Vista nocturna del Palacio Salvo en Montevideo

Para A. Amatto

Un amigo se quedó varado en Uruguay. Me mandó fotos anoche. El río, desde donde se entrevé Buenos Aires; un billete, con el rostro de una Juana de Ibarbourou que se parece a Anaïs Nin; el Palacio Salvo, que Damon Albarn usó para la portada de Heavy Seas of Love. Mi amigo me dice que no se regresa a México, que quiere vivir allí por siempre. Esta mañana, mientras me vestía, tuve flashazos de esas fotos montevideanas y recordé a Enzo Francescoli. Quién sabe por qué: tan fan de Onetti y de Felisberto Hernández y quien me vino a la memoria fue Enzo, el príncipe patricio entre los hunos (pues sí, aunque Carlos Alberto era un llorón, hay que decirlo con sus mismas palabras: los uruguayos confundieron por mucho tiempo el juego duro con la deslealtad). Pero Francescoli fue de los primeros uruguayos voceados por la hinchada argentina, antes que Marcelo Salas (otro fenómeno). Ese gol de chilena en el amistoso del ’86 contra Polonia es de los momentos sublimes en los que, rara vez, se funde poesía con fútbol.

Palacio Salvo, Onetti, Francescoli, Juana de Ibarbourou. En uno de mis anteriores trabajos como profesor, conocí a un palurdo absoluto que se creía poeta y, además, místico. Embaucó a altas esferas académicas para que le financiaran una investigación sobre cómo todo en el universo estaba conectado y, además, en sincronía. Pero su idea de la sincronía era sencillamente una fuerza sobrenatural que ponía maravillosamente todo en alineación, no la “mano” de Gombrowicz; no lo que aquí intento sonsacarme desde adentro con el tema Uruguay y mi amigo.

Hace unos meses acabé La uruguaya, de Pedro Mairal. Por supuesto, mis ganas de cruzar el río y correr por la rambla a la altura de Eduardo Acevedo y comerme un chivito con una Pilsen helada fueron mayúsculas. No me atrajo en realidad el argumento de la novela (uruguaya-embauca-argentino; no tengo reparos, pero todo se resuelve tan rápido, como un caramelo al que se le va el sabor muy pronto), sino aljófares como este: “Cuando no escribo ni trabajo sube el volumen de las palabras dentro de mi cabeza y me van inundando. Crecían dudas como enredaderas, me iban rodeando”; o bien este: “Cuando llora una mujer mi cerebro se va lo más lejos posible, al fondo de mi egoísmo, a la otra punta de la pena o del amor, planeo la fuga”; o este, aún más acertado: “¿Es uno el que está atento sólo a las cosas que le competen y entonces recorta del infinito caos cotidiano justo lo que lo interpela?”. Eso, precisamente. Eso es más acertado para prefigurar la sincronicidad: no existe como tal, nada pasa allá afuera: son los esquemas de la Gestalt los que se alinean en el coco de uno.

Así que también me dieron ganas de ir. Hay un momento en La uruguaya donde Pereyra, el cazador cazado, le pregunta a un mesero si es cierto que ahí, en esa cervecería, come de repente el presidente Mujica. El mesero le responde que hace tiempo que “Pepe no para por ahí”. Ahí, sin duda, hay una revelación: caras de poetas en los billetes; jefes de Estado frugales; y apenas a unos kilómetros de la gran ciudad latinoamericana, Buenos Aires, pero con agua de por medio, lo que siempre es saludable.

Alguna vez planeé una novela que ocurriera en un bar de Montevideo, entre un escritor anciano, sabio y concupiscente, y una joven aprendiz de escritora, que se hace la niña tonta en medio de una orgía, por decirlo en versos de Sabina. Él le enseñaría a servir adecuadamente la cerveza, como en un rito; ella le enseñaría, con su cuerpo de nieve de primavera, a ya no hundirse más en sus cavilaciones otoñales. Ja, una versión sudaca de El cielo es azul, la tierra es blanca, en el fondo, donde Tsukiko tendría un nombre típico uruguayo (Delmira, Amalia, Elvira, Idea) y el profesor Matsumoto se apellidaría Markarián o Francescoli.

Sí, hoy creo que Uruguay es el país más notable de América del Sur. Son tres millones trescientas mil personas desde hace más de treinta años. Se han sabido depurar. Se han sabido reinventar. Y lo mejor: de Horacio Quiroga a Mario Levrero, de Francescoli a Luis Suárez, han sabido entrelazar bien su poesía y su fútbol.

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FELIPE RÍOS BAEZA
Felipe Ríos Baeza (Santiago de Chile, 1981). Escritor, comunicólogo social y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Es autor del volumen de cuentos Satori (2018) y de las novelas Clowns (2016) e Infectados (próxima aparición: 2020). Ha publicado, además, El texto desbordado. Aproximaciones contemporáneas al fenómeno literario y artístico (2019); El desvarío ilustrado. Ensayos sobre literatura hispanoamericana contemporánea (2014) y los dos volúmenes de Roberto Bolaño: una narrativa en el margen (2013 y 2016), entre otros libros académicos. Se ha desempeñado como profesor e investigador en varias instituciones de educación superior, en materias de literatura, cine, filosofía y estética, además de escribir y coordinar libros críticos dedicados a autores contemporáneos como Enrique Vila-Matas, César Aira y Juan Villoro, entre otros.

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