En el prólogo a su libro Luna de enfrente, Jorge Luis Borges define Salambó (1862) como una típica novela francesa del siglo XIX y afirma que “nada sabemos de la literatura de Cartago, que verosímilmente fue rica, salvo que no podía incluir un libro como el de Flaubert”. Debemos añadir que sin la Salambó de Flaubert resultaría imposible concebir cómo es Cartago en el imaginario moderno, y no sólo en la literatura como tal, sino también en el resto de las manifestaciones artísticas, tales como las artes plásticas o el propio cine. La idea popular que hoy día tenemos acerca de Cartago responde a una serie de imaginarios diversos que han cristalizado en la época moderna. Los imaginarios constituyen imágenes e ideas compartidas acerca de algo dado, en este caso la civilización cartaginesa, al margen de que tales imágenes respondan o no a una posible realidad histórica. Si bien las antiguas fuentes literarias (Plauto en su comedia Poenulus, Virgilio en su Eneida, Silio Itálico) e historiográficas (Tito Livio, Polibio, Diodoro Sículo), así como la moderna investigación arqueológica del siglo XIX constituyen la base para la recreación de tales imaginarios, la ficción novelesca suple con creces las lagunas que deja el conocimiento positivo. De esta forma, el configurador de los modernos imaginarios sobre Cartago tiene un nombre propio, Gustave Flaubert, hasta el punto de que sin su novela Salambó nuestra imagen del mundo cartaginés no sería la misma o incluso no tendría la fuerza icónica que presenta hasta hoy día. Los imaginarios creados por Gustave Flaubert en Salambó quedaron, a su vez, reafirmados y acrisolados por otros dos novelistas que lo siguen en el tiempo: el español Vicente Blasco Ibáñez en Sonnica la cortesana (1901) y el italiano Emilio Salgari en Cartagine in fiamme (1908). Tanto en Salambó como en las otras dos novelas, directamente influidas por la primera, se aprecia a la perfección lo que en realidad va a continuar siendo el imaginario de Cartago a lo largo de las posteriores producciones literarias, dado que con tales novelas se cubren las etapas históricas fundamentales de Cartago frente a Roma. Curiosamente, las tres novelas se suceden tanto en las fechas de publicación como en los contenidos históricos tratados, dado que Flaubert trata acerca de la revuelta de los mercenarios contra Cartago tras la primera guerra púnica, Blasco Ibáñez sitúa su historia durante la toma de Sagunto por parte de Aníbal, inmediatamente antes de la segunda guerra, y, en tercer lugar, Salgari recrea el momento previo a la destrucción definitiva de Cartago a manos de Roma durante la tercera y última guerra púnica.
Flaubert nos relata en Salambó cómo los mercenarios que habían luchado en el bando cartaginés durante la primera guerra púnica reclaman, apostados en torno a la ciudad de Cartago, el pago por los servicios prestados. Ante las promesas incumplidas, los mercenarios deciden sitiar la ciudad. Flaubert llevó a cabo una intensa labor de investigación histórica y arqueológica (incluida la visita a los lugares donde tiene lugar la trama de la novela) para crear un poderoso imaginario literario centrado en el exotismo de Salambó (la hija de Amílcar Barca, que intenta suplantar a la propia reina Dido en el imaginario de la mujer cartaginesa por antonomasia), la audacia del mercenario Matho a la hora de robar el velo de la diosa Tanit y la crueldad del sacrificio de los niños dentro de la estatua incandescente de Moloch. En Flaubert desfilan todos los elementos icónicos de una Cartago a la medida de los gustos orientalistas de la época, como las riquezas y vestidos (púrpuras y negros, con anchas mangas), los elefantes que portan torres de ataque; asimismo, los dioses (“baals”), arcanos e implacables: Baal-Kamón, Moloch, los siete cabiros y Tanit, “la Venus de los griegos”. Los sacrificios humanos dedicados a Moloch, especialmente los de los niños, constituyen uno de los momentos de mayor crueldad en la novela. Amílcar Barca logrará, gracias a un subterfugio, salvar a su hijo Aníbal de la muerte, de forma que continúe la saga de guerreros. Asimismo, Flaubert crea poderosos e inolvidables personajes, además de Salambó y Amílcar, como el del antagonista de este, Hannón, el monstruoso enemigo interno de los Barca (Amílcar y Hannón representan la doble condición de los cartagineses según su origen númida o fenicio). Cartago se convierte en la ciudad odiada y asediada por antonomasia, dominada, asimismo, por la perfidia propia de los cartagineses y la crueldad. Hay un mínimo rasgo que, sin embargo, tendrá una gran relevancia posterior: Amílcar, al regresar derrotado de Sicilia, imagina la otra Cartago posible que podría haber quedado establecida en aquella costa; se trata, en definitiva, del contraimaginario de lo que pudo haber sido y no fue, unido al misterio que supone una civilización perdida y arrasada por Roma.
En Sónnica la cortesana, por su parte, Blasco Ibáñez desplaza la acción desde Cartago hasta Sagunto, en la Península Ibérica; frente a los idealizados griegos Sónnica y Acteón, el contrapunto del protagonismo lo pone Aníbal, aquel niño que había sido salvado del sacrificio por su padre, convertido ahora en un joven de ambición desmedida. La trama de la novela es muy deudora de la de Salambó, si bien también se funden otras tramas inspiradas en las Pastorales de Longo y la Afrodita de Pierre Louÿs. En Sónnica la cortesana aparecen muy contrastados los imaginarios de Grecia (modelo de perfección), Roma (guerrera) y Cartago (comerciante), de una forma muy estereotipada. Entre los iconos, tenemos la secular riqueza de Cartago, el caballo como animal representativo frente a la loba romana y la inevitable presencia de los elefantes en el ejército de Aníbal, provistos de sus torres. Los dioses cabiros siguen siendo espantosos y feroces, así como el fuego de Moloch, evocado en la distancia como metáfora del amor usada por la amazona Asbyte, que está enamorada de Aníbal. Entre los personajes, sin duda destaca Aníbal por sus insaciables deseos de gloria bélica, frente a los anhelos de paz de los griegos. Aníbal se retrata a sí mismo como un titán que escalará montañas inmensas y se define como una máquina de guerra. Contra la familia de los Barca, ahora encarnada por Aníbal, continúa conspirando la sombra de Hannón, cuyos seguidores intentan desacreditar desde Cartago al indiscutible héroe militar que es Aníbal. Al imaginario sobre los cartagineses se añade ahora su condición de haber sido derrotados en Sicilia, así como constituir una república de mercaderes nacidos para el embuste y la mala fe, frente al carácter guerrero de los romanos. Se establece, no obstante, una diferencia entre los cartagineses de origen númida (guerreros como Amílcar y Aníbal) y los de origen fenicio (comerciantes como Hannón). Si el contraimaginario se plasmaba en la novela de Flaubert mediante la derrota en Sicilia, ahora será la aspiración de Aníbal por conquistar Roma tras la toma de Sagunto, empresa que, como sabemos, terminará en derrota.
Con la novela de Salgari, Cartagine in fiamme, avanzamos ahora a los tiempos siguientes a la segunda guerra púnica y regresamos otra vez a Cartago. La novela comienza en plena ceremonia de sacrificios de niños al dios Moloch (denominado “el dios antropófago”), si bien esta vez el héroe de la novela, el cartaginés Hiran (que ha luchado a las órdenes de Aníbal en las tierras de Italia), logra frustrar la cruenta ceremonia cuando acude a salvar a una cautiva etrusca que lo había cuidado a él en Italia tras haber caído herido. Aníbal, que era niño en la novela de Flaubert y un joven ambicioso en el relato de Blasco Ibáñez, es ahora idealizado en el recuerdo de un pasado guerrero que, a pesar de la derrota ante Roma, fue glorioso. Salgari reproduce todo el espectacular imaginario creado por Flaubert, como la crueldad de sus dioses (con la excepción notable de Melqart, el dios fenicio del mar), el colorismo de los sacerdotes (vestidos de púrpura los de Moloch y de amarillo los de Tanit), o los gigantescos elefantes; también hace mucho hincapié en la doble herencia, fenicia, de un lado, y númida de otro, del pueblo cartaginés, lo que define el carácter mercader (y cobarde) de unos frente al carácter guerrero de los otros; no puede faltar la riqueza y magnificencia de Cartago, así como el exotismo de la joven Ofir, que hace en esta novela las veces de Salambó. No podía dejar de aparecer la famosa frase de Catón, Delenda est Carthago, pues ahora va a suponer la profética sentencia de muerte de la ciudad, cuya destrucción supera con creces la descrita por el mismo Flaubert.
Dentro de las diferencias esperables y normales en cada novela (personajes, localizaciones y momentos históricos), es mucho más importante lo que las tres tienen en común, dado que es a partir de esta perspectiva como podemos determinar, siquiera esquemáticamente, cuáles son los modernos imaginarios acerca de Cartago. Tales imaginarios pueden resumirse básicamente en diferentes iconos (elefantes, orientalismo, riqueza desmedida, púrpura…), los dioses (Moloch, Tanit, Melqart), los personajes histórico/literarios (Salambó, Amílcar, Hannón, Aníbal), el carácter del pueblo cartaginés (perfidia, los comerciantes fenicios frente a guerreros númidas, brutalidad y crueldad) y una suerte de contraimaginario, definible como lo que hubiera podido ser y no fue. Esto último es, precisamente, lo que Borges recreó en una suerte de inscripción donde un poeta cartaginés, alter ego de Virgilio, canta la imposible y definitiva victoria sobre Roma, tras la tercera guerra púnica:
Es la hora sin sombra. Melkart el Dios rige desde la cumbre del mediodía el mar de Cartago. Aníbal es la espada de Melkart.
Las tres fanegas de anillos de oro de los romanos que perecieron en Apulia, seis veces mil, han arribado al puerto. Cuando el otoño esté en los racimos habré dictado el verso final.
Alabado sea Baal, Dios de los muchos cielos, alabada sea Tanith, la cara de Baal, que dieron la victoria a Cartago y que me hicieron heredar la vasta lengua púnica, que será la lengua del orbe, y cuyos caracteres son talismánicos.
No he muerto en la batalla como mis hijos, que fueron capitanes en la batalla y que no enterraré, pero a lo largo de las noches he labrado el cantar de las dos guerras y de la exultación.
Nuestro es el mar. ¿Qué saben los romanos del mar?
Tiemblan los mármoles de Roma; han oído el rumor de los elefantes de guerra.
Al fin de quebrantados convenios y de mentirosas palabras, hemos condescendido a la espada.
Tuya es la espada ahora, romano: la tienes clavada en el pecho.
Canté la púrpura de Tiro, que es nuestra madre. Canté los trabajos de quienes descubrieron el alfabeto y surcaron los mares. Canté la pira de la clara reina. Canté los remos y los mástiles y las arduas tormentas.
Berna, 1984[1]
Notas:
[1] Jorge Luis Borges: “Fragmentos de una tablilla de barro descifrada por Edmund Bishop en 1876”, Los conjurados, O.C., Emecé, Buenos Aires, t. III, p. 468.