El cineasta venezolano Lorenzo Vigas regresa con ‘La caja’, severa mirada a la orfandad en México

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Fotograma de ‘La Caja’, Lorenzo Vigas, dir., 2022.
Fotograma de ‘La Caja’, Lorenzo Vigas, dir., 2022.

El realizador venezolano Lorenzo Vigas atrajo la mirada de la crítica cinematográfica en 2015 al obtener, con su ópera prima, Desde allá, el León de Oro del Festival Internacional de Cine de Venecia. Radicado en México hace más de veinte años, Vigas se convirtió, con su obra debut, en el primer director latinoamericano en alcanzar el máximo galardón de uno de los eventos fílmicos más importantes del mundo.

Muchísimo se comentó entonces sobre las virtudes y desaciertos del filme y más que nada sobre la decisión del jurado, liderado por el mexicano Alfonso Cuarón. Aún el director de Desde allá no había puesto un pie fuera de Venecia y el gremio cinematográfico ya estaba a la expectativa de su segunda película.

La ópera prima de Vigas es una película vulnerable como toda obra arriesgada. Pero es una película inteligente. Presentó a un director con absoluto dominio de la realización cinematográfica y con la capacidad de robustecer, desde la inventiva estética, sus postulaciones sobre la sociedad y los individuos.

Pasados seis años de ese primer filme, aparece finalmente un nuevo largometraje de ficción del autor venezolano: La caja, estrenado en el mismo Festival de Venecia.  Esta segunda obra confirma la audacia y precisión constructiva del autor, capaz de componer un espléndido cuerpo estético, caracterizado por un escrupuloso cuidado de la imagen y un preciso diseño narrativo. Otra vez Viga opta por un relato contemplativo, interesado en que la conducta y las reacciones de los personajes hablen por la naturaleza del conflicto.

La fotografía constituye uno de los rubros más virtuosos de La caja, cuya densa atmósfera visual trasunta a la perfección el manojo de emociones que sacuden al protagonista. La imagen opera con una iluminación fría y unas composiciones calculadas casi al extremo: un criterio visual muy físico que destaca la posición de los actores en la geográfica desértica y despoblada del norte de México, un paisaje registrado con una acentuada plasticidad por la cámara de Sergio Armstrong, responsable también de la fotografía de Desde allá.

Si algún aspecto explica el riguroso trabajo de imagen de este filme es el potencial dramático depositado en cada plano, su concepción interna llega a dibujar todo el grueso de significaciones implícitas en la historia. La insistencia del cuadro, por ejemplo, en enfocar los gestos y, sobre todo, la mirada del protagonista resulta absolutamente elocuente. Sus ojos son el filtro del mundo a su alrededor, que gradualmente se revela opuesto al mundo de sus sueños. Ese entorno donde él desea encajar (y que observa con desconcierto, miedo, dudas) golpea y condiciona su personalidad, trasparentada toda en su visión.

No es sólo el modelo expresivo ensayado en Desde allá cuanto se retoma en esta película, de un tono muy propio sin dudas, garantizado por el armónico engranaje entre las particularidades (culturales, políticas, dramáticas) de la historia y la instrumentación del lenguaje fílmico. (Desde allá atendía el ambiente urbano de Colombia, ahora se vislumbra el espacio rural mexicano).

Vigas vuelve sobre un tema caro a su imaginario artístico: la paternidad, presente desde un temprano cortometraje de 2001, titulado Los elefantes nunca olvidan. La figura del padre parece una obsesión en Vigas, que consigue encontrar, de una película a otra, perspectivas singulares desde las cuales encauzar el asunto.

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El padre (ausente, sustituto, abusivo) y el mosaico de implicaciones simbólicas que cifra su estampa (en Latinoamérica ha sido índice de autoridad, conservadurismo, ruptura con el pasado, refugio) aparecen una y otra vez en la filmografía del subcontinente. Como mínimo, desde la década del noventa del pasado siglo, el motivo de la paternidad ha sido un detonante conceptual y dramático recurrente y esencial del cine consumado en América Latina. Aun así, este director se las arregla para levantar alrededor del mismo un andamiaje cinematográfico singular y revelador.

La caja versa específicamente sobre el precio de la orfandad. El argumento se ocupa del viaje del pequeño Hatzín a Chihuahua, a donde va a recuperar los restos de su padre, extraídos de una fosa común. El chico no sabe a ciencia cierta si es su progenitor quien se encuentra en la caja que lleva consigo. Por tal motivo, quizás, ya a punto de partir el autobús que lo regresará a Ciudad de México, decide seguir a un hombre que ve desde la ventanilla, convencido de que ese hombre es su padre.

El chico corre hacia aquel hombre, Mario. Lo que lo impulsa no es sólo el parecido al individuo con la desvencijada imagen del carné recibido al recoger los restos, son sus inmensos deseos de ocupar el espacio dejado por la ausencia del padre. El empeño del protagonista por cubrir ese hueco (¿emocional?) es representado como la búsqueda de una identidad y una posición social. Al intentar remediar la devastación derivada de la falta del manto paterno, Hatzín transita por un proceso de descubrimientos y aprendizaje.

Mario rechaza en un principio al pequeño, hasta que es doblegado por su persistencia. Una vez adoptado, su relación transita de empleador a maestro, de tutor a padre. Sin embargo, ese camino de involucramiento va gradualmente experimentando disímiles accidentes, según el chico reconoce el mundo circundante y la miseria humana que encierra en sí su robusto padre adoptivo. El mismo Hatzín franquea un viaje interior que va de la aceptación y el esfuerzo por adoptar los códigos de ese nuevo hogar, a la rebeldía y la emancipación del progenitor.

¿Quién es Mario? Es el encargado de una fábrica maquiladora que explota mano de obra en ese paisaje fronterizo del norte mexicano, negocio envuelto en acusaciones por abuso laboral y feminicidios. Este individuo recluta personas, en lo fundamental mujeres, y las sometes a las peores condiciones de trabajo. La caja acusa esa realidad donde se asesina impunemente. Sin embargo, uno de los aciertos del guion es la destreza con que esta impactante situación (que tanto azota al México contemporáneo) no opaca la relación niño-hombre, que es, en puridad, el meollo dramático del discurso.

Hatzín llega a idealizar en algún momento a Mario; él mismo, después de ver a este último enterrar el cadáver de una muchacha en algún paraje de la enorme sabana que se extiende en la región, llegará a consumar actos insospechados. Es muy probable que empujado por el miedo y no por el convencimiento. De cualquier forma, al chico se le revelará ese cosmos de oscuros negocios y la falta de escrúpulos del adoptado padre; la sombra de un hombre a ratos jocoso, simpático, y a ratos humillante y violento.

Una vez cae el manto de simpatía que lo rodea, se muestra su auténtica naturaleza tiránica. Todo el tiempo se corre el riesgo de leer la película como una alegoría de la realidad mexicana, lectura que no se debe descartar; ciertamente, la juventud no sólo de este país, sino de toda Latinoamérica, vive hoy una orfandad que trasciende la presencia o no de la figura paterna. Lo mejor de la película no se encuentra en su capacidad de trazar esta parábola, sino en desplegar con excelencia la historia de un adolescente, un huérfano que descubre que tener un padre puede ser vivir una auténtica pesadilla.

Lo que termina por hacer definitivamente brillante a La caja como experiencia estética, es el diseño de los personajes protagónicos y los códigos fílmicos en que se expresa la relación entre ellos. En un tono distanciado, contemplativo, la cámara observa al jovencito mientras acompaña a Mario en el automóvil, mientras camina introspectivo por los pasillos de la maquiladora, mientras mira al hombre conversar con sus trabajadores… En cada acción suya, en sus movimientos, en las pocas palabras que se le escucha decir, se cifra ese viaje del deseo y la angustia por el padre a la esperanza y la tierna fe, y que desemboca finalmente en el desconcierto y la tristeza.

El casting acertó ciento por ciento al escoger al actor homónimo que encarna a Hatzín. Un intérprete joven y sin formación profesional alguna, que alcanza a expresar toda la intensidad de mundo interior de su personaje desde la introspección, sin demasiados resortes físicos, sólo con sutiles transiciones en su mirada y una abrasante intencionalidad.

Mario es también un personaje complejo, con sus propias razones. Él y el chico se compenetran, su relación adquiere tintes de un genuino vínculo entre padre e hijo, enunciada desde la contención, en pequeñas acciones, en parcas conversaciones.

Esta segunda vez el director venezolano no salió del Festival de Venecia con el León de Oro, pero no fue necesario un premio para confirmar su talento. Bastó con La caja.

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Ángel Pérez (Holguín, Cuba, 1991). Crítico y ensayista. Compiló y prologó, en coautoría con Javier L. Mora y Jamila Media Ríos, las antologías Long Playing Poetry. Cuba: Generación Años Cero (Casa Vacía, 2017) y Pasaporte. Cuba: poesía de los Años Cero (Editorial Catafixia, 2019). Tiene publicado el libro de ensayos Las malas palabras. Acercamientos a la poesía cubana de los Años Cero (Casa Vacía, 2020). En 2019 fue ganador del Premio Internacional de Ensayo de la revista Temas, en el apartado de Estudios de Arte y Literatura. Textos suyos aparecen en diversas publicaciones de Cuba y el extranjero. Vive en La Habana.

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