Guillermo Rosales

Si la tragedia del autor de Boarding home era, como se dice en Hablar de Guillermo Rosales (Silueta, 2013), el libro de Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco, una tragedia literalmente médica: esquizofrénico, inadaptado, irascible, paranoico, violento…, es, porque ante todo, esta tragedia era hoscamente política. La tragedia del enculado por el phallus ideología.

Sus novelas, tanto esa que había quedado finalista del premio Casa de las Américas 1969, El juego de la viola, como su excepcional Boarding home, editada por Siruela bajo el ridículo La casa de los náufragos, hablan muy bien de esa violación.

La primera, porque a una realidad de cómic (¿había otra manera de entender la Cuba batistata?), con comportamientos de cómics y diálogos de cómics, se antepone la asfixia de una realidad que va hacia ninguna parte y se resuelve en violencia: “En este país lo más importante es tener los huevos grandes”, dice uno de los personajes de El juego

La segunda, porque resume de manera excepcional –excepcional para una literatura poco bioclínica como la cubana– el fracaso del Hombre Nuevo. Hombre que creyó en la “aventura de la revolución” hasta que esta terminó tragándoselo por completo; rompiéndole no sólo su pasado (identidad, memoria, rituales, heterotopías, amigos), sino su presente, su pequeña ilusión no-lobotómica, tal y como ha llevado a cabo contra millones de personas ese “doctor” llamado Castro.

Boarding home, la cual quizá sea el descubrimiento más feliz de la literatura cubana en los últimos decenios (junto a los diarios de García Vega), es precisamente todo lo contrario de lo que intentó durante varias décadas la política cultural de la revolución. Boarding home es una novela desgarradora, triste, psiquiátrica, dura; donde el paisaje y la gente más lo que se vive o se sufre son regurgitados como excremento. Una novela donde lo único válido es lo agónico, esa encerrona donde primero el comunismo y después el capitalismo ahogan a William Figueras, su personaje principal.

Aunque para ser sinceros, esa dureza de Boarding home, ese desgarro, ¿no tiene también algo bufo, algo que además de emparentarse con el cinismo de El juego de la viola, nos remite a cierto topos de “muñequito trágico”?

Una de las cosas –sin dudas– más relevantes de Hablar de Guillermo Rosales es precisamente ese lugar común de muñequito trágico. No sólo por su inadaptabilidad y destino: tenía que irse de casi todos los lugares donde conseguía trabajo: la revista Mella, la revista Química, la revista Cuba Tabaco, la revista Comunicaciones, “donde en un altercado agarró dos máquinas de escribir y las proyectó contra los cristales de las oficinas”, por su propia insoportabilidad hacia la ley y las convenciones. También, por su propia timidez como escritor. De hecho, sorprende que muchos de sus amigos de juventud: Eliseo Altunaga, Silvio Rodríguez, Norberto Fuentes…, no supieran que había publicado dos novelas, que Rosales era, para una pequeña communĭtas, entre los que se contaba el gran Reinaldo Arenas, uno de nuestros escritores más lúcidos.

¿Habla más ese desconocimiento de la ignorancia en que se ha mantenido Cuba a lo largo de los últimos sesenta años –política mediante– o, muestra, ante todo, esa tragedia del que no construye pose alguna y pasa desapercibido dentro del espacio social y literario, el que no “cree”?

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De todo un poco.

Lo cierto es que la etapa cubana, única a la que se circunscribe el libro de Mirabal y Velasco, resulta básica para entender mucho de la ruina personal del loquito Rosales. Lástima que el libro no desentierre mucho más de lo que se ha mantenido oculto durante todos estos años –recordemos que abandonó Cuba en 1979, rumbo a Madrid, gracias a una gestión de su padre que había sido embajador cubano en la antigua Checoslovaquia y llegó a Miami en 1980, en pleno apogeo Mariel–, y se pierda entre cierto intento de biografía y cierto intento de crítica literaria, sin llegar a ser rotundo en ninguno de los dos.

Por ejemplo, ¿dónde están las historias clínicas de sus ingresos y las notas de sus doctores, enfermeras, anestesiólogos, etc.? ¿Dónde sus otros amigos, mujeres (à propos, excelente la entrevista con su exesposa), profesores? ¿Dónde la única entrevista que dio Rosales en vida y que por única hubiera hecho más compacta esta medio investigación sobre la medio vida y la medio locura del William-Guillermo de Boarding Home?

Después de leer este libro uno queda con la impresión de que aún está todo por hacer, de que habría que empezar de cero. Cosa tampoco en exceso desagradable. Rosales es ahora mismo parte de nuestro capital más rentable, exacto, con esa fuerza que sólo logran los sociópatas cuando deciden, además de vivir, escribir su propia telenovela.

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