Doce años con un manuscrito bajo el brazo: Oscar Hurtado recuerda los rompequijadas de su niñez, cómo no podía jugar de jinete en la guerra de Pan Duro debido a su peso; tiempo para encontrarle un sentido al paisaje, para preguntarse sobre la podredumbre de la política de su país mientras andaba por el Paseo del Prado; escuchó lo que le decían —poeta el fin— la palma y la seiba, vio la necesidad de un gesto viril; condensó todas sus experiencias y sus ideas en un libro: La seiba.

Lo primero que debemos entender de este libro es la interpretación del paisaje. El poeta trabaja con imágenes y símbolos concretos. Para hablar, Hurtado tuvo que personificar las fuerzas que luchaban por el dominio de nuestra existencia: “Nuestra Isla es bella en su totalidad, ausente de áridos desiertos y lugares sombríos; pero el poeta sabe que sus mejores dioses habitan los árboles y entre ellos la palma y la seiba”.

Hurtado encontró en la palma una representación de la pasividad, de la indiferencia y el relajamiento (de ahí el “relajo”) que a veces nos domina: “Fue incluido en nuestra heráldica republicana, heráldica de las claudicaciones, que selló el paisaje con destino colonial y turístico prolongando la vieja historia”. La elegancia de la palma nos adormecía: “Esta belleza mágica de la palma, su hechizó que suaviza el carácter e incita a la abulia, unido al largo crepúsculo del trópico, provocaba con su esplendor efecto contrario al esperado en el cubano cuya savia era del linaje de la Seiba”.

Todo lo contrario es la seiba: “Lo primero en notar es su robustez y la horizontalidad de sus ramas en expansión a los puntos cardinales, espacio propiciatorio para un desarrollo infinito. Donde este árbol se encuentra vemos un círculo a su alrededor —no existe un bosque de seibas— que centra el paisaje; de ahí el carácter de soledad con que nos impresiona”.

A partir de esta óptica Hurtado se pone a andar y pensar entre las cosas de nuestra Isla. El poema empieza con dos sonetos dedicados al Paseo del Prado:

Laureles de la breve sombra unida
sobre el mármol sus huellas desveladas
asumen su figura recreadas
por verde mansedumbre, resentida.

Entramos por el amplio Paseo de Martí —primero de Extramuros, luego de Isabel II— que durante siglos ha sido uno de los puntos de referencia de La Habana. Enseguida reconocemos los árboles “de la breve sombra unida” que forman un arco protector “sobre el mármol” de los bancos y muros.

En estos sonetos, así como en los cinco que aparecen en el diálogo entre la seiba y el hombre bajo el título de “Hojas”, se trasluce demasiado el esfuerzo del poeta por lograr la versificación exacta. Aquí se ve demasiado el oficio del poeta y la voz toma un lugar secundario. Lo mismo ocurre en las liras, aunque logra aciertos como este:

El árbol se estremece
y comienza perdiendo sus escamas
cuando al aire se mece.
Esta ausencia proclama
ciclo de muerte que el tiempo esclarece.

Ni los sonetos ni las liras son formas apropiadas para el aliento profético de “La seiba”. Es en el verso libre donde el poema adquiere sus verdaderas resonancias bíblicas:

Escucha: sé fuerte nutriendo
tus más finos tejidos con mi imagen.
Sólo allí estoy ante ti y habito mi mejor paisaje.
No ha sido escrito que tu mensaje sea destruido,
pero reparte las perlas en aquellos dedos
cuyos anillos de montura hueca
tengan el dibujo exacto de mis joyas.
No pido que me quieras buscando mi ancho mármol,
pido que obedezcas la señal caída con la hoja.
Cuando yo cese en mi palabra creceré a la sombra de la espada.

Hay que recordar que esto fue escrito en 1947 y que dentro de la simbología del poema la Revolución podría identificarse más con la seiba que con la palma. Que Fidel tiene más de seiba que de palma. La seiba es partidaria de la acción y sólo descansará cuando la acción decidida haya acabado con el ambiente que el poeta describe en “Tronco”:

Con gris labor en mundo tenebroso,
con el signo que frustra del bastardo,
seres lentos saquean despaciosos
los frutos de mis ostras más preciadas
y enajenan los peces de otras redes,
de otras redes tejidas con sudores
en mi fauna abisal y sus confines.
Van robando cenizas de las urnas
donde yacen los más ilustres muertos;
las urnas de mil muertos no sumados.
Estos seres capados van venciendo.

Muchas personas repudiarán el aliento bíblico con que Hurtado se apodera del tema central del libro. El tono profético del prólogo: “pero sería más exacto decir que la Seiba, como símbolo viviente, me escoge a mí para manifestarse en la poesía así como lo ha hecho en otros ámbitos”.

En este poema Hurtado hace una interpretación simbólica de nuestro destino y la expresión cubanos. Tarea ingrata —a mediados del siglo XX— para cualquier poeta consciente de la preponderancia de la prosa lógica. Hay que detenerse y reconocer que Hurtado se ha puesto a mitificar las cosas nuestras: “La Seiba no es mi creación, sino que me crea; yo soy mediante ella y no ella mediante mi escritura. Cuando yo cese y el tiempo amarillee este papel, la Seiba estará ahí marcando con su estilo el paisaje”.

Es posible que alguien exclame que esto es ridículo. No hay que olvidar, sin embargo, que poeta es aquel que tiene suficiente aliento y confianza en la poesía para cantar mientras todo el mundo habla en prosa. No es fácil recurrir a los símbolos cuando los demás aceptan la prosa realista y lógica como única norma del pensamiento. Todo poeta desafía el ridículo.

Nos conocemos poco. Por ello es imprescindible que nos esforcemos en analizar nuestra manera de ser y nuestro paisaje. Tenemos que crear y familiarizarnos con los mitos en los cuales podamos reconocernos. Esto es necesario tanto en el campo de la historia, como en el de la literatura. En partes de La seiba, yo encuentro una aclaración a muchas cosas de nuestro estilo de vida.

Todo mirar, es un mirar desde un punto de vista determinado. La mirada de Hurtado ordena el mundo desde una ética del hombre y su paisaje:

Poetillos jeremíacos no dicen al hombre lo que es digno del hombre tarea de hormigas andar narrando en rimas desmayadas dolorcillos propios de mentecatos no prefieren dialogar con la Seiba y tratan de ocultarla estos enanos frustrados silenciándola en sus antologías como si estos castrados poseyeran la fuerza necesaria para talar la Seiba escupe esta raza mezquina de lunitas que no saben hacer otra cosa que andar en círculos reflejando la luz de alguna estrella que no serán jamás.

Tanto el Dante como James Joyce se encargaron en La divina comedia y Ulises, de castigar literariamente a sus enemigos. En diferentes círculos del infierno el poeta italiano dejó ardiendo a sus enemigos. Joyce —que trató de “forjar en el crisol de su espíritu la conciencia increada de su raza”— pintó a sus enemigos con perfiles repugnantes en sus novelas.

Hay algo de esto en “La escalera en la plazoleta”, el monólogo interior en que Hurtado hace un recuento de su vida. El tiempo de la ignominia no pasa sin dejar huellas en un hombre sensible. Años de silencio rumiando un destino. Hurtado se identifica con la seiba: “Y tratan de ocultarla estos enanos frustrados silenciándola en sus antologías”. Ninguna antología reciente recoge un solo poema suyo; el manuscrito de La seiba anda por ahí de mano en mano desde 1948. Los demás poetas le negaron durante años el pan y el agua. Vuelve a hablar Hurtado-Seiba: “Escupe esta raza mezquina de lunitas”. Es la voz bíblica de San Juan de Patmos: “Mas porque eres tibio, y no frío, ni caliente, te vomitaré de mi boca.

Los juicios contra sus colegas —los fantasmas reales o irreales que siempre encontramos en nuestro camino— son drásticos: “Odiosos oportunistas contribuyendo a la corrupción de mi paisaje… monjitas avaras con casa de apartamentos y buena vida le pagaron a Diago una Coca-Cola por ilustrar un libro de poemas cuando Diago pasaba hambre, hambre…”

La seiba abarca de 1947 a 1961 en menos de setenta páginas. El libro incluye “La seiba”, “La escalera de la plazoleta” y “El regreso”, poema escrito por Hurtado a bordo del Covadonga en su viaje de regreso a Cuba en 1959. Creo que los lectores hemos salido ganando con la economía de los textos. La forma final de “La seiba”, por ejemplo, es superior a la que conocí allá por el año de 1953. La discutimos un día en un café de la calle Consulado, a unos pasos de la casa de huéspedes donde vivía.

Recuerdo que el tema del poema me impresionó, pero no me parecía terminado. Yo empezaba a escribir por esa época y la verdad es qué no comprendí muy bien aquel poema. Dos imágenes del manuscrito, sin embargo, me quedaron grabadas: “Cuida tu piel que es tu frontera” y “la savia más siniestra está en tu fuente”. La primera me pareció la típica actitud, en aquella época, del cubano hacia la vida. Había que cuidarse el pellejo porque más allá no había nada. El hombre carecía de transcendencia, por lo tanto, lo más importante era “no morirse”. Ese no es exactamente el sentido del verso dentro del poema, pero así lo recuerdo. En cuanto a “la savia más siniestra está en tu fuente”, me pareció una afirmación que obligaba al hombre a la responsabilidad plena de sus actos, en lugar de culpar a otros o al destino de sus errores o contratiempos.

En el poema el autor reconoce que aunque sabía que en Cuba era necesario cambiar la vida, él no supo encontrar el camino:

Por no ser de tu linaje,
despojado de luz,
me muestro como planeta.

Una cosa es el mensaje de la seiba y otra la vida del poeta:

¡Ah, no! Que tú no hables de mi generación frustrada,
vivo sortilegio soplado a mi esperanza,
que yo prometo revelarte por mis dedos
la tristeza de esa gente que ha caído
devorada por su propia resistencia.

“La escalera en la plazoleta” la escuché por primera vez en un restaurante chino en la Tercera Avenida de Nueva York. Hurtado acababa de escribir el monólogo después de un viaje a La Habana. Allí estaban todos sus recuerdos. Aquel restaurante recordaba mucho a El Pacífico. Tenía una cenefa de loza hasta media pared y el piso de mosaicos y grandes ventiladores de paleta en el techo. Yo escuché a Hurtado leyendo el monólogo mientras se le enfriaba la sopa y pensé que por mucho que tratáramos jamás podríamos integrarnos a una civilización extraña. Fuera de Cuba éramos unos desarraigados.

La aberración histórica de Batista ha sido destruida con las armas, la emoción, la inteligencia… Hurtado nos destruye la imagen del dictador con la penetración simbólica del poeta. Con un sueño interpretado:

Cuando dormí esa noche tuve pesadillas. Vi una escalera de caracol en medio de la Plazoleta, y vi que por ella descendía un enano cínico y burlón. Después, al despertar, recordé que Batista una vez, al regresar de Washington como Mensajero de la Prosperidad”, al compararse con Roosevelt, dijo de sí mismo: “Yo soy un enano”. Se lo acepté, y desde entonces no he podido imaginármelo de otra forma: un enano que sólo crecía por las uñas.

Hasta ahora he hablado sólo de los aspectos trascendentes del libro. Pero hay otros. Después de la interpretación del paisaje a través de la palma y la seiba, lo más importante del libro es su criollísimo sentido del humor:

Un acorazado de la Unión,
salpicado de cañones persuasivos,
se cruza con el COVADONGA.
Los pasajeros corren hacia la borda
y admiran el battleship costeado con
azúcar.
Una españolita rubia,
estremecida de entusiasmo, me pregunta
“Es el acorazado TIRAPEDO”, le informo.
No me habló más en todo el viaje.

Ahí está nuestro desprecio por los alardes de los bravucones, nuestra resistencia a creer en la superioridad de la Metrópoli o de Estados Unidos. El cubano emplea la burla para probar la consistencia de las cosas. Parte de nuestra fuerza viene de no poder admirar nada ciegamente.

Otro ejemplo de humor criollo. Los escritores olvidan con vergüenza los libros y héroes de su infancia. Hurtado los reconoce y habla de ellos. Ahí están los Dos Pilletes, las novelas de Salgari y hasta Tarzán. ¿Para quién de nosotros no han tenido tanta realidad Tarzán y Frankenstein como Gregorio Samsa y Dimitri Karamazov? Inclusive el poeta nos presenta cómo el mito de Tarzán se desinfló en su experiencia:

El sol de África que tanto ha cambiado desde que Tarzán murió aburguesado al caer de un árbol de Navidad colgando farolitos para sus nietos ya padecía del corazón al descubrir que su hijo Korak el Matador fue apresado en Londres sorprendido en una fiesta de homosexuales cuando celebraba su boda con King Kong.

En “Sombra de la seiba” nos dice del humor: “Conocer la risa es conocer el espíritu, ya que en modo alguno la risa es materia, siendo una de las facultades más recientes del hombre, animal ridens. Los hombres cuando mejor dialogan lo hacen riendo; y el diálogo de las carcajadas instituye sus reglas de bienaventuranza lúdica”.

En su recorrido por la vida cubana, Hurtado analiza hasta la luz y su relación con los objetos: “La luz de mi Isla es intensa y todo lo acerca y resuelve en dos dimensiones: alto y ancho; y la tercera de profundidad se borra con la cercanía de todos los objetos del paisaje en un primer plano: el blanco de la luz en el trópico es lente de aumento quemado sin sonido. Se inicia en el dorado mañanero, pasa al blanco, al azul y el rojo y muere en el violeta”.

Esto es cierto. Por ello podemos decir que la intensidad de los colores en los pintores cubanos es más el producto de su estado de ánimo que de la realidad. Es más la riqueza del colorido de las cosas aisladas de la luz y vistas de acuerdo con la intensidad barroca de nuestro ritmo de vida.

La ciencia ha sido una de las aficiones de Hurtado; “el foco de su atención con más intensidad”. No piensa, sin embargo, con la lógica del hombre de ciencia, sino con la lógica del poeta. A mí siempre me ha parecido que cuando razona científicamente suma: “dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho y ocho treinta y dos”. Aparentemente razona con rigor lógico, pero llegado a un punto hace un salto arbitrario. Un salto voluntario que rechazada ciencia a favor de la poesía. Es el dos y dos son cinco de Dostoievski en El hombre subterráneo.

Veamos un ejemplo donde la imaginación del poeta transforma sus conocimientos científicos. En el prólogo Hurtado habla del “largo crepúsculo del trópico”. Ocurre todo lo contrario, los crepúsculos se alargan a medida que nos alejamos del Ecuador. En el Ecuador el crepúsculo es súbito. Aquí en La Habana podemos ver que en cuestión de minutos el sol desciende y se hunde en el mar. Esto Hurtado lo sabe científicamente cierto: es la imaginación poética la que alarga el crepúsculo por la importancia que tiene en su experiencia emocional. Es el triunfo del poeta sobre el hombre de ciencia.

Hablemos un poco del mundo literario de Hurtado. De su ubicación. Ha leído muy bien a Góngora, Quevedo, Valery, Martí, Shakespeare y Eliot. Es interesante penetrar en el taller del poeta. Hurtado nos descubre un Martí secreto a través de las citas. Un Martí que dice “yo tengo un amigo muerto/ que suele venirme a ver” y “como delante de un ciegó/ pasan volando las hojas” y “el aire hueco palpo”. Hay imágenes que vemos nacer en Bécquer: “cadencias que el aire dilata en las sombras”. En Martí: “cual si mi patria fuera/ la dilatada sombra”. Luego en Hurtado: “lenta en mi piel la dilatada sombra”.

Aparte de los autores de lengua española, está la influencia de Shakespeare. Veamos el monólogo de Macbeth “Tomorrow and tomorrow and tomorrow”, que termina “full of sound and fury, signifying nothing”. En “El regreso” nos dice el poeta: “Que yo soy la furia más risible/ significando nada”. O esta imagen repetida dos veces en el texto: “arrojando molestas brújulas por la borda”. Se trata nada menos que del capitán Ahab que en Moby Dick arroja la brújula por la borda para navegar de acuerdo con su instinto o intuición. En Hurtado puedo nombrar las influencias sin menoscabar al autor. Todo escritor surge encajado en una época literaria con influencias y lecturas que van nutriendo su estilo. La originalidad, o lo genuino, si se prefiere un término menos sobado, está en haber encontrado su propio punto de vista, en alimentar su obra con una realidad conocida. La poesía de Hurtado está indisolublemente ligada a Cuba.

He dejado lo último para lo último. El poema “El regreso”. Este resume todas las experiencias del poeta. Es un poema que vemos entrar e instalarse en nuestra lírica con seguridad. Está logrado desde sus primeras líneas:

Nosotros, los poetas,
no somos nadie
en este barco que no es mío.
Hacemos lo que hacemos
y no hacemos nada.
Cualquier cosa nos viene bien
y cualquier cosa es mucho.

El Covadonga navega de Nueva York a La Habana y el poeta recuerda:

Sé que no he de volver a ese Prado, pórtico de mi lengua;
de intenso habitanteo y café elevado al
cubo…

Después de años de sentirse inútil y marginado por la sociedad:

Tú, el inservible hasta ahora,
cumple con la tarea lo mejor posible.
Ya no tienes necesidad de ver por caracoles,
ojos regados por el suelo,
que avizoren la tierra incógnita del destino.
Del héroe sepulto brota el árbol fuerte.
Ya la Seiba nos dirige y marca el rumbo.

Todas las líneas de este poema están estrechamente ligadas a una experiencia. Esta imagen: “que nosotros tenemos sólo un pañuelo/ cuando lo tenemos” surge de la época en que el poeta se lavaba cada noche su único pañuelo. A su regreso siente que no tiene que “ver por caracoles,/ ojos regados sobre el suelo”; la imagen está tomada de los caracoles de la brujería y aplicada al análisis del destino.

En 1947, “año de desgracia”, el tono de la seiba era fatídico, estaba dominado por la presencia de la muerte:

El viento siniestro sopla de frente
suprimiendo la alegría de una marcha ágil
y fuerte
y la noche nos ofrece un destierro voluntario
cuando el joven pleno se diluye lentamente
picado de muerte por insectos invisibles
que destruyen el dibujo de su cara.

La Seiba acaba deseando: “Si yo pudiera morir en mi mejor forma”.

En noviembre de 1959, “El regreso” cierra así el libro: “Ya la Seiba nos dirige y marca el rumbo”.

Jamás volveré a mirar el paisaje como antes de La seiba. Ese es el valor fundamental del libro. No podré negarlo porque me ha dado una óptica de utilidad para la comprensión de nuestra existencia. La seiba está en la literatura cubana y es una nueva manera de ver la Isla. Será difícil borrarla del paisaje.


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