Wilson Bueno, quien nació el 13 de marzo de 1949, en Jaguapita, Paraná, sin dudas es uno de los escritores más singulares e imprescindibles de la literatura brasileña de finales del siglo XX e inicios del siglo XXI. Murió prematuramente, en el 2010, apuñaleado por unos bandidos que pretendían apoderarse de una herencia que había recibido.
En mi opinión, la obra de Wilson Bueno queda dentro de lo que me gusta denominar como una literatura excitante, escritura que se vale de un notable número de ingredientes que rebasan todo el tiempo lo común, mente sólida que no desprecia el fragmento y lo pone al rendir con toda la contundencia de su intensidad.
Fue de la prosa a la poesía y de la poesía a la prosa con una naturalidad inquietante, develando, de esa manera, el escritor tan sorprendente que representaba. En este sentido, el gran poeta paranaense Paulo Leminski escribió: “Lo suyo fue siempre un estado limítrofe entre la poesía y la prosa, entre el registro de la realidad y un alto voltaje de metáforas e imágenes, de resonancias líricas, una twilight zone. Un texto, que un día llamé andrógino: el masculino de la prosa y el femenino de la poesía, desembocando en el mismo delta”.
Claro, sus obsesiones y la complejidad de su escritura van mucho más allá de ese aspecto, creo que así lo confirman dos de sus libros fundamentales: Mar paraguayo y Mi tío Roseno a caballo. En el primero, combina de forma delirante el portugués y el español, llegando a una especie de portuñol que nos habla sin tapujos de una arraigada cultura de fronteras, matizándolo finalmente con el croma del guaraní. En el segundo libro que menciono, da rienda suelta a su filiación por la parodia y el intercambio creativo –y creo que hasta corrosivo– con la tradición, echando mano, en esta ocasión, a la vigencia y vitalidad de Joao Guimarães Rosa.
Sin embargo, y aunque pueda sonar paradójico, he elegido para traducir aquí textos aparentemente menores, abocados a una palpable levedad y esa siempre seductora, para nosotros, tradición oriental. Textos que proceden de diferentes libros suyos y terminan dando una idea de la libertad expresiva que logró alcanzar con el transcurso de los años. Igualmente, se pueden interpretar las traducciones de estas pequeñas piezas como una provocación para que se alisten a leer el resto de su gran obra.
Cada cabeza, una sentencia
La cabeza hirviendo
de serpientes, yo soy la bella,
la pérfida, a contracorriente,
la vagabunda de Neptuno,
la espantada del templo.
Yo soy la que vos convoca
en piedra y vos come con asco
la vida que rechaza túnicas.
Digan de Perseo los oros
de cazarme por el bosque,
y que soy continuamente
solo una cabeza en suspenso
que viene devorando los siglos
–cada cabeza, una sentencia.
Esta, mi venganza.
Pelícanos
Los pelícanos son como avis raras, y viven, en su silencioso corazón, las reticencias.
Arquear con la severa pesadumbre del pico es, de ellos, de los pelícanos, una insustituible marca y, de cierto modo un glorioso desafío. Pudiesen, no envergarían por la vida afuera los picos como trompas tristes y ni exhibirían las largas melancólicas piernas hecho una humillación compulsoria.
Ah, guardan, en oscura conversación guardan una esmeralda viva y sueñan por nosotros el sueño oblicuo de que siendo sumamente feos de físico y de carácter nosotros, los dos, en este lago mercenario, alcancemos sonar, quién diría?, perfectamente escarlatas.
Volar no podemos dada la complejidad del cuerpo contra la magra ala. Así, jabirú, o nariz y la dilatada marca de tu labio hinchado.
Caracoles
¿Cuántos sonidos ecos en el tímpano del caracol? ¿Acurrucado en su vajilla multicolor acaso el ausente sexo se estremece? Uno que si de porcelana fuese difícilmente sobreviviría en su fragilidad exaltada, y complejísima.
Andan en la noche, inenarrables dromedarios o una absurda especie de hormigas — llevando a sus espaldas su montaña de hueso y marfil.
Onanistas, narcisos, centrados en su temple, los caracoles, las frescas mañanas de arena y espuma, de la larga playa desierta, son un aleluya vivo y numeroso.
Prescindir de la rojiza curva de vuestra nalga y, aun así, encaracolado a vuestros crespos y pendejos, imaginar con los volantes de un colibrí-de-alas, ramblas, ramonas, ahí es que te incienso el muslo grávido con mi filete de agua ceniza-pálida.
Silencios
para Fernando Paixâo
1
hay un dios de luto
en lo demasiado brillante
que se liquida al norte
por una estrella-de-hielo
y la luna simple en los olmos
carga en impuro siena
por las manos de Dios abrupto
acre taller de sustos.
2
hay un Dios bien bromista
en la zarabanda del otoño
que de aquí se ve año tras año
el mismísimo otoño
de hace cuatro mil años
con Dios por los rincones
poniendo blanco en el agapanto
y amaneciendo paneles.
3
hay un Dios silente
en la tinta incendiada
de sonetos y puentes
mañana de oro enmugrecida
cinturones de madrugadas
susurro de Dios con pluma
en el andado casi al aire volador
de té y vuelo el viento.
4
delante de tanto cuanto Dios
me da que entienda
por el juicio de la vena
la vía tacita o láctea
de víscera expectante
por lo que Dios pone de tarde
en una abeja azul-de-Prusia
y vos hace de cielo la seña.
Jardín salvaje
el grillo hablante
en mí, en niño, en mi insiste día
en un rayo diamante
a la sombra de la grama ardiente
compone y rige un puente
Patio
abierta la ventana
blanco en el blanco amarillo
tela, leyenda a la vela
de la abertura del muro acecha
el ocre ojo del amor perfecto
Violines
música en sordina
abismos de Paganini
las rosas sin fin
secreto tu ojo gitano
pasea las pestañas en mi
Distancias
cielo de Matsushima
el silencio azul devuelve
otra Matsushima
en el mercado los peces lloran
nuevas nostalgias de antaño.
Coreografía
dormimos los muertos
en las más distantes colinas
bien lejos de casa
para de aquí ver cuanto
se equilibran en el horizonte
Los Jaguapitas
De los cuadernos del sertanista, retiro otro monstro indígena, además de los ya detallados en este bestiario– es el Jaguapita, “perro rojizo” en tupi-guaraní.
El jaguapita posee un par de ojos de oro inyectados de sangre y es como si cupiese en ellos un imposible paisaje.
Ningún parentesco con los paisajes terrestres, los paisajes son todos curvas reflejados en los ojos saltones del jaguapita macho. Visiones encantadas, islas de otros mundos, ríos de miel.
Echando fuera esta minucia francamente esencial, el cuerpo es el de un perro simple. Solo que de un rojo rubro y muy intenso, casi cantante.
Los cadiueos, aun según el sertanista, tienen en el jaguapita una fe ciega –de esas que amuelan los cuchillos hasta que el filo pueda cortar al viento–. Ni podría ser de otro modo– él, el jaguapitâ, es, ya en sí el alimento y motor de la Fe, pues solo aparece para quien está necesitado de ella, sobre todo a los indios que, afectados de irremediable engaño, acaban abandonando la tribu y dando cara a los perdidos de la floresta –golpeados de susto y grito.
Y es por eso que ver a un jaguapita representa una tarea difícil, casi imposible, por el simple hecho de que los jaguapitas –antes que los develen a nuestra curiosidad– son azules y fácilmente se confunden con el color del día.
Basta que uno, solamente uno de esos indios sin esperanza, no más retorno, para que de nuevo se dance en el centro de la maloca de los elogios de los primitivos cadiueos al jaguapita– el jaguar color de sangre, cuyo mirar adulón, cargado de paisaje, pasea e insistente juega a servidor de Dios en el Azul más ancho.
El buscador
lluvia creadora
de la ventana y la noche entera
hace soneto y haiku
en el cuarto persigo un tanka
exacto hecho una lanza
en el taller de Basho
la luna menguante
vitral de la daga de la noche
–pincel de Kyoto
vieja lagrima del pez
en un tanque la escena muda
manos
topacio en el agua
mil ojos de cuchillo y cactus
antes de tocarlo
ser dedos de seda y plata
recogiendo la yema calma
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