Nikoláyevich, yo no tengo la menor intención de despojar mi novela de esos momentos peligrosos
Обезопасить o despojar de un peligro. Inmunizar, acaso. Опасность, peligro, fue una de las palabras que planearon sobre mí, sobre nosotros, cuando este trabajo llegó a mi mesa. Contagio e inmunidad eran otras. El día que me confiné llegó el mensajero de la editorial con una caja. Traía las copias de los manuscritos de Grossman: fotocopias en color de los originales guardados en los archivos rusos. Me alargó un bolígrafo para que firmara el recibo. El plástico liso estaba como grasiento. Pensé en una descripción del coronavirus que había leído aquella misma mañana, donde se mencionaba que la ponzoña estaba recubierta por una película de grasa: peplómeros de glicoproteínas. Corrí a casa con toda aquella carga grossmaniana, dejé la caja en el suelo y me metí en el baño a frotarme las manos con jabón como un poseso.
Así nos confinamos, sin más aventuras genuinamente físicas que vivir que las escapadas a lomos de la bicicleta estática en el balcón o las frenéticas abluciones en el lavamanos. En los cuarenta días siguientes, mis jornadas se partirían en dos bloques no equivalentes. El primero era para el trabajo sobre Grossman. El segundo, más breve, lo dedicaba a escribir la crónica para El Estornudo, que enviaba cada noche a las 22:00 en punto, hora de Barcelona.
Se trataba, pues, en el caso del trabajo sobre Stalingrado, de un empeño distinto de la mera traducción. Contaba con una traducción previa al español, una prolija lista de enmiendas sobre el manuscrito en el que aquella versión se basó (supresiones, correcciones, adiciones que podían constar de varias páginas o de la escueta enmienda de un par de adjetivos) y tenía más de un millar de páginas mecanografiadas en ruso: los originales de Grossman. De estos originales, algunos coloreados y garabateados por el ruso, tenía que extraer los pasajes para traducir al español, localizándolos a partir de las señas dejadas por Chandler –a veces cosa fácil; en otras, por lo enrevesado de la enmienda o la edición, asunto mucho más penoso–, “pegarlos” a la traducción previa, cerciorarme de que nada se rompía ni se añadían elementos que desconcertaran al lector, comprobar que no se repitieran palabras (no tenían por qué ser las mismas las usadas por el traductor de Por una causa justa al español y las que la nueva edición y los originales de Grossman exigían).
Era, pensé enseguida, un trabajo más bien de carpintería o albañilería: un trabajo manual. Y concebirlo así me ayudó a soportar el encierro forzoso de un confinamiento, que al seducirnos a cada momento con mirar atrás, a la libertad perdida, amenazaba con convertirnos en estatuas de sal que engordaban de puro ocio.
Así viví cada día con Grossman, de nueve de la mañana a ocho de la noche, con un receso en medio.
Y con la peste fuera. Con escasas salidas a comprar en aquellos marzo y abril del confinamiento en Barcelona, con largas filas de gente para acceder a los supermercados. Gente doblegada por el miedo y vigilada por guardias hoscos. Que guardaba la “distancia social” que ya era el nuevo mantra, un metro y medio o dos. Con las mascarillas que parecían algo episódico aquellos primeros días. Gente aterida de frío y de miedo en aquellas jornadas en las que morían largos centenares de enfermos.
Naturalmente, hay una enorme distancia ontológica entre la muerte en la guerra y la muerte por la pandemia, aunque los discursos públicos y la prensa se esmeraron en llamar “guerra” a la que librábamos contra el coronavirus. Pero había sensaciones comunes, vasos comunicantes.
Se solía decir en los días de aquel primer y feroz confinamiento, se dice ahora también, que para los traductores y quienes trabajamos pegados a un escritorio en nuestras casas u oficinas nada cambió con la llegada del virus y el encierro. Desde el primer momento me opuse a esa opinión, multiplicada en memes muchas veces compartidos por colegas traductores y escritores. ¡Claro que el trabajo cambió! Radicalmente. Confinado y con la peste afuera, trabajaba acodado sobre el mismo escritorio y me servía de la misma taza de té. Los mismos lápices y lapiceros me acompañaban también en su desorden (mi escritorio siempre ha sido un terreno de batalla con las tropas mal formadas). Pero estaban el miedo, el confinamiento mandado por el Estado, la sensación de vivir en una prisión, de vivir cercado por fuerzas que disponían de mi libertad, restringiéndola, privándome de ella. ¡Claro que no era lo mismo!
A Vasili Grossman lo cercaban otras fuerzas: el ejército de censores que lo obligaba a modificar el texto de su novela una y otra vez. Incluso el título. Y entendí desde el principio que seguir los embates de la censura, participar en cierta forma de la lucha denodada de Grossman por ver publicado su libro y llevar a los lectores la epopeya de la guerra, su idea de la guerra, su testimonio de la guerra, se avenía muy bien con el paisaje en el que hacía mi trabajo. Y no podía ignorar esa relación. Más bien debía sacar partido de ella.
En las crónicas que escribía cada noche para El Estornudo, Vasili Grossman era una presencia constante. Contaba a mis lectores lo que los censores no le habían permitido a Grossman contar a los suyos. La saña con la que estos purgaban de la novela las menciones a los cobardes y desertores, a los pusilánimes y los oportunistas. El gesto quirúrgico con que tachaban menciones a chinches o al hambre. Y, sobre todo, los fragmentos en los que Grossman mostraba la debilidad de los hombres ante el Estado y ante su propio miedo y comparaba los totalitarismos. Fue Grossman, y de ahí el encono contra él, quien con mayor claridad le echó en cara al estalinismo la identidad que compartía con el nazismo: hermanados los dos totalitarismos del tremendo siglo XX en un mismo gesto de alambradas, terror y muerte. De modo que, si a lo largo del día yo me dedicaba a la carpintería, en aquellos otros ratos, noche tras noche, vestía la chaqueta del pedagogo.
La mayoría de los autores que he traducido –Aleksandr Herzen e Iván Bunin, Svetlana Aleksiévich y Guzel Yájina, Vasili Rózanov y Mijaíl Kurayev, Iliá Ehrenburg y Zinaída Hippius–, han ejercido sobre mí un poder de imantación enorme. He dejado que lo hagan. He buscado que lo hagan. Pero Vasili Grossman es un escritor que imanta de una manera especial. Quiso construir una obra total, la obra que contara la totalidad de un mundo, y hacerlo le costó… no poder hacerlo. O conseguir hacerlo sólo de manera póstuma, ese dudoso regalo que es la posteridad.
Estos cuarenta días con Stalingrado, llevando a la edición en lengua española lo que Robert, Elisabeth Chandler y Yuri Bit-Yunan hicieron antes con la inglesa, me obligaron a vivir de una manera muy particular el trabajo del traductor y el escritor.
Traducir en medio del confinamiento los fragmentos silenciados o mutilados a Grossman, sacar a pasear su texto condenado a la invisibilidad por la censura, fue un fármaco extraordinario para vivir en la espectral Barcelona de la peste. En la edición de Galaxia Gutenberg esos textos recuperados aparecen impresos en un gris tenue, que permite a los lectores seguir el trabajo del censor, el efecto de su sombra, y el paso del fantasma-traductor.
Escribir a la par la crónica del confinamiento, explayar con una economía dictada por el pudor y el miedo la violencia de aquellas semanas en las que parecía que el mundo se venía abajo, una falacia de la que la literatura, la práctica de leerla y hacerla, salvaban con su poder de creación y extrañamiento, se conjugó con las cuitas de Grossman de una manera extraordinaria y multiplicadora tanto de afectos, como de aciertos en la mesa de trabajo.
En una misma semana de septiembre llegaron a casa los dos libros de mi confinamiento: el Stalingrado, de Grossman, y Días de coronavirus, el volumen en el que la editorial Hypermedia recogió mis cuarenta crónicas. Y me produjo un temblor muy particular, goce y alivio a la vez, ver juntos esos dos libros marcados por asedios distintos, pero erigidos ambos por el Estado con el afán de proteger a sus ciudadanos y lectores de un contagio.
Y he querido contarles esta experiencia, porque no parece que vuelva a ocurrirme algo así otra vez en la vida, y ojalá que me perdone que les diga que lo lamento.
Yo escapé pocos días antes del «asedio». Y ahora al leerte hasta me siento culpable. Estoy en deuda con Barcelona…