El 45 Festival de Cine de La Habana acogió el estreno mundial de la película El bosque intermitente, ópera prima del cineasta cubano Lázaro Lemus (Las muertes de Arístides), producida por la empresa independiente GatoRosa Films, con sede en la isla, y los apoyos del Fondo de Fomento del Cine Cubano (FFCC) y la Embajada de Noruega en La Habana.
Localizada en la competencia documental del evento, tanto la propia construcción del relato cinematográfico, como su protagonista, el feraz naturalista Hilario, van sumergiéndose, plano a plano, secuencia a secuencia, en un territorio de sorpresa, revelación y final transmutación. Lemus arriesga una operación de alquimia audiovisual que pone en crisis, una vez más, los códigos de representación fílmica y subraya la insuficiencia taxonómica que revelan muchos festivales como este, persistentes en deslindar la ficción y lo documental como campos poco menos que antagónicos.
El bosque intermitente terminó corriendo así las mismas suertes que la película paraguaya Eami (Paz Encina, 2022), que en la previa edición 42 del certamen habanero finalmente se alzó entonces con el premio Coral de Documental, sin tampoco responder a la convención. Eami significa, (nada) casualmente, “bosque” y también “mundo”, en el idioma de las comunidades ayoreo-totobiegosode, cuyo pensamiento mitopoético es el gran protagonista de esta cinta.
Y ahora la fronda vuelve a presentarse, desde la cinta de Lemus, como una dimensión de posibilidades infinitas –desapareciendo en consecuencia las nociones de imposibilidad o sobrenaturaleza– de conciliación entre razón y magia, entre lógica y poesía; así como ruina irremisible de todos los axiomas y dogmas.
La diégesis de la cinta resulta tan intermitente como la foresta y las galerías cavernosas que recorre y registra Hilario con la misma voluntad trashumante y contemplativa (nunca resignada ni vencida) de precedentes como el quijotesco Dominguinhos que revela el brasileño Cao Guimarães en El alma del hueso (A Alma do Osso, 2004), el astroso demiurgo que el chino Wang Bing retrata en Man with No Name (2009), y la silenciosa sacerdotisa de los animales y la basura que protagonizara La mujer de los perros (2015) de la argentina Laura Citarella.
Todos estos entes, amén de las diferencias entre sus contextos y rutinas, se aposentan justo a las puertas de la santidad. Desnudos de necesidades. Son almas desbordadas, existencias allende la vida. Paradigmas ignotos. Están bendecidos con la condición trascendente.
Mientras se sumerge en los estratos de este mundo casi virginal, amenazado por sonidos de sierras que aún se escuchan en la lejanía meridional, el explorador Hilario va perdiendo su nombre. Va despojándose de la individualidad artificial que le ha conferido la norma civilizatoria. Abandona paulatinamente su época. Ve desmoronarse todo el artificioso constructo de la identidad. Se desvanece en un deseco simbólico, ritual, que derivará hacia la resurrección iluminadora, hacia la libertad armónica que provoca la comunión definitiva con el entorno. En este sentido, puede decirse que de la propuesta de Lemus emana una lírica ecológica, un discurso se concordia entre el ser humano y el cosmos.
En los inicios de la historia, Hilario intenta cartografiar, registrar, domeñar mundos allende la existencia legitimada por el arbitrio humano. Pero la necesidad de nombrar, etiquetar, clasificar, se desvanece en él tras la irrupción de nuevas maneras de discernimiento, del acceso a una comprensión otra.
Sus cuadernos de apuntes, repletos de registros espeleológicos y arqueológicos, ganan en resplandeciente ininteligibilidad. Los fragmentos que aparecen en los silenciosos y espaciados intertítulos, trasuntan más la sensorialidad de los haikus que la sobriedad objetivista del científico. Son retazos autónomos de impresiones y emociones, en última instancia, de un viajero con alma de poeta. Momentos eternizados. Fragmentos totales. Universos que obedecen a otras dimensiones espacio-temporales. Ideas cristalizadas en palabras antes de fugarse hacia otras mentes.
El acto de entender se termina fusionando con el de sentir. Percepción y sensación resultan lo mismo al final –que se vuelve principio–. El lenguaje escrito es desechado, o al menos tiene que reformularse a partir de unos valores eminentemente formales: caligrafía pura, comprensible para todos en su absoluta abstracción. Igual sucede con las palabras oralizadas, que ven expandidas sus dimensiones vibratorias en detrimento de cualquier funcionalidad sígnica. Son ahora sonidos universales que envuelven al explorador en proceso de indagarse a sí mismo como definitiva terra incognita.
El bosque intermitente versa también sobre la asimilación de un sujeto por parte de una matriz prístina que aún permanece intocada en las entrañas clandestinas del mundo. Los secretos persisten en revelarse ante los ojos inquisidores, y terminan desvaneciendo las certezas. En un singular proceso de desescritura, de desaprendizaje, Hilario termina diluyéndose en la totalidad cósmica de un territorio sin tiempo, sin historia, sin secretos ni revelaciones.
Pues aunque El bosque intermitente parece contarnos sobre una iniciación, vamos percatándonos que todo se ha tratado siempre de un retorno y la supresión de todo camino lineal. El fin de lo irreversible. Aflora la gran circularidad de la existencia. El autodescubrimiento es más una recordación que un aprendizaje. Es un desnudamiento, una muda liberadora.
Durante sus periplos por un jardín abundante en senderos eternamente bifurcados, Hilario no descubre el mundo, sino que se descubre en el mundo, se halla como mundo. Nunca más será parte ni corolario, sino totalidad. A la par que se vela todo rastro de su nombre y su vida como sujeto singular, Hilario construye una identidad conjunta con su entorno. Más bien la recupera en cada verso –escrito con letras de aire, sombras, miedos y honduras– del gran poema cósmico que también termina resultando la película. Hilario se expande, se desborda más allá de sus sentidos y sus huesos. Más allá de la propia película.
Asimismo, Lemus no genera un texto fílmico, sino que parece descrearlo. Fractura los fundamentos artificiosos sobre los que se erige el arte cinematográfico, que muchas veces terminan invirtiendo sus roles de pedestales, para convertirse en vigas que aplastan la imaginación en nombre de correcciones y formalismos. Sin que por ello la fotografía de Manuel Ojeda no guarde una compostura preciosista, nada pintoresca, a la hora de registrar las entrañas pétreas del planeta; pues sabe mirar con respeto cómplice las grutas, las sombras y el bosque hirsuto, intuir sus esencias invisibles. Y hacerlas notar al ojo aguzado e igualmente sensible.
Lemus enfatiza cada minuto en la vaguedad, la imprecisión, lo difuso. Se libera de las ataduras de lo concreto. Indetermina lo previamente determinado. Pandea el pacto de lectura que pudiera establecerse en los inicios, para desbancar los preconceptos rígidos a favor del retorno del sentido de la maravilla, de la emoción provocada por lo inesperado. Libra a los significantes de los disímiles y temporales significados con que las percepciones transitorias humanas los han ido proveyendo –o más bien disfrazándolos, banalizándolos–. Las máscaras caen, y los ojos se encandilan bajo el brillo de la virtud impoluta.
El relato larga el exoesqueleto genérico. Se difumina entre las honduras de una marisma lírica que cancela cualquier necesidad imperiosa de engarzarla en un nicho taxonómico. Su categorización en el festival sería solo cuestión de trámite, de oportunidad competitiva.
En vez de cimentarse en imaginerías precedentes como hace Paz Encina con las cosmovisiones originarias en Eami, Lázaro Lemus genera una mitopoiesis propia, que tiene en Hilario su génesis, su demiurgo y su epos. Un corpus mitológico que parece nuevo, pero preconiza verdades más antiguas que el tiempo. Más arcaicas que la necesidad de atrapar el mundo en una madeja de palabras, imágenes y alegorías.