‘Nuevo orden’, el último estreno del cineasta mexicano Michel Franco, enfrenta a los críticos

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Fotograma de ‘Nuevo orden’, Michel Franco, dir., 2020

Mucho antes de su estreno en el Festival Internacional de Cine de Venecia, donde mereció el Premio Especial del Jurado, Nuevo orden (2020), el más reciente título del cineasta mexicano Michel Franco, ya había despertado la polémica.

Bastó la publicación del tráiler para que, incluso en los predios de la crítica especializada, se generara un radical disenso interpretativo alrededor de la película. En tal sentido, Nuevo orden recuerda las discusiones que se produjeron hace algún tiempo a propósito de Amores Perros o Babel, del también mexicano Alejandro González Iñárritu, cuando los lectores de estos filmes no se ponían de acuerdo si ver en ellos una visión “positiva” –que defendía o intentaba comprender la condición “otra” de los mexicanos– o una visión “negativa” –que presentaba al país como una cultura irracional o del peligro.

Y es que, tanto las películas de González Iñárritu como la de Franco, participan de ese tipo de texto audiovisual de complejas estructuras de enunciación en el que es francamente difícil fijar el sentido del discurso, puesto que la visión del mundo, las ideas que maneja se escabullen constantemente, dependiendo de la manera en que los espectadores articulan los dispositivos de significación que ayudan a precisar la ideología de la obra.

Nuevo orden ha recibido una avalancha de críticas en condena a su supuesta demonización del pobre e indígena mexicano frente al blanco y rico, víctima de su racismo inverso, de su inconsciencia. Ha sido vista como una película que, del lado de “los favorecidos por la Historia”, desconoce su absoluta responsabilidad en el infortunio, la discriminación y el sometimiento sufrido por “el otro” a lo largo de la Historia.

Ahora bien, esa me resulta una lectura demasiado axiomática, un acercamiento apresurado que se entrega de inmediato a la apariencia superficial de las imágenes, a los significados parciales de la trama; una interpretación que responde (o sea, hace corresponder) linealmente a la historia narrada, desconociendo las disyunciones entre lo que el relato presenta y su verdadero sentido. Creo que Nuevo orden abraza ideas muy contrarias a las esgrimidas por esta descalificadora recepción.

De entrada, la experiencia estrictamente cinematográfica propuesta por Franco resulta extraordinaria. La puesta en escena evidencia un complejo (y expresivo) trabajo con el espacio y la dirección de arte que contribuyen todo el tiempo a perfilar la significación. En la secuencia de la boda, el enorme coro de personajes interactuando en una única locación, junto al dinamismo de una cámara que se desplaza entre / con ellos o se detiene en una u otra conversación, desde una rigurosa concepción del diseño visual, revela una destreza en la realización impactante.

También, el preciso manejo de los tiempos de exposición, apoyado en la capacidad de síntesis del montaje, favorece la admirable factura de esta película. Pero más que nada –insisto–, es el bordado dramático del guion, su desarrollo narrativo y construcción de los personajes, el que garantiza la fuerza del enunciado. Porque poco significarían esas virtudes propias de la realización si no estuvieran ligadas a la urgencia de condenar la hegemonía excluyente, y las relaciones de fuerza que condenan y explotan a pobres e indígenas en la sociedad mexicana.

En Nuevo orden, ese abismo entre unos y otros sujetos, recortados de su condición de clase social, tiene una particularidad que la diferencia respecto a visiones recientes de este mismo asunto. (Pienso, sobre todo, en Parásito de Bong Joon-ho.) Aquí el conflicto entre tales individuos es visto –con énfasis– desde una perspectiva sistémica que involucra al poder político gubernamental, como cómplice de las modulaciones del orden social, que perpetra las diferencias entre determinadas personas marcadas por su color de piel, ascendencia étnica, poder adquisitivo o, en definitiva, clase social.

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De hecho, la misma instrumentación de códigos propios de la distopía –corpus genérico del que la película no participa con rectitud– supone menos la prefiguración de un futuro próximo, que el despliegue de una estrategia capaz de exponer hasta dónde puede llegar el poder acá señalado con tal de conservar su estatus privilegiado, para preservar el orden impuesto por él.

Como apuntaba antes, en su aparente diafanidad, Nuevo orden se vale de un tejido narrativo cuidadosamente entrelazado que exige una comprensión atenta de su discurso. La película arranca con una sucesión de imágenes inconexas, envueltas en una atmósfera onírica, relacionadas con los sucesos que se verán en lo adelante. En estas imágenes se enfatiza en un único personaje: Marianne. De inmediato se pasa a una secuencia que nos muestra un hospital de la ciudad tomado por un gran número de heridos provenientes de manifestaciones civiles que están aconteciendo en ese minuto, las cuales, como se observa luego en pantalla, han dejado incontables muertos.

Después se dará paso a la fiesta que se celebra a propósito de la boda de Marianne, quien, como se advierte de inmediato, pertenece a una familia millonaria que, distanciada por las paredes de su mansión, parece no importarle mucho el estallido civil. Prefiere ignorarlo mientras sea posible. El ámbito festivo, la opulencia del lugar y de los invitados, en contraste con los disturbios de afuera, sirven de elementos caracterizadores para hablar sobre el mundo de estos personajes, los verdaderamente concebidos por el filme como insensibles, conservadores, de una ideología desentendida de la realidad del “otro”, visto nomás como sus sirvientes.

Son muchos los elementos que durante el tiempo de esta secuencia informan de la ética y el comportamiento de los “ricos”. Por ejemplo, las conversaciones sólo giran en torno a negocios –para ellos, poco o nada importa más que el dinero–, los invitados no regalan a los novios sino dinero, más dinero, las mujeres deben someterse a los requerimientos, a la voz de los hombres… Pero el perfil definitivo se redondea cuando aparece el personaje de Rolando, un antiguo empleado de la casa, que se presenta en la mansión con la intención de solicitar ayuda monetaria porque su esposa (quien también trabajó allí) necesita someterse a una operación urgente del corazón. Nadie –excepto Marianne– está dispuesto a ayudar a este hombre.

Rolando es expulsado de la boda, pero Marianne decide ir tras él con la intención de llevar a su mujer a la clínica. Después de su partida, un grupo de personas asaltan la mansión, apoyados por los empleados –excepto el joven que acompañó a Marianne y su madre, una suerte de ama de llaves–. Rebelados todos, desatan un caos total, al punto de asesinar a algunos de los allí presente con tal de apropiarse del dinero y otras posesiones. Marianne, que terminó refugiada en casa del empleado que la acompañaba a casa de Rolando, será rescatada al día siguiente por los militares, quienes –después de no haber intervenido durante un buen tiempo en los disturbios, subraya más de una vez la radio (¿y por qué?)– han terminado por sitiar la ciudad y tomar el mando de la situación. Pero, en vez de retornarla a su casa, la llevan a una suerte de prisión donde, como con muchos otros “ricos” allí atrapados, la utilizan como carnada para sacar dinero a su familia, mientras la someten a todo tipo de violencia física y psicológica.

Hasta este punto del metraje, pudiera parecer que la película mira a los pobres como unos intransigentes, avaros y violentos sin razón aparente, cuando en puridad detrás de su actuación pesan disímiles razones históricas que la justifican, y que entran a la película como factores de la realidad social que anudan el enunciado fílmico a las determinaciones epocales en que se produce. Más todavía, pueden verse por toda la ciudad grafitis realizados por los sublevados que puntualizan la ideología que levantó las protestas: “Justicia”, “sesenta millones de pobres”, “No al gobierno asesino”…

Estos individuos, presas de la violencia más extrema, están reaccionando contra aquellos que los oprimen. Pero, para cuando Marianne es apresada, el ejército ya ha militarizado la ciudad y establecido puntos de control para delimitar el espacio entre pobres y ricos. Entonces, el filme experimenta un giro que connota toda su primera parte.

Desde una focalización autoral que no entrega el punto de vista a ningún personaje, la narración privilegia la perspectiva de los ricos al posicionar a Marianne como eje del recorrido temático del argumento. Aspecto que resulta de suma importancia para colegir lo que la película aspira a decir. Luego de tomar los militares el control absoluto, el hermano y el novio de Marianne acuden a los servicios de Víctor –personaje que abandonó la boda justo cuando aparecieron los primeros signos de una posible irrupción de los rebelados en el recinto– para que los ayude a encontrarla. Este individuo, todo parece indicar, disfruta de un alto cargo en el Gobierno del país, razón por la que mantiene estrechos lazos con los altos mandos militares.

Mientras, un par de soldados insatisfecho con el pago que recibirán cuando se concrete el rescate de la joven contactan al empleado en la casa donde secuestraron a Marianne, para que él y su madre sirvan de mediadores en un falso rescate que quiere nomás sacar dinero a la millonaria familia. En este proceso, el hermano de Marianne termina creyendo que sus dos fieles empleados lo engañan, cuando en realidad son estos últimos los engañados y utilizados por los militares. Al ser Víctor informado, de inmediato, de esta jugada paralela, el alto mando militar se pone en acción. Los soldados insubordinados son capturados y se localiza a Marianne. Pero no la entregan a su familia. La llevan a casa de los empleados que intentaban (creían) ayudar, allí la asesinan, y arreglan la escena para incriminar al joven, a quien también asesinan. Ese es el cuadro que Víctor devela a la familia.

Esta secuencia deviene un instante esencial de la enunciación de Nuevo orden, que pone de manifiesto su discurso por sobre las pautas que plantea el relato diegético. Siendo Marianne el eje temático de un argumento en el que se enfrentan ricos y pobres, ¿por qué ella es asesinada por el grupo al que pertenece, en la medida en que muere bajo las órdenes de un alto mando militar que se relaciona estrechamente con su familia?

Cuando a todas luces podía ser salvada, ¿por qué deciden matarla? ¿Qué implicaciones tiene este momento en la esencia de los acontecimientos narrados? Cuando más se ha sensibilizado al espectador con Marianne, esta es asesinada por quienes debían rescatarla, y el empleado pobre, víctima de las mentiras de uno y del poder de otros, es responsabilizado con su muerte. ¿Con qué objetivo? Incriminar a los pobres e indígenas para que sirvan de cortina a los desatinos de los militares, unos militares al servicio de un Gobierno del lado de los ricos –perfectamente encarnado en el personaje de Víctor– más interesado en el dinero que en la vida de “los otros”.

De este modo, más que las consecuencias de la militarización del país, somos colocados ante un ardid político que reafirma el Gobierno tradicional en su puesto. Por muy legítima que haya sido la revuelta, esa que vemos desbordante de violencia al principio del filme, sus resultados conducen –como sucedió con mayo del 68– a una reafirmación de los viejos amos.

Para el final se reserva una escena fundamental: un plano muestra a tres individuos que van a ser inmediatamente ahorcados, tomados como culpables de cuanto ha sucedido, entre los que está la madre del muchacho culpado de la muerte de Marianne –ella también acusada de un secuestro que jamás cometió–. Frente a ellos, un contraplano nos muestra a un grupo de personajes lustrosos que los miran sentados, entre ellos, el padre y el hermano de la heroína de esta historia. Dicho plano se cierra gradualmente hasta dejarnos con los rostros de Víctor y el jefe de las fuerzas militares, quienes miran victoriosos, gozos, a sus presas. Volvemos al plano de los ahorcados que caen y la película acaba.

Esta escena condensa, transparenta, la verdadera ideología de la película de Michel Franco. Esta mujer murió, como Marianne, pero ambas muertes son responsabilidad de un poder que propaga el odio y la incomprensión. Los pobres y los indígenas continúan siendo las víctimas de esta Historia. Neutralizados inmediatamente por las fuerzas militares y el mando del gobierno, fueron despojados de su razón y utilizados como coartada para afianzar una supremacía.

La filosa mirada de Nuevo orden –un título de tono bastante irónico– lanza una decidida crítica al verdadero fascismo, el abrazado por estos poderes dispuestos al terror absoluto con tal de conservar su posición de privilegios. El filme es una crítica desautorizadora de la actuación histórica de esta clase social.

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ÁNGEL PÉREZ
Ángel Pérez (Holguín, Cuba, 1991). Crítico y ensayista. Compiló y prologó, en coautoría con Javier L. Mora y Jamila Media Ríos, las antologías Long Playing Poetry. Cuba: Generación Años Cero (Casa Vacía, 2017) y Pasaporte. Cuba: poesía de los Años Cero (Editorial Catafixia, 2019). Tiene publicado el libro de ensayos Las malas palabras. Acercamientos a la poesía cubana de los Años Cero (Casa Vacía, 2020). En 2019 fue ganador del Premio Internacional de Ensayo de la revista Temas, en el apartado de Estudios de Arte y Literatura. Textos suyos aparecen en diversas publicaciones de Cuba y el extranjero. Vive en La Habana.

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