Fotograma de ‘Nuevo orden’, Michel Franco, dir., 2020

Proemio

La distopía es uno de los campos genéricos de las artes –surgida en la literatura, se ha expandido a la historieta, el teatro, los videojuegos y, por supuesto, a los audiovisuales de toda laya– más propicio para estructurar críticas y deconstrucciones sociopolíticas de la contemporaneidad humana desde la más imaginativa e hiperbólica elucubración.

Avanzada muy temprana de los tiempos posmodernos, en tanto fuera acuñada como término en el siglo XIX por John Stuart Mill, la distopía se contrapone a las muy modernas e ilustradas grandes utopías defendidas por autores como Moro (Utopía, 1516), Campanella (Ciudad del Sol, 1602), Bacon (La nueva Atlántida, 1626), Bergerac (El otro mundo, 1657-62) o Bellamy (El año 2000, 1888), quienes desde las mismas imaginerías hiperbólicas proponían modelos ideales de sociedades humanas armónicas, balanceadas, felices y de altísimas cotas morales.

En tanto la concreción de estos sueños se estrellaba cada vez más contra imperialismos, hegemonías, totalitarismos, tiranías y proyectos de fallidas noblezas, delatando y subrayando más que nunca la “imposibilidad” contenida en la propia etimología del término, viene la noción de la distopía a revelarse como “posibilidad” cada vez más cercana, anclada –ya líricamente, ya en los más descarnados registros realistas– en lógicas palpables, cimentando su especulación en derroteros nítidos de los regímenes de referencia.

Lo fallido de una sociedad distópica (nacional o global) no siempre es mesurable por la carestía económica extrema de parte o toda la población, sino más bien por el descoyuntamiento de las libertades individuales por parte de poderes políticos o económicos más o menos violentos, que bajo diversos mantos ideológicos –incluyendo la religión– se abrogan el total dominio de la voluntad y las suertes de cada ser humano bajo su dominio. Una distopía puede ser tan funcional como la utopía, sólo que su paz, prosperidad y “felicidad” suceden a costa del adocenamiento masivo, la (re)presión física y/o simbólica, y la negación de la legitimidad volitiva de cada persona.

La necesaria conciliación de las diversas fuerzas sociales, económicas, culturales, religiosas y políticas en pos de conseguir un mundo “estable”, sin divergencias ni insurgencias que erosionen su marcha tranquila hacia donde sea –o sencillamente, hacia ninguna parte–, se logra en las distopías a fuerza de regularización y simplificación de la natural tendencia humana a disentir hasta los extremos, que convierte al homo sapiens en un ser de la crisis, de la tensión y del borde.

Las obras distópicas, fuera de las no pocas espectacularizaciones, estetizaciones y banalizaciones comerciales que han experimentado, son síntoma y alerta perennes del peligro que, sobre todo, significa ceder a una instancia de poder la opción de decidir por uno mismo las suertes personales y nacionales; de entregarse a sus dictados desde la pereza, la desesperación o el vacío existencial; de reverenciar falsos y seductores profetas; de negar la dialéctica bullente, magmática en que existen las sociedades. La distopía es el enquistamiento anómalo y aberrante de las dinámicas históricas, y una probabilidad expandida en metáfora siempre a la vuelta de la esquina, igual que el Paraíso.

El siglo XXI, con la diversidad creativa que ha traído para el cine latinoamericano y caribeño, ha despertado en los realizadores el interés por explorar los potenciales simbólicos, expresivos y analíticos del campo distópico, desde una variopinta apropiación de sus códigos genéricos que hace pendular (y comulgar) a un conjunto de películas entre (y con) los múltiples apartados de la ciencia ficción futurista, el apabullante horror transdimensional, la sátira agria, el humor negro y la ironía, la imaginería de corte fabular, el cine explícitamente político, la militancia social y el realismo más descarnado que frisa el terror no sobrenatural –sino demasiado natural, en un arco que va desde búsquedas y experimentaciones formales hasta el naturalismo lato. Así, un nuevo y rotundo cine político se abre paso desde la metáfora hiperbólica, la mixtura de códigos del cine de género y la reformulación del cine social.

La distopía es tanto problema como contexto, es igualmente antagonista principal y escenario irresoluto e ineluctable donde los personajes (a los que supera) existen y dirimen sus respectivos conflictos. Las posturas varían entre la militancia y el optimismo, entre el resignado pesimismo y la ironía trágica. La resistencia es casi una constante, ya sea abiertamente beligerante o muda e íntima. La individualidad prevalece y se revela como gran clave disidente. El conocimiento y reconocimiento de uno mismo como actor político definitorio revela también a las distopías latinoamericanas como grandes parábolas humanistas.

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Argentina: revivalismo expresionista y manipulación mediática

La antena (Esteban Sapir, 2007), en tanto película revivalista de las estéticas de las épocas silentes del cine, dialoga y homenajea a una de las primeras e insuperables distopías fílmicas de la historia: Metrópolis (Fritz Lang, 1927).

Este tercer largometraje del director argentino resulta entonces una propuesta de gozoso corte expresionista, reivindicadora de la visualidad y los recursos estético-discursivos del movimiento alemán –con un poco del cine negro clásico que los propios emigrados teutones ayudaron a consolidar en los Estados Unidos–; revelándose además legataria de imaginerías más confesamente surrealistas de autores como los estadounidenses David Lynch (Eraserhead, 1977) y Terry Gilliam (cuyo Brazil (1985) es otra de las ejemplares distopías fílmicas), pero sobre todo del singular canadiense Guy Maddin (La música más triste del mundo, Mi Winnipeg, etc.), con toda su filmografía consagrada a la exploración y explotación plena de los recursos expresivos de las imágenes en movimiento filmadas en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, mucho antes de que esta postura se convirtiera en cierta “moda” formalista cuya joya de la corona de hojalata es El artista (Michel Hazanavicius, 2011).

La antena es una cinta-fábula silente que discute acerca de la televisión como epítome y símbolo de la manipulación mediática, promotora de hegemonías culturales, anuladora masiva de las individualidades a favor de un discurso único. Desde una perspectiva metatextual, Sapir trasciende la mera adhesión nostálgica al cinematógrafo prístino, para expandir su poética y su estética a dimensiones simbólicas, casi militantes del purismo creativo, que resumen y representan todo el cine de sesgo autoral –y por ende autónomo, íntimo, auténtico, emanación legítima de la subjetividad humana sin molduras– y el arte todo, en oposición directa a la reproducción masiva de estereotipos y valores enlatados, simbolizados por la televisión como atrofia de la creación fílmica.

El director y guionista también trasciende el homage estético al convertir el silencio en un elemento diegético y definitorio dramatúrgicamente, pues ilustra cómo el terrible emporio mediático del Sr. TV (Alejandro Urdapilleta) ha mutilado a los habitantes de “la ciudad sin voz” de la película su capacidad de hablar, convirtiéndolos en receptores puros. Convirtiendo el proceso comunicativo de masas en un fenómeno unidireccional, hipodérmico, y por ende acrítico. A la par, los intertítulos de común función accesoria son redimensionados. Se fusionan con sus herederos, los subtítulos, para terminar convirtiéndose en elementos gráficos expresivos de alta significación dentro de la diégesis y las estrategias dramáticas. Las secuencias no son sesgadas por planos negros con los parlamentos, sino que las palabras inundan los espacios, como suplentes de los sonidos y voces suprimidos.

Por esto, el villano busca ascender un escaño superior en su hegemonía, que aún no condiciona suficientemente todas las rutinas vitales de las personas. Trata de implementar una segunda amputación más definitiva y radical en los ciudadanos: las palabras, herramientas fundamentales, aun subsistentes, para estructurar los pensamientos en mensajes lógicos, autónomos y peligrosos para la intolerancia absoluta que sólo admite la obediencia antinatural a ultranza.

Como fábula altamente moralista al fin, La antena establece un binarismo maniqueo que define toda la película: tanto a sus personajes retorcidamente villanos y diáfanamente heroicos, como a la propia referida contraposición conceptual entre cine “puro” y artístico, de celuloide, luces, sombras y estridencias escenográficas, y la televisión como simplificada tautología discursiva.

El rechazo intransigente a los medios de comunicación –vehículos de dominación y adormecimiento/extirpación de la conciencia individual a partir de su disolución en una consciencia masiva prefabricada– pudiera rayar en lo paranoide, al desconocer las complejidades de los procesos de recepción y los posteriores “aportes” de estos al propio cine autoral. Pero a la vez, esta visión se revela consecuente con la esencia hiperbólica y ejemplar(izante) de los relatos e imaginarios distópicos, así como el tremendismo bizarro del propio cine expresionista alemán.

En las pesadillas acechan demonizaciones extremas de sujetos, sucesos, fenómenos e instituciones. Y la distopía es por definición una pesadilla, donde el soñador es asediado por versiones hipertrofiadamente monstruosas de instancias de la vigilia.

Sapir juega con arquetipos y símbolos, más que con personajes, por eso casi todos carecen de nombres propios: el Sr. TV, La Voz (Florencia Raggi), El inventor (Rafael Ferro), el Doctor Y (Carlos Piñeiro)…excepto los niños, Ana (Sol Moreno) y Tomás (Jonathan Sandor). Estos resultan a la larga los grandes protagonistas de La antena, reforzando la naturaleza moralizante de la película, con su confianza en la inocencia incondicionada culturalmente de unas primeras edades que pueden resistir mejor los evangelios mediáticos, a la vez que son los más fáciles de seducir por estos, dado el rol de estos medios en tal período de la vida.

Cuba: guerras del hambre y bustos en la niebla

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Ya en el siglo XVIII, Jonathan Swift ironizaba con las andanzas de su Gulliver, sobre los turbios y banales motivos de las guerras, con la imaginaria contienda entre las naciones “enanas” de Lilliput y Blefuscu, por una discordancia tan baladí como la manera de quebrar los huevos, si por el extremo grueso o por el extremo estrecho. Tras banales causas como esta se oculta la congénita predisposición de los seres humanos a la práctica de la dominación de los semejantes.

Sobre tal presupuesto articula su andamiaje dramatúrgico de nítida adscripción cienciaficcionera la cinta cubana Omega 3 (Eduardo del Llano, 2014). Al igual que sucede con La antena, el director opta por ubicar su relato en una época imaginaria, en pos de estructurar un discurso más universal y menos explícitamente engarzado a contemporaneidades sociales de la nación que habita. Aunque en este caso, la historia transcurre en un futuro con más trazas de cercanía que de lejanía, donde la intolerancia al prójimo se escuda esta vez en las divergencias nutricionales, guerreándose por imponer las respectivas dietas defendidas por cada facción. De ahí el propio título de la película, que remite a determinados ácidos grasos. Omega 3 se acerca mucho al absurdo huevo de Swift.

Apuesta la cinta por el minimalismo narrativo y escenográfico, a partir de una puesta en escena no exenta de teatralidad, asentada en largos diálogos entre seres contrastantes y contradictorios, reunidos involuntariamente por el encierro en una locación carcelaria, con pocas esperanzas o ninguna, excepto el entendimiento mutuo, la solidaridad: en este caso el amor entre el soldado de la facción VEG (vegetarianos) interpretado por Carlos Gonzalvo y la oficial de policía de los OOLI (de Oología, rama de la Zoología especializada en los huevos), asumida por Dailenys Fuentes. Ambos son victimizados y manipulados por un contexto hostil que los trasciende absoluta y kafkianamente, sin posibilidades de escapatoria, ni siquiera de comprensión de las circunstancias que los envuelven, gestadas por un tercer enemigo, los MAC (macrobióticos), liderados por un malvado oficial, a cargo de Héctor Noas. Tres facciones son también las antagonistas globales de la novela 1984 de George Orwell.

La dirección de arte se acoge a códigos muy nítidos del cine mundial de ciencia ficción catalogada como “militar”, por desarrollar facetas de conflictos armados, y también la postapocalíptica, por recrear un mundo inmerso en una catástrofe que desmembró la civilización tal como la conocemos. Espacios decadentes como las angostas trincheras de la Primera Guerra Mundial, donde confluyen objetos raídos de diferentes épocas, oscuras y opresivas barracas, salas de máquinas, asépticas instalaciones médicas, se combinan con los uniformes VEG y MAC, basados respectivamente en los marines estadounidenses y los SS nazis, estos últimos con cierto tufillo de atuendos sadomasoquistas (que a su vez están influenciados por esta arista del militarismo). El aspecto lampiño de los personajes futuristas es un código corporal bastante común en estas zonas de la ciencia ficción, que busca el extrañamiento de estos seres, dando la sensación de regularización e impersonalización casi robótica, al estilo de cintas como THX 1138 (George Lucas, 1971) o Alien 3 (David Fincher, 1992), ambas con hacinamientos carcelarios como contextos.

La sobriedad y la precisión son valores destacables en lo referente a la dirección de arte, que consigue sugerir con el mínimo de recursos, más que figurar, un universo bastante coherente, creíble, con mérito muy especial para la secuencia animada mediante rotoscopía digital y 3D, concebida para un importante flash-back de la cinta a un pasado pacífico, en plena sedimentación de las intolerancias dietéticas.

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La distopía es retomada por un realizador cubano pocos años después con el cortometraje Diario de la niebla (Rafael Ramírez, 2016), confesamente inspirado en el enigmático e inquietante relato “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” de Jorge Luis Borges, y que propone un puzle igualmente fragmentado y brumoso en consecuencia con el título.

En breves minutos, Ramírez ancla su discurso eminentemente distópico y de intenciones mitológicas y filosóficas en el puro horror lovecraftiano, el suspense, el cine silente, la fílmica soviética y el audiovisual experimental revivalista (como sucede con La antena), la ciencia ficción posapocalíptica, la ucronía y hasta el espionaje. Todos estos elementos preciosamente engarzados en subgénero del found footage, que incluso en sus películas más comerciales, propone una disolución radical de las bardas entre los otrora nítidos grandes campos de la ficción y el documental.

El protagonista, desconocido hasta para él mismo (padece una suerte de amnesia postraumática que le impide saber cómo llegó al lugar), filma retazos de una realidad alucinantemente decadente, que le es por demás ajena, sobre todo por su claro estatus de extranjero, de recién llegado o recién “aterrizado”. A través de su lente, deformante casi como un espejo de feria, escudriña los recovecos de una civilización astrosa, atrincherada en la imaginaria ciudad de Dzershinski, que aparece sitiada por una niebla monstruosa que por siglos engulle toda forma de vida. Está poblada por seres cuya resiliencia es la propia supervivencia, aunque resultan casi tan fantasmagóricos como el propio enemigo, al que mantienen a raya con métodos bizarros.

Ramírez marca el enrarecimiento extremo de su relato fílmico con una fotografía blanquinegra, azarosa, “sucia”, desenfocada a posta, cuya resolución remite a los granulosos 16 mm de mediados del siglo XX, dada la portabilidad evidente del dispositivo.

La ciudad y sus alrededores se presentan como un mundo sin sol, grisáceo, sempiternamente penumbroso, opresivo. Tan asfixiante como el propio estado mental del protagonista-sujeto lírico (aquí es lícito hablar en términos poéticos), quien prioriza los primeros planos, los big close-ups inquisitivos, transgresores y casi clandestinos a individuos, documentos y objetos, en pos de echar ciertas luces sobre las dinámicas observadas. La propia confusión y azoramiento del protagonista encuentran igualmente idóneo eco en estas imágenes torcidas, que bien pudieran tomarse como efluvios del delirio, como emanaciones alucinógenas, frutos del desdoblamiento de la mente en una realidad alterna, virtual. Los bordes de la psicodelia son levemente frisados.

La naturaleza fragmentaria y confusa del relato y su diégesis, es igualmente enfatizada orgánicamente con un montaje irregularmente violento, cuyo ritmo caprichoso, más que a la falta de pericia del investigador circunstancial común del found footage, remite una vez más al extravío frenético de un ente trasvasado bruscamente a un estado de la existencia anómalo para sus convenciones. Empero, la narración avanza con una agilidad óptima hacia el perturbador clímax de puro terror, donde irrumpe una estentórea banda sonora, que parece haber aguardado como agazapada durante todo el metraje, disimulada entre sus sombras y fantasmas. Una estampida de cornos tibetanos parece esparcirse por los remanentes de Dzershinski con la misma inhumana brutalidad que la niebla, de la que resulta voz y vocera.

Ahora, la anécdota de base de Diario… viene a constituir una mera brizna de un hilo de Ariadna que, en la forma de discretos signos esparcidos durante todo el relato, invita a remontar este núcleo inicial hacia laberínticas esferas mucho más amplias, que giran concéntricamente, embozadas; o de las cuales la historia de marras apenas sea una escaramuza tangencial. Infinitesimal subtrama filtrada que sugiere una cosmogonía infinitamente más compleja, donde la Bahamut Limited Corporation y el Dr. James Cracker Fishbourne –mencionados como los dueños y editores del material– pulsen hilos y mundos otros.

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Desde Omega 3, pasado por Diario de la niebla, hasta el también cortometraje Gloria eterna (Yimit Ramírez, 2017), el pesimismo avanza por el cine cubano de corte distópico en un crescendo de desolación y desamparo respecto a la impotencia, el conformismo y la total incapacidad de resistencia del sujeto a las circunstancias anómalas que lo envuelven y cercenan por completo su propia humana individualidad.

Aun la celebérrima fábula La oveja negra de Augusto Monterroso, con todo su acíbar, contiene un ápice de anárquica provocación, pues su protagonista es un ente diferente y divergente del status quo de mayorías de ovejas blancas. Su mera existencia de rumiante de otro color determina una discordancia insoportable para sus congéneres, que lo hacen purgar su pecado genético con la muerte, y lo revindican con el sucesivo homenaje estatuario, cual segura expiación histórica. Mientras que Gloria eterna ni siquiera tiene una oveja negra disonante. Nada hay de un curioso D-503 como en la mítica novela Nosotros (Yevgueni Zamiatin, 1921), ni de los inadaptados Bernard Marx y John el Salvaje de Un mundo feliz (Aldous Huxley, 1932), ni el cuestionador Winston Smith de 1984 (George Orwell, 1948), o el levantisco pandillero Alex de La naranja mecánica (Anthony Burguess, 1962), ni la imaginativa Offred de El cuento de la criada (Margaret Atwood, 1985), o el terrorista libertario V de V de Vendetta (Alan Moore, 1982-1988).

El protagonista de marras, aunque su nombre, Julián LVII (Mario Guerra), remite ligeramente al “héroe” numerado de Zamiatin, es un apacible y dócil oficinista que se pliega a todas las ordenanzas mecanizadas del sistema burocrático donde vive, en pos de asegurar un mínimo bienestar para su familia. Y a costa de su propia vida, inmolada en una suerte de magna –a la vez que rutinaria y vacua, como resulta todo en un mundo de burós y trámites– ceremonia sacrificial, honorífica, donde se alcanza la “inmortalidad” invisible de las estatuas. Donde el ser humano se transmuta en un símbolo vacuo y alienado a priori… como resulta todo en un mundo de formalismos y fórmulas tautológicas. Apenas un casi inconsciente remordimiento por el futuro imposible perturba la resignación fatalista de Julián.

Gloria… va del estatismo definitivo, de la expansión ad infinitum de un estado invariable de cosas, de la conservación a ultranza de esta situación, de la sacralización de los esquemas en detrimento de sus sentidos, y de la degradación inevitable que la inmovilidad antidialéctica provoca en los seres humanos. Esto último es algo que tiene sin cuidado a los exclusivos y excluyentes detentadores del poder, presentidos como fuerzas abstractas apenas esbozadas por los angulosos perfiles de las estatuas omnipresentes.

Aunque la referencia al Big Brother de Orwell también es inevitable, en el mundo urdido por Yimit Ramírez se aprecia una curiosa multiplicación del simbolismo de la dominación en cada uno de los “gloriosos eternizados”. En los diferentes escenarios se ven bustos rotulados como Ernesto XVI y Antonio XXI, prefigurados bajo la misma y esquemática efigie. Ocurre a través un segundo proceso de disolución de la identidad individual de estas personas pasadas, en la única y prestablecida faz: eterna como la gloria que justifica su excelsitud. Julián LVII vive en una suerte de desesperanzado estado de conformismo abstracto, de perpetuum mobile social. Esta huele a distopía funcional y, por ende, más terrible.

Acorde la anécdota, este cortometraje se centra en el sacrificio del individuo dinámico (como es ineluctablemente inherente a su naturaleza) a los pies del altar del símbolo inamovible, invariable, absoluto merecedor de todos los honores y oblaciones.

Los efectos sonoros juegan otro de los papeles cruciales en Gloria…, con la voz del propio director como materia prima empleada para urdir la Voz mecánica de la autoridad: Ramírez la propone como un compuesto chapucero e impersonal de retazos de frases sueltas que se asocian acorde las necesidades discursivas de cada instante. Esta voz es otro factor más del enrarecimiento y la invisibilización de la fantasmal autoridad que late como una omnipresencia gaseosa en tal mundo distópico. Es un discurso tan prestablecido y maquinal como todas las existencias a las que se dirige. Julián LVII y sus congéneres existen en un estado de pax, pero más aterradora que la romana.

México: mundo narco y anarco mundo

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Con la reciente Cómprame un revólver (Julio Hernández Cordón, 2018), las distopías fílmicas latinoamericanas remontan senderos más explícitamente comprometidos con los devenires inmediatos de sus naciones, como es el caso de la prevalencia de los cárteles narcos como “poder real”, o visto más conservadoramente: como contundente y definitorio “poder paralelo” en el México actual.

Hernández Cordón imagina y propone en la cinta de marras, como futuro cercano, y sobre todo muy posible, para su nación, un estado de “narco-anarquía”, donde la civilización legalmente estatuida ha colapsado y pasan a reinar las bandas de pronunciado carácter tribal con la total impunidad de que ya casi gozan ahora mismo. En este contexto desértico y polvoriento lleno de bravucones y asesinos, sólo vale la agresiva elementalidad de la ley del más fuerte con más cantidad de armas, muy semejante a las lógicas propuestas por un género como el western, bien cercano aquí.

En medio de esta agresiva y agreste jungla de arena, la película propone una versión muy singular de las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, personajes que son fusionados en la niña Huck Sawyer (interpretada por las gemelas Matilde y Fabiana Hernández Guinea), cuya biología las convierte per se en un especímen raro, dada la inexplicada –uno de tantos datos sustraídos, que aguzan la desazón de las circunstancias–ausencia de mujeres, determinante a su vez de la disminución de la población general. Es esta una distopía de corte posapocalíptico, otro campo muy afín y frecuentemente confluyente.

Aquí, los presupuestos debilitamiento y final extinción de la administración política con sus mecanismos de control y regulación legal revelan al Estado mexicano como una distopía en picada que arriba al apocalipsis social sin repentinas catástrofes naturales, devastadores conflictos bélicos o arrolladores brotes de muertos vivientes. La mala o débil gestión cede ante las hordas de narcotraficantes vivientes, que muy bien sustituyen a los zombis como depredadores primarios en este contexto donde nada está a salvo.

La mirada infantil prepúber escogida ofrece una perspectiva levemente esperanzadora y curiosa, que no evita el horror imperante pero sí marca una saludable distancia. La inocencia como futuridad promisoria, y clave para un posible renacimiento de la nación una vez finalicen los insostenibles juegos de exterminio entre las bandas rivales.

Huck como una nueva Eva empoderada hacia el final de la cinta, donde se pone al frente de una pequeña banda de niños sin progenitores, decididos a sobrevivir. Huck como antídoto definitivo para el miedo que corroe a su padre Rafa (Ángel Rafael Yanes), quien la protege hasta que el miedo, más poderoso que su instinto parental que en determinado momento lo hace llegar a matar a un narcotraficante, le impide no llevarla a la banda que controla su existencia a golpe de temor y limosnas de drogas.

Huck es una encarnación de la resiliencia, no desde la concientización deconstructora del estado de cosas que la rodean –como sucede con la mayoría de los protagonistas “adultos” de las distopías–, sino desde la concepción no corrupta ni erosionada que tiene del mundo. La niña no experimenta una anagnórisis convencional en su “camino de la heroína”, sino que coexiste con el mundo en una dimensión de pureza tal, que está todo el tiempo a salvo de la decadencia y la violencia. Nace y vive en un estado de resiliencia natural.

Incluso cuando ultima al líder de los narcotraficantes (Sostenes Rojas) caído en desgracia que huye con ella en una balsa –que remite abiertamente al periplo del Huck de Mark Twain con su amigo Jim por los ríos sureños del XIX estadounidense–, la niña de Cómprame un revólver no se pervierte o envilece, pues siempre ha permanecido a salvo de las nociones construidas del bien y el mal. Por eso, la película toda dista de ser una fábula moral como La antena, sino que es una metáfora del renacimiento del mundo, libre de las matrices culturales de la humanidad precedente con todo y sus sistemas de valores y antivalores opuestos.

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Nuevo orden (Michel Franco, 2020) establece una suerte de díptico antitético con Cómprame un revólver, pues propone un modelo distópico muy divergente de la anarquía caótica, tribalista y primitiva de narcoestado absoluto imaginada por Hernández Cordón.

La distopía de Franco especula acerca del establecimiento de un régimen de férreo control militar ante la intensificación de tensiones sociales no precisadas intencionalmente en ningún momento del relato. Por lo que las violentas revueltas que llevan a unívocos miembros de las clases bajas urbanas a asaltar las mansiones de las castas adineradas de whitexicans, saquearlas y asesinar a sus residentes durante los primeros momentos de la película, pueden considerarse sumatorias simbólicas de todos y cada uno de los conflictos entre las masas y el poder, donde se entrelazan estrechamente los procederes políticos y económicos.

El indiscernible colapso social que desata las acciones no quiebra en este caso al status quo, sino que justifica una militarización absoluta del orden social, concentrada concienzudamente en normar con severidad fascistoide las rutinas de vida y trabajo del proletariado mexicano. Justifica una extrema radicalización clasista, donde las fronteras sociales en Ciudad México se concretan en alambradas, muros y cercos militares. Una muy poco disimulada lógica feudal abre un insondable e insalvable abismo entre señores y siervos.

El terror castrense organizado en este Nuevo orden se revela más pavoroso que el caótico narco terror planteado en Cómprame…, por lo opresivo y asfixiante de las circunstancias, dominadas y domeñadas por un totalitario poder armado, legal y literalmente omnipresente, multiplicado en los miles de soldados embozados que bloquean calles, arrean multitudes y matan sin contemplaciones.

Como sucede con la descorazonadora Gloria eterna, esta distopía de Michel Franco, galardonada en el Festival de Cine de Venecia con el León de Plata (Gran Premio del Jurado), carece igualmente de sujetos proactivos que se opongan al sistema. Primero, porque el relato sólo acoge la coyuntura y la transición vertiginosa hacia el nuevo estado de cosas, en medio de la cual la tríada de personajes principales: la joven burguesa Marianne (Naián González Norvino), y los empleados Cristián (Fernando Coautle) y Marta (Mónica del Carmen), no logran salir de la perplejidad y el azoro. La muchacha porque, cual rubia Viridiana piadosa, es secuestrada por militares corruptos (valga aquí la redundancia) en medio de su cruzada personal por auxiliar a una antigua sirvienta en peligro de muerte. Los sirvientes, hijo y madre de rostros aborígenes, porque se ven envueltos en una instantánea conspiración en la que pasan de víctimas a chivos expiatorios sin el mínimo respiro para pensar la situación y (re)pensarse. Como Julián LVII, son obedientes, y no se dejan llevar por el paroxismo rapaz del motín inicial, sino que sus temperamentos pacíficos mezclados con una sumisión congénita, los hace mantenerse en una aturdida neutralidad.

Pero en el mundo pensado por Michel Franco, tanto la rebelión como la obediencia llevan a los pobres y morenos a la misma conclusión mortal. Ambas opciones, la rebelión y la docilidad se muestran como opciones fallidas, sesgando y sellando cualquier posibilidad de reivindicación exitosa, siquiera digna.

Para sintonizar al espectador con este desconcierto diegético, se articula el relato desde la  constante sustracción de información, hasta frisar el narrador deficiente. La elipsis áspera resulta el principal recurso narrativo, lograda una y otra vez a golpe de montaje severo y raudo, que no ofrece asideros a la distensión. Las situaciones macrosociales y macropolíticas se suscitan y transcurren en un fuera de campo agobiante, mientras los personajes protagonizan un drama singular de rapto, chantaje, ambición, vileza y poderes descarnados.

Marianne es secuestrada por una facción del ejército tribalizada –como los narcotraficantes de Cómprame…– que encuentran en el caos oportunidades de medrar. En medio del vórtice, trazan un derrotero autónomo que, como el de los mismos proletarios amotinados, no tendrá la más mínima oportunidad ante la aplastante embestida del gran poder autoritario y organizado, que de inmediato “rectifica” esta insubordinación como si de matar una mosca se tratara. No se permiten derivaciones independientes en esta situación, mucho menos en las propias filas.

Así, Nuevo orden logra contener en su breve metraje de menos de noventa minutos altas dosis de violencia sin tremendismos espectaculares, de virulencia sin pulimentos esteticistas, pero sobre todo de pesimismo político y desaliento humanistas sin compensaciones sentimentales. El relato de marras es un callejón sin salida repleto de dinamita, donde la Historia vuela por los aires y sus trozos atiborran más aun el breve y envenenado espacio.

Como la utopía, la distopía también propone un punto final definitivo a los devenires de una sociedad. En este caso, el último alzamiento vindicatorio es ultimado y sofocado a tiros, sellándose cualquier posibilidad de renacer de las cenizas.

Brasil: resistencia, religión y racismo

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Las distopías del cine brasileño compensan un tanto, con sus perspectivas esperanzadoras, las tinieblas de las propuestas mexicanas, pues la resiliencia es el eje fundamental de estas producciones, donde los contextos distópicos se ven impugnados contundentemente por sujetos disensores que prometen la disolución eventual, pero sobre todo palpablemente posible, de las sombras.

Como sucede con la más íntima Aquarius (2016) –anterior película de Kleber Mendonça Filho– Bacurau (2019) –esta vez codirigida junto a Juliano Dornelles– resulta también una alegoría de la resistencia, de la capacidad y resolución del sujeto “común” a establacer alianzas y solidaridades con sus prójimos inmediatos, para enfrentarse con éxito a un sistema adverso, en un ejercicio de legitimación de su rol sociopolítico activo en la sociedad. Aquarius discursaba sobre la dimensión política del individuo como primaria célula nacional, y Bacurau apela a la comunidad como estructura básica, nodo esencial y depositario de legítimas tradiciones de lucha.

Por eso se opta esta vez por un protagonista colectivo: el pequeño poblado de Bacurau, que como nueva reencarnación de la paradigmática Fuenteovejuna y consecuente legatario de su moraleja, se convierte en última y definitiva trinchera de la nación brasileña toda frente al descoyuntamiento institucional que se intuye a partir de pistas propiciadas a lo largo del relato.

Sin convertirse en panfleto ortopédico, Bacurau se explaya en un libelismo alegremente binario y entretenido, de un orgánico patriotismo y un costumbrismo atípico por lo altamente sardónico. Hacia la segunda mitad del relato, la historia deviene sátira negra y sangrienta, resuelta con una puesta en escena digna de los mejores western spaghettis –de nuevo este género de pueblos e individuos sin otra ley que la de sus voluntades, constituye cimiento propicio para edificar estas películas–. Sólo que, en este caso, el pueblo con todos sus (estereo)típicos caracteres comúnmente secundarios (las meretrices pintorescas, el guitarrero ocioso, la cantina, el pistolero arrepentido, el bandido de buen corazón) no necesita contratar a los siete samuráis, a los siete magníficos o a ningún émulo de Wyatt Earp para repelar las amenazas externas que se ciernen sobre sus pacíficos habitantes.

Bacurau es un frente autosuficiente y preparado, capaz de sobrevivir en una nación caotizada, fallida, donde si la ley llega, sólo es en las personas de agentes totalmente subordinados al puñado de extranjeros de origen estadounidense y alemán –y de confesas posturas supremacistas–, que vienen a practicar la caza humana deportiva como experiencia turística, en un territorio donde es totalmente lícita, plenamente apoyada y promovida por las administraciones locales como próspera atracción. Resuena a lo lejos el tañido de El cuerno de caza (1952), novela de John William Wall (de pseudónimo Sarban), que propone una distopía de sino ucrónico donde los nazis prevalecen en la Segunda Guerra Mundial y sus aristócratas se refocilan en cotos de caza llenos de judíos.

Aunque en la película poco o nada se explicita respecto a las condiciones del gobierno brasileño y su real capacidad para regir los destinos del país –que no es más que su población–, el sacrificio de las capas más humildes y por ende “prescindibles” como para alimentar un desesperado “turismo de muerte” proveniente de las naciones primermundistas, sugiere nítidamente una implosión nacional segregacionista y autofágica, que al igual que sucede en Nuevo orden, opera una estratificación poblacional malthusiana y radical; dividiéndose el país en jerarquías ciudadanas donde los asentamientos como Bacurau ocupan niveles ctónicos, apilados en la sentina nacional.

En las vísperas de la cacería genocida, el pueblo es debidamente borrado de las cartografías satelitales. Deja de existir, es solapado, negado, extirpado del cuerpo nacional como un apéndice enfermo cuya eliminación puede aun aportar ganancias. A los pobladores se les sustrae no sólo la condición de ciudadanos, sino la de humanos. Son presas inferiores. Son nada. Incluso significan más para los cazadores foráneos, que en su calidad de invasores inclementes también pierden a los ojos de los “bacuraianos” cualquier condición humana. El dron en forma de platillo volador, que antecede la aparición de la partida de caza, subraya irónicamente la condición alienígena y alienada de estos personajes.

Solo que Bacurau, presunta víctima inferior, mera comunidad de salvajes buenos sólo para morir, lleva siglos y generaciones sobreviviendo a un contexto que siempre ha resultado distópico para ellos. La autosuficiencia y la autodefensa son las verdaderas tradiciones en esta aldea de galos brasileños que ha permanecido imperturbable ante las diversas “invasiones” de legiones de toda naturaleza. El museo del pueblo, sugerido y revelado en las secuencias climáticas, lleno de armas y testimonios fotográficos de cabezas cercenadas, es a la vez una sala de trofeos y un templo a la deidad de la resiliencia.

La cinta de Mendonça Filho y Dornelles es binaria y fabular como La antena, aunque la moralidad de sus personajes sea mucho más compleja y la haga dialogar más con cintas de culto como la inquietante The Wicker Man (Robin Hardy, 1973). A partir del principio de “ojo por ojo y diente por diente”, más que moraleja, ofrece una advertencia nacionalista sangrienta. ¡Cuidado, tierra en trance!

2

La historia de Divino amor (Gabriel Mascaro, 2019) transcurre en el Brasil del cercano año 2027. Sin declaración oficial, la nación sudamericana es un estado teocrático, donde el cristianismo de sino protestante es la ideología rectora. La axialización de la fe es tal que hasta los carnavales han sido sustituidos por unas paroxísticas festividades de música techno, dance, industrial y house, donde el goce eminentemente corporal, sensorial y eminentemente sensual de las tradicionales fiestas de carrozas y samba es solapado por el éxtasis piadoso al son de ritmos psicodélicos de origen occidental.

La brújula del deseo se ve desplazada de la corporalidad humanista hacia el trascendentalismo supranatural. El orgasmo físico cede paso al arrebato religioso, aunque siempre ha mediado entrambos estados del ser una línea extremadamente difusa. La prevalencia de la aséptica fe, gélida como los neones que iluminan estas fiestas y los diferentes espacios de culto, requiere la anulación de una memoria “pagana” demasiado fuerte, manifestada en prácticas no consagradas y no aprobadas por su concentración en ideas que no tributen a Dios como la razón unívoca de toda la existencia.

El status quo cristiano brasileño que propone Mascaro en su filme despliega estrategias sincréticas de asimilación y reconnotación de otras prácticas no tan arraigadas en la esencia genética de la nación, para que no respalden una resistencia sólida desde la cultura popular. Por eso el carnaval desaparece ante los raves importados, nuevos, y por ende libres de posibilidades disensoras.

Pero el sexo y la lubricidad es más difícil de vetar, pues una frigidez decretada que deserotizara el coito a favor de su eminente rol reproductivo (tendencia común del cristianismo en todas sus variantes) naufragaría en las mismas aguas que la Ley Seca o el Código Hays. Divino amor devela otro camino mucho más efectivo, donde los explayamientos de la libido pueden alcanzar dimensiones orgiásticas, siempre que sus objetivos sean tan piadosos como salvar una institución tan conservadora como el matrimonio monógamo, gran pilar de la fe de marras.

La película, de hecho, rebosa de sexo “justificado en Dios”. La protagonista Joana (Dira Paes), a partir del deseo casi obsesivo de ser madre (o quizás desde el autoconvencimiento de que ese es su objetivo prístino), se lanza a intensas carnalidades con su esposo Danilo (Júlio Machado), bien lejos del funcionalismo neutro reproductivista. La fe de Joana también la lleva a una cruzada personal a favor de la referida estabilidad marital monógama como una de las expresiones cimeras del amor a Dios que hegemoniza su existencia. Es de notar que los edificios públicos cuentan con detectores electrónicos de estados civiles y de gestación, que se hacen públicos cada vez que alguien atraviesa sus puertas, para marcar diferencias jerárquicas entre quienes cumplen sus santos deberes de esposas y madres y los que no. Como siempre, la infertilidad y el divorcio son marcas degradantes a los ojos de Dios y sus fieles. La mujer busca cumplir estos dos estamentos con todas las fuerzas de su alma y su cuerpo.

Joana milita en una organización terapéutica-religiosa nombrada Amor Divino, donde la sanación del desamor y la discordia se produce a través de solapadas sesiones swinger, iniciativas polígamas plenamente justificadas por las intenciones de concordia. El intercambio “santo” de parejas y el sexo grupal piadoso son prologados siempre por lecturas de la Biblia y testimonios. Poco media entre estas prácticas y las sesiones masturbatorias clínicas que en el siglo XIX “curaban la histeria” a las amas de casa aburridas, antes de que se inventara el olisbo eléctrico. Ciencia y religión: razones nobles aceptadas por el antierotismo judeocristiano, empeñado en restar al ser humano su protagonismo en el mundo, redireccionando todas sus acciones al servicio de una entidad superior. Toda acción autocomplaciente, sexual o no, que olvida el deber para con Dios, con el Estado deificado, o con el poder superior que sea, es pecaminosa y merece una corrección urgente.

En medio de estas circunstancias, se produce lo que se intuye un segundo advenimiento mesiánico, que escoge a Joana como depositaria de la simiente celestial, pues una vez que consigue quedar encinta, descubre la incompatibilidad genética con su esposo y todos los otros hombres que ha encontrado en las terapias swinger de Amor Divino. Al descartarse lo posible, sólo queda lo imposible como respuesta. Su fe sincera parece ser recompensada honorariamente con un privilegio tan exclusivo como ser la reencarnación mariana, y queda entonces evidenciada la falacia ideológica conservadora e instrumentada que es la religión en el Brasil de 2027.

Tal como Cristo fuera rechazado por los sacerdotes judíos y sus fieles, Joana y su hijo nonato son simbólicamente lapidados por un entorno social para el que la fe es apenas un dogma frívolo, utilitario e hipócrita, donde los rituales tautológicos priman sobre las esencias filosóficas más complejas y las consecuencias más profundas. El conservadurismo inamovible reacciona a la posibilidad realizada, útil mientras es una promesa eterna, una abstracción, una entelequia, una utopía, pero terrible cuando se materializa y demanda una prueba de verdadera fe. La religión como ideología de dominación es una de las máximas distopías, dada su naturaleza de corrupción absoluta.

3

Medida provisoria (Lázaro Ramos, 2020) hiperboliza de una manera enfáticamente vindicatoria, el racismo intrínseco de una nación tan mestiza dérmica y culturalmente como esta. Basada en la obra teatral Namíbia, não! (¡Namibia ahora!) de Aldri Anunciação, la cinta presenta un Brasil ucrónico o bien de un futuro tan cercano como el de Divino amor (quizás más), donde la palabra “negro” ha desaparecido del vocabulario cotidiano, siendo sustituida por términos como “melanizados” o ciudadanos de “melanina pronunciada”, endilgados a todos los que revelen rasgos negroides o ascendencia genéticamente comprobada.

Rige a la nación un titulado “gobierno para un Brasil más justo”, que ha decidido ofrecer “reparaciones” radicales por los siglos pasados de esclavitud a todos los descendientes de quienes fueron traídos de manera forzada desde África para trabajar como animales: regresar al continente de sus antepasados. Primero como opción enfatizada, luego como decreto, como medida provisoria de forzoso cumplimiento. El éxodo es catalizado con todas las fuerzas policiales disponibles. Brasil comienza a “blanquearse”, a militar manifiestamente en el arianismo fascistoide, autoprovocándose una mutilación humana y cultural, otro borrado extremo de las tradiciones como fuerza nacional, sajando, quebrando y desmoronando el país.

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