Desde el 8 de julio de 2024, Star Wars ya no va a significar lo mismo para mí. A partir de ahora me recordará ese nicho tan nuestro que Víctor Alfonso Cedeño (1983-2024), el Vito, y yo nos creamos para explayar nuestra infatigable vocación (pulsión) de nerds. Sobre la cinta Rogue One (Gareth Edwards, 2016) fue lo último que conversamos, apenas dos días antes de su repentina transición hacia otras dimensiones de la existencia, o muerte, como otros prefieran llamarla.
Vito me escribió a las 11:31 p. m. del sábado 6 de julio vía WhatsApp: “Acabo de ver Rogue One otra vez. Esos tipos entendieron Star Wars al 500%”. Le contesté dos minutos después: “Es insuperable. Es el espíritu”. “Eso y un poco The Mandalorian”, me respondió en el mismo instante de las 11:33 pm. Fue la última frase suya que recibí. Le mandé otro par de observaciones, que ya no fueron correspondidas. Las dejó pendientes para luego, como ocurría muchas veces.
Nuestras conversaciones arrancaban sin saludos y se interrumpían caprichosamente sin señales de adiós. Eran meras pausas más o menos largas en un coloquio sin fin, como la historia de Atreyu y Falcor que escribió Michael Ende. Retomábamos en cualquier momento, a cualquier hora. Era común que se dejaran temas abiertos y se abrieran nuevos debates que quedarían también inconclusos.
Este fraseo casual que cito, banal si se quiere, era posible fragmento destinado a ser arrastrado por la venidera andanada de comentarios, chistes y apuntes que le sucederían al poco tiempo, ahora acaba de redimensionarse en último eco de este diálogo que parecía infinito. La minucia gana lustre de joya. Es el último recuerdo que me deja nuestra amistad, iniciada hace unos 15 años.
La noticia de su partida me provocó un repaso vertiginoso a todo el tiempo que nos regalamos. Con verdadera desesperación traté de recordarlo y recordarnos como los amigos que se fueron haciendo amigos sin percatarse mucho. Empezó así la lucha contra el olvido que cada muerte de ser querido desencadena en mi fuero interno. Que la Fuerza esté conmigo.
Pertenecientes a una generación de niños de los años ochenta, que por los escasos canales oficiales y las casi inexistentes brechas de contenido que en esa época existían en Cuba, Vito y yo (y otros muchos), consumíamos con verdadera furia de sedientos crónicos lo que se “colaba” en la Isla de la cultura pop occidental y oriental, para el caso de los animes. Nunca pudimos ni quisimos dejar atrás esas niñeces inconformes, despojadas de cómics, action figures, disfraces, Halloween y Comic-Con.
Nuestra adultez ha consistido entonces, en parte, en saldar esa deuda impagable con una infancia que no tuvo nunca suficiente con las retransmisiones de Voltus V, Ulises 31 o El desafío de los GoBots, para mencionar algunos de los “primeros amores” que nunca pudieron ser superados por las aventuras animadas de Elpidio Valdés. La infancia no tiene que entender por fuerza de pulsiones nacionalistas ni batallas entre hegemonías culturales que hagan propender el futuro adulto hacia un desapego de raíces y tradiciones. Mucho depende de la lucidez personal que luego redistribuya la información, la racionalice sin desdorar el nexo afectivo-nostálgico creado con estas primeras emociones aventureras.
Esa sed total nos hizo víctimas de una variante posible del síndrome de Peter Pan, marcados por la renuencia a dejar morir nuestros yo infantiles, aceptándolos, abrazándolos como quizás lo mejor de nosotros: nuestras mejores versiones, que no cesaron hasta este sábado 8 de julio de dilucidar los destinos de grandes sagas cinematográficas como Star Wars, que como tantos mitos hollywoodenses, está siendo absorbida por el agujero negro en que se ha convertido esa industria. Es el peor momento de su historia, y los estudios apenas saben reciclar sus íconos dorados, la mayoría forjados en los ochenta del pasado siglo.
Vito y yo invertimos muchas horas en discutir los mejores caminos del cine de superhéroes, con pasión de hinchas futboleros, pero sin la violencia del hooligan. Rehicimos los universos Marvel y DC innúmeras veces. Cotejábamos siempre las impresiones que los capítulos de cada seriado audiovisual, basado en las peripecias de estos personajes, nos provocaba, en una suerte de podcast privado que quizás pudo ser interesante para públicos nerds si nos hubiéramos atrevido a emprender algo así.
Su migración hacia los Estados Unidos a causa de sus bien conocidos problemas de salud –que no vale volver a detallar, fuera de que luchó por vivir con todas sus fuerzas– no impidió estos debates constantes. Es el amigo con el que más en contacto he estado, uno al que nunca sentí que despedía. Ahora tampoco quiero concederle el adiós.
Pero ya se acabaron esos gustos y pasiones compartidas. Ya no más de ese club secreto y ultra privado, de esa tree house, de esa “casita del lobo” –como Vito nombró a su productora independiente– en que jugábamos a las capas y las máscaras. Tampoco tendremos las discusiones políticas no menos intensas sobre la triste contemporaneidad de Cuba que tampoco faltaron, llenas de diferencias, pero claras sobre los caminos democráticos, de libre expresión y pluralidad que el país necesita para seguir existiendo en el tiempo y el espacio humanos. Sin saber a ciencia cierta cuándo ocurrirá lo que ya se perfila más como milagro que posibilidad para la nación.
Nuestra postrera conversación quedó suspendida en cliffhanger, como sucedió con la serie Dany y el Club de los berracos (2010-2016), cuyos seis primeros capítulos, realizados a golpe de persistencia, imaginación, solidaridades, complicidades y resistencia, esperarán para siempre por los cuatro restantes que ya tenía concebidos, pero sin que tuviera la posibilidad de producirlos aunque fuera con la piel de los dientes, como siempre creó.
En cliffhanger quedó también la serie protagonizada por la irreverente Yesapín García (2017-2018), cuyas dos temporadas finalizaron con el anuncio de un posible nuevo villano que desplazaría las acciones hacia terrenos más alucinantes. Su primera y única incursión en el cine de “acción real”, el cáustico cortometraje de ficción Cositas malas (2018), dejó abiertas miles de interrogantes y esperanzas sobre un igualmente exitoso desenvolvimiento futuro en el trabajo con actores de carne y hueso.
Varios proyectos en ciernes, como las películas Santa Guerrero y Dienteperro, de las cuales quedan los bocetos de guiones, teasers, fotos, potenciales pósteres, hablan de una provocadora autenticidad, basada en la apropiación de los códigos del cine postapocalíptico, y en su incisiva mirada sobre los destinos de Cuba a través del veterano de la guerra de Angola devenido antihéroe, respectivamente. Deja atrás también un esquema detallado de un universo transmedia o “vitoverso”, que amalgamaría toda su obra previa –gráfica y animada– y por venir –más cómics, series, cortos y largos de acción real.
Vito es de los artistas que se alejan del mundo dejando la sensación de que les faltaba por hacer demasiado más de lo que consiguieron concretar. Pero lo “escaso” legado ostenta una condición de excepcionalidad que burila sus nombres en fuego en la faz del arte. Sus producciones audiovisuales determinaron desde el principio una definitoria diferencia en el por desgracia marginado campo de la animación cubana, desde el lucimiento de un gracejo solo equiparable al conseguido por Juan Padrón en sus películas protagonizadas por Elpidio Valdés, en ¡Vampiros en La Habana! (1986) y en su no menos significativa obra gráfica, sobrepoblada por vampiros y verdugos de cruento y retinto humor.
La arquitectura dramática de Vito se asentaba en una muy sólida construcción de personajes, soñados y concebidos desde la honestidad que no persigue adoctrinar ni gestionar modelos didácticos. No son obras por encargo ni signadas por agendas sociopolíticas, sino emanaciones de una imaginación fértil como pocas existen en el cine de ficción contemporáneo cubano, de un sentido preciso y desprejuiciado del humor.
Siempre comentó que filmaba para divertirse. Pero su “diversión” era irredenta, sin concesiones, librepensadora, resiliente, sincera, orgánica. Todos sus personajes conforman un álter ego múltiple en el que Vito parece haber salvaguardado una copia de su consciencia, para casos de tan terrible emergencia como este.
Siempre caminó por terreno minado, en tanto desafió los muy rígidos estamentos escritos y/o convenidos que sobre la niñez y la adolescencia tienden a obedecerse en Cuba –incluso allende las militancias políticas, casi por instinto–, cuyo cine cuenta con pocos abordajes de las primeras edades humanas como territorios complejos, contradictorios, perversos, y hasta pervertidos. Sus “niños”, Yesapín, Marlon, Dany, El Chino, Mauricio, Calisto, Eugenio, y los protagonistas de Cositas malas, no son esperanzadores para el mundo en que viven, sino vástagos trágicos de este; sobrevivientes antiheroicos lanzados a recorrer caminos quebrados, cegados unas veces, espinosos otras. Es la aventura de crecer y sobrevivir en el intento.
Sus “berracos” –y bajo este calificativo agrupo a todos los anteriores– son seres que revelan diversos tipos de marginación respecto a la sociedad en que existen. Dany y sus amigos son nerds como él y como yo, inadaptados que parecen agrupados por pura decantación fatalista, sufren decepciones constantes y el descubrimiento de la vida va revelándoseles como una dolorosa iniciación que no parece finalizar, como una prueba sin conclusión, y hasta sin objetivos claros.
Yesapín es una niña de verdadera vocación punk que espeta la peor imprecación del habla cubana en el mayor registro sonoro posible que alcanzan sus potenciales vocales. Su grito, que desde su irreverencia intempestiva generó todo un curioso fenómeno de masas en Cuba hará unos diez años, fue asumido como mantra provocativo para exorcizar todo tipo de demonios.
La serie en que luego desarrolló el universo y la personalidad de esta niña –en un inicio sin nombre ni más credenciales que su estentórea imprecación– la muestra rodeada de una suerte de pandilla de “amigos imaginarios”, mágicos, muchos tan groseros y antiheroicos como ella, que sugieren una vida de soledad que es superada gracias a su rica imaginación, capaz de animar sombras y fantasmas.
La soledad se revela, así, como otro de los ejes conceptuales del discurso audiovisual de Vito, pues la protagonista de su inusual y más temprano Lavando calzoncillos (2012), es un ser aislado en sus rutinas domésticas, náufraga hogareña en la que parece haber muerto el deseo y la emoción. Su hijo y su esposo son menos alcanzables que el Monte Everest, sus días son tan diferentes como dos gotas de agua, y la nada la espera en cada rincón.
Vito entendía de soledades, como solo lo hacen los que perciben la infinitud de los palacios de la mente, los que “viven para adentro”, los que están más pendientes de sus ideas que del clima. Entendía de márgenes y autenticidad. Sabía otear el mundo desde las almenas de una mente bullente y fértil, que sabía cribar las experiencias para finalmente refinarlas en imágenes poderosas que interpelaban a la realidad mirándola a los ojos desde su díscolo sosiego. Como un hijo sedicioso. Como el miembro de la Alianza Rebelde que siempre fue, solo ante el Imperio galáctico que no dejaba de contraatacar. Pues siempre estuvo consciente de que era uno con la Fuerza y la Fuerza estaba con él, como reza una de sus frases favoritas de todo el universo Star Wars –valga la aclaración para los muggles que lean esto.
Gracias Tony🙏 siempre él estará en el corazón de todos.