El pensamiento de Cintio Vitier
Cintio Vitier

Muy temprano, hacia el final de la adolescencia, comenzó a gestarse el pensamiento de Cintio Vitier, lector precoz y aventajado en la biblioteca de su padre, el educador Medardo Vitier. En esos primeros años formativos, después de rebasada la infancia y habiendo entrado el joven en un período de búsquedas de diverso orden, halló entre los libros de la casa un tomo de poemas de Juan Ramón Jiménez: Segunda antolojía poética (1898-1918) (1933), con cuyos textos inició un diálogo que habría de revelarle, de un lado, esplendores ocultos de la realidad, y de otro, una manera, un estilo, expresión él mismo de una concepción del mundo, con su entrañable raíz española. En las diferentes páginas que evocan aquellos años y el significado que para el joven poeta tuvo la lectura de ese libro del gran andaluz, hallamos siempre una poderosa fuerza dinamizante que debe mucho, sin duda, a la tensión natural de la escritura de Vitier, pero mucho también a la avidez de reconocimiento que le despierta la realidad, su sentido último.

En aquella fecha comenzó el poeta a percatarse de un problema esencial que siempre lo acompañaría: la profunda disonancia del yo y la realidad, realidad visible u oculta, nítida en su diafanidad exterior o desconocida en el suceder inexplicable, profundo, de la Historia. En la espléndida conferencia que tituló “Experiencia de la poesía”, pronunciada en El Ateneo de La Habana el 8 de marzo de 1944, nos expresa ese conflicto en estos términos: “Es ésta cabalmente la primera y fundamental experiencia de que puedo dar fe: la del profundo, entrañable destierro de sí mismo, el sentirse y vivirse desdoblado, escindido”.[1] Esa vivencia, fundamental en la cosmovisión del autor, tiene al menos dos orígenes: el extrañamiento de lo real, del cuerpo mismo de la realidad, y la percepción de un conflicto de raíz historicista, aún no comprendido por el adolescente. En otro ensayo, muy posterior, apunta el autor lo siguiente al rememorar los inicios de su diálogo, luminoso y a un tiempo inquietante, con su mundo familiar en el primer lustro de la década de 1930: “El estar era un destierro, un extrañamiento, una extrañeza. Aquella patria pálida del discurso de mi padre me perseguía en sombras. Era la emigración dentro de la isla. Estaba emigrado en una soledad sin nombre. La patria se desposaba con lo extraño.”[2] La atmósfera de esos años de crisis política fue determinante en la integración de la sensibilidad del joven estudiante de violín, quien ya había hecho sus primeras lecturas y vivía deslumbrado por la belleza de la música y las incontables maravillas de su vida.

En 1939 escribe Vitier una carta a Lezama en la que lo invita a participar en una lectura de poemas, y en la respuesta recibe la que fue acaso la mayor incitación a lo largo de toda su carrera intelectual. El autor de “Muerte de Narciso”, poema magistral aparecido en 1937 y que probablemente para la fecha de las cartas ya Vitier conocía, le dice que es necesario empeñarse “en una Teleología Insular, en algo de veras grande y nutridor”.[3] Era una propuesta que establecía una línea de continuidad entre la tradición y el porvenir, búsqueda de la identidad desde la poesía, en la que se integraban Poesía e Historia, imagen y destino, cuerpo y espíritu de la nación, lisas ideas comenzaron a cobrar forma rápidamente en el joven autor de Luz ya sueño (1938), y ya en 1941 escribió un significativo ensayo, el primero de su obra, que tituló “Nota en torno a Eduardo Mallea”, inédito hasta 1994, cuando apareció publicado en su libro Para llegar a Orígenes. Allí, en esas páginas que son toda una poética de honda eticidad, hallamos el primer documento de lo que podríamos llamar la voluntad trascendentalista de la obra vitieriana, el texto inicial que nos muestra el centro cosmovisivo de su obra toda. Veamos los postulados esenciales de este trabajo, fuente para el conocimiento del pensamiento posterior de su autor. El sentido de la vida está precisamente en la búsqueda misma, en la voluntad de sobrepasar lo visible para encontrar la urdimbre secreta de la realidad, pero sobre todo lo descubrimos en la necesidad de conocimiento, un conocimiento jerarquizante de lo histórico y de lo social, de la posibilidad de un destino individual. En Historia de una pasión argentina (1937) ha visto Vitier, en aquella fecha, un homólogo suyo, sediento como estaba el joven principiante de ir alcanzando la intelección de su propia historia personal. Observemos qué nos dice en este ensayo: “Tal es el contenido central, y no otros extremos y valiosísimos, de su apasionante escritura: el destierro y la angustia de la persona”.[4] Esas vivencias del espíritu, presentes desde sus más tempranos ejercicios con la palabra escrita, son el primer testimonio de su experiencia poética, como confiesa más tarde, en su conferencia de 1944. Pero ese destierro y esa angustia no lo eran sólo en un sentido teológico, bíblico, como consecuencias del pecado distanciador, sino que estaban hondamente enraizados en las circunstancias históricas concretas de toda la nación, al igual que en el caso de Mallea. La búsqueda de una jerarquía y de un orden dentro del caos de la vida personal, está dictada por una imperiosa fuerza que compulsa a Vitier a hallar el religamiento trascendente, la misma fuerza que lo conduce a indagar en la sustancia última de la nación años más tarde y en la propia década de 1940, en sus diversos poemarios. En este mismo trabajo apunta lo siguiente: “Todo conocimiento es, por eso, religioso, tiende a religar lo caótico, lo desprendido, lo triste, con la alegría de su fuente”.[5] Ahí está la génesis de la ensayística y de la conceptualización en la poesía de Vitier. De las reflexiones acerca del libro de Mallea, acaso la más importante dentro de la evolución de nuestro poeta es la que sostiene la necesidad de llegar al hallazgo de nosotros mismos mediante la incesante búsqueda desde lo que llama una “oscura vigilia creadora”.[6]

Esa vigilia creadora no significa otra cosa que un diálogo lúcido, desde la poesía, con la realidad; un diálogo que ha de adentrarse en el ser en busca de una ontología profunda que sea una revelación del sentido de lo real. En las reflexiones sobre la sustancia española de la poesía, de su conferencia de 1944, se detiene en el enamoramiento del poeta ante la belleza creada, belleza que se va con la vida, vida que el español siente como sueño, sueño que habrá de reencarnar en la resurrección. El poeta, nos dice Vitier, nombra las cosas para fijarlas y salvarlas de la muerte, las quiere íntegras en su ser. De esas consideraciones se derivan una filosofía y una ética para la poesía, apunta el autor. Ciertamente, la poesía “nos enseña, sin velos ni artificio […] que nuestro ser de ahora consiste en residir en naufragio y alumbramos de tiniebla. Porque en definitiva la experiencia cabal de la poesía es la experiencia del destierro, de la perdición y del pecado […]”.[7] A lo largo del tiempo, en reflexiones posteriores que iría exponiendo en cuatro ensayos que reunió en 1961 bajo el título general de Poética, desarrolla Vitier algunas ideas claves de su pensamiento desde la poesía, de ellas la más significativa es la que él mismo llama poética de la transfiguración, antítesis de la poética de la metamorfosis, de raíz clásica, aristotélica.

En el primero de esos cuatro ensayos, “Mnemósyne” (1945-1947), se adentra el autor en una definición de suma importancia para conformar el cuerpo teórico en el que sustenta su obra creadora, su poesía, en esos años de una fuerza irruptora que tiene mucho de un cierto barroquismo que ha superado los hallazgos y posibilidades de la vanguardia histórica de las décadas entre 1910 y 1930. Ciertamente es la memoria, como indica el título del ensayo, el centro de las consideraciones de estas páginas, pero no la memoria en la simple dimensión de recordar o reproducir el pasado, sino en la conmovedora dimensión de la súbita aparición de la nostalgia, un estremecimiento que nos trae experiencias pasadas de angustiosas vivencias, del fluir del tiempo, de la sucesión de lo real en su tránsito hacia la ausencia. El creador, el poeta, siente que va conformando el mundo en la medida en que da testimonio del ser real de las cosas, en la medida en que crea sustraído del tiempo, sustraído del antes y el después. Está simplemente haciendo para fijar la sustancia del objeto creado frente al transcurrir devastador. Veamos estas consideraciones del propio Vitier a propósito de lo que venimos diciendo:

Lo que a nuestro juicio tiene que mediar ante todo, y Con mediación caritativa, entre la vida y la poesía, es la espontánea, inefable fecundidad de la memoria; lo cual no significa, según venimos insistiendo desde el principio, que lo poético deba emerger necesariamente del recuerdo, en cuanto éste dibuja una imagen o vivencia específica, sino más bien que sólo es concebible cuando lo vivido, al contagiarse del medio transparente de la intimidad, y por un salto de energía rigurosamente místico, da de sí lo que su tensión vital inmediata sofoca: las esencias.[8]

Las esencias, en su intemporalidad, nos entregan lo inmutable como memoria ontológica, como identidad. El pasado no se constituye entonces en una ganancia necesariamente impulsora del acto creador, sino en una fuerza redentora en tanto nos ilumina nuestra vida y nos la revela como verdadera, posibilidad que se hace intensamente cierta en la creación poética, en el acto creador, con el que nos ponemos en íntima comunión con el ser desde la capacidad de aprehensión de la palabra. El poeta recrea entonces su propia vida, su historia personal en la medida en que esta va integrando el poema con las vivencias vueltas a mirar por él, ahora reveladas desde una nostalgia que ha quedado después que la memoria les ha dado vida. La poesía es así el testimonio de la vida, el testimonio que el poeta nos entrega de la realidad. Es vital en la poética de Vitier ese diálogo fecundo entre el suceder y la poesía, sin mediaciones fabuladoras o ficcionales que signifiquen una separación de lo real, separación que entraña un acto de infidelidad dentro de la poética de nuestro autor, un tema sobre el que volveremos más adelante. En diversos momentos de estos cuatro ensayos que integran Poética se insiste en la sustancialidad del develamiento del ser, rasgo distintivo de este pensar la poesía que caracteriza las reflexiones de Vitier en estas páginas y en los cuadernos de poemas que iba publicando a lo largo de las décadas de 1940 y 1950.

En la polémica en la que se adentra el ensayista en “Sobre el lenguaje figurado” (1954) contra las preceptivas, desde la aristotélica hasta las más recientes entonces, sostiene la necesidad, para llegar a una justa intelección del hecho poético, de distinguir entre la falsa e insuficiente tesis de la poesía como ornamento y lenguaje figurado y la tesis de la poesía como catacresis esencial, ese nombrar las cosas mediante “un nuevo lenguaje inmediato, directo y necesario”.[9]

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La metáfora es así para Vitier una manera de mirar la realidad, un nombre otro de lo conocido por su nombre común, cotidiano. Asimismo los demás tropos son vistos en las reflexiones de nuestro ensayista en una dimensión más alta, como maneras de percibir la realidad en su estado naciente, de creación perpetua, no como fórmulas sustitutivas del nombre de la cosa en sí. La poesía es entonces, desde esa perspectiva, una forma del conocimiento, una forma del adentramiento en el ser, propia del poeta. No hay que olvidar que Octavio Paz, en una carta que le envía a Vitier a propósito de su cuaderno de poemas titulado Más (1964), lo define en estos términos: “No ser más: más ser, más hacia el ser”, crítica definitoria de magistral penetración en la esencia de ese cuaderno y en general de toda la poesía que hasta entonces había publicado el cubano. La catacresis viene a ser, a la luz de lo que venimos leyendo en esas páginas de “Sobre el lenguaje figurado”, un develamiento ontológico que nos permite ver y recrear la realidad desde la poesía. Y ahora se adentra el ensayista por otros senderos que se derivan de esas consideraciones. Nos dice: “Pero el nombre poético no sirve para llamar o manejar mentalmente las cosas, como el nombre utilitario, ni para intentar poseerlas como el nombre mágico, sino para darles nacimiento, para que nazcan al sentido anagógico de su transfiguración”.[10] Es decir: para verlas en la fijeza absoluta de su trascendencia, en su ser más profundo, en su carácter simbólico, en su intemporalidad, libre de toda mudanza. La poética clásica, con el enorme cuerpo de especulaciones posteriores que se deriva de ella, descansa en la transformación incesante, en tanto que la poética cristiana que sirve de fundamento a la propuesta de Vitier, descansa en la transfiguración, esa búsqueda de los adentros de lo real hasta llegar a la imagen del absoluto, a la imagen fija y al mismo tiempo inagotable en su esencialidad, siempre naciente como acto creador perpetuo. Ahí encontramos al menos dos ideas fundamentales: de un lado la idea de una identidad oculta que el poeta busca mediante su escritura, una identidad que rebasa lo aparencial sin necesidad de construir otra cosa, sin necesidad de transformar los rasgos exteriores de la cosa; de otro lado tenemos la idea del hallazgo, por el poeta, de una verdad oculta, una verdad que está, utilizando el verso de San Juan de la Cruz, “más adentro en la espesura”, esencia intemporal que el poema quiere revelarnos en el continuo nombrar, función propia del poeta, quien se ha propuesto decirnos que lo cotidiano, el suceder natural y el hecho histórico, el paisaje y los dones terrestres, nuestras percepciones y recuerdos, la integridad del cosmos en el que estamos inmersos, “El mundo [todo] se abre, lo más humilde o anodino descubre sus relaciones simbólicas con lo sobrenatural, la costumbre se revela umbral de lo desconocido”.[11] En otro momento afirma el ensayista: “Por eso nos inclinamos a pensar que no es la función fabuladora […] el verdadero elemento sobre el que se funda toda poesía, sino la visión que percibe en lo real una vibración extraña, un casi imperceptible temblor alusivo”.[12]

En otras páginas de Poética se adentra Vitier en esos deslindes definidores, pero queremos destacar aquí las precisiones que hace en esta primera parte de “La zarza ardiendo” (1956- 1958), la que tituló “Poesía como fidelidad”. Allí leemos: “Para nosotros el ser de las cosas reside en su alusión. El ser es alusión, y la poesía comienza cuando la realidad, sin dejar de ser ella misma, se toma un umbral, adquiere una tensión heráldica. Por eso lo inmediato es extraño. Y la extrañeza, más que la perplejidad del por qué o para qué, es la pregunta por el dónde”.[13] La problemática de la extrañeza está en el centro generador de los textos líricos que Vitier publicó en la década de 1940, recogidos más tarde en la compilación que denominó Vísperas. 1938-1953 (1953), libro de una densidad conceptual que viene a poner de manifiesto la profunda crisis existencial por la que atravesaba el poeta en aquellos años. Su diálogo con la realidad estaba signado por una inquietante angustia cuyas raíces más hondas se encontraban en el acontecer histórico, en el suceder de la historia inmediata de la nación. La oscuridad de esos poemas está en consonancia con la compleja e indiscernible situación política imperante en Cuba en ese decenio, sumida en una crisis en apariencia insoluble y realmente imposible de erradicar por las vías de la democracia tradicional. Esa circunstancia tiene su correlato en la aridez de esos poemas en los que la mirada no logra discernir con claridad los más entrañables hechos y significaciones de lo inmediato y lo histórico, lo cotidiano y todo aquello que pertenece a la memoria de la vida familiar, del paisaje de la infancia. Observemos esta afirmación del autor en el texto que escribió para presentar Vísperas: “Y ciertamente su diversidad [se refiere a la diversidad de los poemarios recogidos en este volumen] no refleja ninguna abundancia o fruición, sino un hambre a la vez monótona y polémica; un angustioso sentimiento, también, de imposibilidad en el discurso”.[14] ¿Qué significa esa imposibilidad en la poética de Vitier de aquellos años? En primer lugar significa una enorme distancia entre el discurso lírico y la realidad en tanto búsqueda de su intelección, y además significa la conciencia del imposible, de la insuficiencia de la palabra para develamos la esencia oculta de lo real, para llegar al centro mismo del símbolo que encarna en las cosas de la realidad. La escritura se toma entonces el signo de una batalla angustiosa por conocer el ser viviente que está dentro de la cosa en sí. Hay una descomunal avidez en el poeta por lo otro y escribe para llegar a su conocimiento y, con él, a la anagnórisis, al reconocimiento de sí mismo, una preocupación de primer orden en esta poética, en cuyo centro hallamos la extrañeza frente a lo real. A propósito de eso que venimos diciendo reflexiona el autor en estos términos: “pues bien: donde primero estamos […] es en nosotros mismos […]. Pero el estar en nosotros, ya de por sí muy extraño, pues comporta un realizamos en lo nuestro ajeno, en lo nuestro infinito de otro y en lo ajeno infinitamente propio, prestamente se revela, cuando el bulto mejor de la conciencia arriba, un no estar en nosotros sino en el mundo”.[15]

Ahí vemos que esa conciencia de sí, fundamento de la persona, es necesariamente diálogo y acción con los otros: soy los otros y los otros son, a su vez, yo –podemos decir resumiendo el pensamiento encerrado en esas apalabras que acabamos de transcribir–, definición capital en la posterior evolución del autor hacia una poesía de escritura más abierta e inteligible, en ese juego dialéctico claridad / oscuridad, y en la evolución de su pensamiento político en los años posteriores a 1959. Pero esa conciencia de sí es también un estar en la realidad toda, tener un sitio en el cosmos, como diría Max Scheler. En esos cuestionamientos nos parecería ver la influencia de las ideas existencialistas de la segunda posguerra, en especial las que nos llegaban por entonces de los pensadores franceses, tan leídos en todo el mundo hispano en la década de 1950, pero en el caso de Vitier no puede hablarse de una filiación a esas corrientes de la filosofía europea, ni aun en sus vertientes católicas, pues la fuente esencial de su pensamiento la encontramos en los tres grandes poetas que le revelaron el diálogo profundo entre poesía y realidad, entre poesía e historia (Juan Ramón Jiménez, José Lezama Lima y César Vallejo), en el humanismo de raíz cristiana que tan temprano lo nutrió y comenzó a formar los rasgos esenciales de su cosmovisión y en las vivencias y realizaciones personales y del acontecer nacional. La angustia en nuestro poeta es de otra naturaleza, pues aunque compromete la existencia toda del individuo, surge de la necesidad de una relación entrañable con el prójimo y no de la soledad radical frente a la muerte, como sucede en Sartre o Marcel. En Vitier percibimos, tanto en su ensayística como en la poesía de los decenios que venimos estudiando, una vocación intelectiva de primer orden, avidez de conocimiento que entraña la búsqueda de un sentido, de una razón unificadora, de un destino, de una teleología, fuerza dinamizante de toda su obra hasta hoy y diferencia fundamental con los autores franceses que acabamos de mencionar. El hombre clandestino, oculto, extraño en su circunstancia, una y otra vez presente en los poemarios de Vitier de entonces, no se nos mostrará nunca como un hombre angustiado por la idea de la muerte, sino por la imposibilidad del conocimiento de la realidad, por la conciencia de ese imposible. El desamparo ontológico del hombre Vitier, de ese hombre que se sabe en la intemperie y que quiere reconocerse en su pasado, en la historia y el porvenir de la nación y en el diálogo con sus semejantes, comienza a perder gravitación después de su conversión al catolicismo y de la apertura de su poesía al pasar de la escritura a la voz, tema que el autor ya había tratado en sus ensayos de Poética y que vemos en los últimos poemas recogidos en Vísperas, en especial los reunidos en el cuaderno Palabras del hijo pródigo. 1952-1953, nunca publicado fuera del tomo compilador de toda su poesía hasta 1953. Ha tenido lugar en el poeta una constante batalla desde la palabra por penetrar la realidad en su sentido último, una batalla en que la escritura tuvo una enorme gravedad conceptual, barroquismo genuino, surrealismo mesurado ante lo desconocido, lo indescifrable, lo oscuro de un acontecer que el poeta no acertaba a comprender. Al inicio de la década de 1950 vemos una transformación cosmovisiva que habrá de entregarnos finalmente textos diferentes a los que habían venido conformando los cuadernos anteriores (Palabras perdidas. 1941-1942 (1942); Sedienta cita (1943); Extrañeza de estar (1944); De mi provincia (1945); La ráfaga (1945-1946); Capricho y homenaje 1946 (1947); El hogar y el olvido. 1946-1949 (1949); Sustancia (1950); Conjeturas (1951); “Homenaje a Sor Juana” (1951); Pequeños poemas. 1950-1952 (1952); “Cinco sonetos y dos canciones” (1952).

Dentro de las problemáticas de esta escritura está satisfacer lo que el propio poeta llama “La necesidad de lo otro, y no sólo del otro”,[16] necesidad en el sentido de la existencia per se de lo real en tanto encarnación de otra realidad que lo trasciende y en el sentido de lo que podríamos llamar el conocimiento de sí mismo. Vitier ha cobrado conciencia bien temprano del carácter simbólico de la totalidad y escribe para penetrar en ella, pero sabe que la palabra es insuficiente y que nos deja sólo en el umbral del conocimiento último, como hemos venido mostrando a lo largo de estas consideraciones. Vemos, sin embargo, una angustiosa y anhelante sucesión de poemas que durante veinte años han venido conformando su obra y en los que nos entrega sus búsquedas y sus diálogos con el pasado, con las cosas y con el porvenir. En esos cuadernos que mencionamos hay una densidad entre nosotros comparable sólo con los textos que Lezama escribía por aquellos mismos años, tocados ellos también por una avidez similar. Pero ese estilo alterna con momentos de claridades en los que podemos leer con nitidez las evocaciones del pasado, las imágenes fijas de la memoria, como salvadas de su condición perecedera. El propio autor nos dice: “Estoy ahora, pues, en condiciones de ofrecer, no ya una palabra sucesiva y anhelante, con sus alternancias de claro y oscuro, sino una cierta unidad de experiencia, por lo que ella valga.”[17] En los cuadernos de mayor riqueza observamos una sucesión de cuestionamientos, un peculiar modo de adjetivar y una estructura textual altamente significativos, rasgos todos ellos resumibles en el término aridez, con el que se hace notorio el desentendimiento del autor de todo esteticismo simbolista o neorromántico y de toda búsqueda de la belleza en su dimensión puramente sensorial. Los cuestionamientos de estas páginas son, en esencia, un testimonio de la extrañeza y el desamparo del poeta frente a su propia vida, su historia, su paisaje, su destino. Así, en la primera línea de “Como el fuego”, de Extrañeza de estar, leemos: “Quién soy hacia lo eterno de estos búhos”; en “Noche intacta. Hojas”, de Capricho y homenaje, nos dice: “¿Estaríamos vivos, o muertos?”; en la totalidad del poema “Y esto”, de La ráfaga, estamos en presencia de un cuestionamiento radical en el que se busca, desde un desasosiego inquietante, la naturaleza verdadera de nuestra relación con la realidad, después de la experiencia de la extrañeza, en momentos como estos: “El desconcierto de nuestra ambición es sólo respondido por la pregunta que nos salta de la entraña (mi pregunta eterna): ¿y esto? ¿Y esto que me conmueve? ¿y yo qué voy a hacer con esto?”; en la parte VI de “Poema”, perteneciente también a La ráfaga, hallamos estas preguntas sustantivas: “pero qué es Esto. Dónde estuve, qué era Tanto”. Preguntas de esa naturaleza reaparecen continuamente en toda esa etapa de la evolución del poeta, antes de la apertura de su mirada hacia el otro, una transformación cosmovisiva que tiene lugar después de atravesar los infiernos de la soledad, la duda y la crisis de la existencia toda, en primer lugar en su dimensión histórica.

Paradójicamente, el poeta hallará consuelo en lo que podríamos llamar sus adentros, los espacios de la comunión íntima, ámbitos en los que el yo alcanza una carnalidad de primer orden, esencial, antítesis de aquella experiencia de la clandestinidad ontológica, del ser que siente la culpa y que clama por un nuevo nacimiento, por ver el mundo “con ojos de desnacido”, como dice en el último verso de la décima que abre Capricho y homenaje. Ese anhelo de recomenzar lo hallamos en otros momentos de su poesía de entonces, ansia de raíz cristiana por la que el poeta quiere reiniciar su diálogo con la realidad. Era en cierta medida la búsqueda de un retomo a un tiempo anterior, el tiempo de la pureza, del paraíso inicial, la etapa de su encuentro con Juan Ramón Jiménez. La lectura de Vallejo le reveló, de pronto, el profundo drama del hombre, no sólo ni en primer lugar del poeta, drama del sufrimiento puro, absoluto. La palabra vallejiana lo expulsó, por así decir, de su luminoso reino, de la adánica palabra juanramoniana, y lo hizo tomar conciencia del dolor y el sufrimiento, del pecado, y sobrevino entonces la angustia y con ella una percepción más clara de otras verdades, la más significativa de las cuales sería decisiva en su evolución posterior. Ciertamente, el decenio que va de 1943 a 1953 ­–el año del descubrimiento de Vallejo y el de la conversión a la fe católica, respectivamente– fue de incesantes cuestionamientos en torno a sí mismo, la Historia, la nación. Nos dice recordando esas vivencias: “Mi pesimismo histórico había tocado fondo, pero a la vez había podido reconocer, en la comunión, el rostro de mis hermanos, de aquellos pobres que desde la niñez me miraban, como desde el Hades, a través de la memoria”.[18] Ahí vemos, en cierto sentido, ese renacer por el que clamaba el poeta pocos años antes, una nueva mirada que le permitiera acercarse a la realidad sin sentir aquel anonadamiento de que nos habla en la presentación de Vísperas. En ese cambio fundamental en la cosmovisión de Vitier es posible ver un hallazgo de raíz filosófica que podríamos calificar como una metafísica concreta. La realidad en su fijeza y en su historicidad, en su condición inmanente y en su consistencia material, es siempre un umbral, nos ha dicho el autor en sus ensayos y en las palabras que escribe para Vísperas, como ya vimos, y resulta por ello imposible adentramos hasta su centro definidor, aquel esplendor del ser al que los poemas quieren llegar en tanto encarnaciones de la poética de la transfiguración, tesis sustentada por el ensayista en los textos de Poética. El sinsentido de la Historia –la Historia sin finalidad, sin teleología, sin Justicia, lección insondable de la praxis política nacional en los distintos gobiernos republicanos– y la imposibilidad de acceder a un conocimiento pleno de lo real, postulado ostensible en la insuficiencia de la palabra a la que en varias ocasiones se refiere el joven creador en los poemas de la década de 1940, hacen que vuelva su mirada hacia adentro en busca de ese otro espacio, el ámbito de la intimidad familiar, del yo en diálogo con Dios. En su conferencia “El violín” leemos:

Las bodas, el hogar, el hijo, empezaron a curarme de la extrañeza. Si el país no tenía sentido, mi casa lo tenía. Desde su centro empezaba a desvanecerse aquel invasor Objeto Onírico […]; aquel devorador Objeto Onírico, surrealismo sin inconsciencia, copulación del deseo y la memoria que no podía reconstruir ni engendrar la realidad, […]. Desde las bodas, el hogar, el hijo, empecé a ver, no fragmentos clandestinos, tantálicos deslumbres, sino unidades de lo real, paisajes plenos, rostros de la patria.[19]

Esa frase final, “rostros de la patria”, nos remite al poema “El rostro”, escrito poco después del triunfo de la Revolución en enero de 1959, donde leemos:

¡Pero hoy, al fin, te he visto, rostro de mi patria!
[…]
El rostro vivo, mortal y eterno de mi patria está en el rostro de estos hombres humildes que han venido a libertarnos.

Es ostensible la línea de continuidad desde el adentramiento de esta poética en la intimidad del hogar y la apertura hacia realidades radicalmente humanistas, cantadas en la segunda sección de “Palabras del hijo pródigo”, hasta “El rostro”, continuidad sustentada en los cuadernos que el poeta escribe entre 1953 y 1958, recogidos en la segunda compilación de su poesía, Testimonios. 1953-1968 (1968). Esas transformaciones comportan una eticidad en la que se fusionan cristianismo y política, poesía e historia. Los cambios que tienen lugar entonces conducirán su escritura hacia textos como los que reúne La fecha al pie. [1968-1975] (1981), poesía hecha desde el acontecer sociohistórico, sin ornamentos, desnuda, en la que se fusionan épica y lírica, cuya más alta expresión en el sentido puramente formal la hallamos en Viaje a Nicaragua (1979), escrito en colaboración con su esposa Fina García Marruz, durante y después de una estancia en aquellas tierras. En este cuaderno la pura realidad es suficiente por sí misma para hacer el poema, páginas en consonancia con el realismo que desde siempre caracterizó la poética vitieriana según la expuso en sus ensayos anteriores a 1959 y que hemos venido comentando en este trabajo. Esa voluntad de realismo ontológico de raíz historicista culminará en la novela-memoria De Peña Pobre (1978-1986), ya vislumbrada por Lezama, como le dice en una carta de 1947 a Vitier, desde la lectura del libro Capricho y homenaje, aparecido el año anterior, cuaderno en el que hay un texto con el mismo título de la novela. Se trata de un paso absolutamente natural hacia la prosa narrativa, una prosa narrando una historia como en esta trilogía, cuyos personajes no están construidos desde la imaginación ni se mueven en planos abstractos, sino vienen hechos ya en su dimensión real, emergiendo del acontecer nacional. Lezama le dice al amigo en este momento de la carta aludida: “Está Ud. tocando una poesía donde la novela tendrá que ir a buscar la otra realidad”.[20] Esa otra realidad es, a la luz de esta concepción de la poesía, la del acontecer puro, en pura sucesión temporal hacia un sentido trascendente, el sentido de lo que se edifica. La poesía busca las realidades últimas, el adentramiento en el ser de lo real, y la novela que emerge de ella es, en el pensamiento de Lezama y de Vitier, lo que podríamos calificar como encarnación de un destino que viene construyéndose y que sólo en una narración como esta se nos hace visible. Ello ocurre asimismo con Paradiso en relación con la obra poética de Lezama, de la que en cierto sentido es una culminación.

Antes de 1959, el ideario vital y gnoseológico de Vitier alcanza su más alta expresión en un libro que publicó en 1957: La luz del imposible, páginas de una intensidad espiritual y de una plenitud que no hallamos en ningún otro autor cubano, excepción hecha de Martí. Se trata en verdad de reflexiones del más alto linaje, absolutamente libres, pertenecientes a la mejor tradición occidental y hondamente enraizadas en la sensibilidad hispánica y en el ensayismo y la poesía franceses, fuentes nutricias fundamentales en la poética vitieriana. Por momentos frecuentes recordamos, leyendo algunas de las rápidas observaciones de este libro en sus instantes de mayor lucidez, el modo y en cierto sentido el estilo de algunos ensayistas franceses, en especial Charles Du Bos, maestro del cubano desde la década de 1940. Ahora leemos otra experiencia con la poesía, diferente de aquella primera de 1944, entonces más en el tono de un discurso entre confesional y libresco, testimonio más cercano del aprendizaje que del conocimiento. La de 1955-1957 es un paradigma del conocimiento porque el poeta ha sostenido un diálogo más detenido con la poesía y ha visto la aridez, la extrañeza de lo real, la intemperie, y ha sentido con enorme fuerza desgarrante la condición clandestina de su vida, su condición de desterrado. Las reflexiones que hallamos en las tres secciones de La luz del imposible (“La luz del imposible”, “Homenaje a Juan Ramón Jiménez”, “Raíz diaria”) poseen una extraña cualidad en nuestra ensayística: la de revelarnos las que podríamos llamar las intimidades de lo cotidiano, iluminación de un suceder de jerarquía espiritual en el diálogo del poeta con las cosas y con sus propias experiencias. Ahora vemos cómo se puede llegar a sentir lo real y sabemos que las derivaciones de ese diálogo no tienen límites, simbología de lo trascendente desde la inmanencia misma de los objetos y las vivencias. Como en ningún otro ensayista cubano y en muy pocos de otras latitudes, leemos en estas páginas de Vitier una otredad ontológica, sobreabundancia de una praxis que se nos entrega entonces en una dimensión desconocida, como si se nos iluminasen sus posibilidades últimas para la vida nuestra de cada día. Esta prosa rápida, hecha de impresiones que el poeta nos comunica con un léxico y una sintaxis propios de la poesía más que del ensayo, viene a decimos que la realidad trasciende sus límites inmediatos cuando la miramos desde adentro y participamos en su presencia y en su significación desde una percepción eminentemente espiritual. En la primera sección de este libro que ahora comentamos hay una mirada a ciertos temas esenciales para el poeta, mirada de quien participa con su experiencia en los misterios de las esencias más ocultas. La intuición creadora de Vitier, unida a sus lecturas y a su prosa tensa, y que se va enriqueciendo con derivaciones de lo que el creador va descubriendo en el suceder, imprime a su pensamiento las calidades de su poesía, en especial los textos recogidos en Vísperas, en los que percibimos el incesante deslumbramiento ante los enigmáticos signos del paisaje inmediato, de la memoria familiar y de los objetos y las personas de la convivencia. Todo este libro es un tratado de metafísica concreta, un tratado en el que lo real va emergiendo desde muy adentro de sí mismo, siguiendo los postulados de la poética de la transfiguración, expuestos por el propio Vitier en los ensayos que recogió en libro en 1961 bajo el título de Poética. Como en sus más ricos cuadernos líricos de la década de 1940, en estos ensayos libres de La luz del imposible nos deslumbran las percepciones más simples, enriquecidas ahora por la resonancia que en el plano conceptual y de las sensaciones nos deja ver el autor, como por ejemplo en el acápite titulado “El perro” o en las consideraciones en torno al ser español, un tema que ya había aparecido con gran fuerza en Experiencia de la poesía. En cualesquiera de los tópicos tratados ahora sentimos cómo Vitier quiere llegar al centro de su tema, y en las disquisiciones de su adentramiento nos entrega posibilidades desconocidas para la intelección de esos objetos, entendidos estos en su dimensión física cuanto en su dimensión espiritual. A todo lo largo de su obra poética de esos dos decenios, así como en estos y los restantes ensayos escritos entre 1941 –fecha de su acercamiento al libro de Mallea al que ya hicimos alusión– y 1958, Vitier despliega una rica conceptualización que se contrapone, por un lado, al pensamiento positivista de tanta ensayística y crítica literaria precedente y coetánea y, por otro lado, a las propuestas de las corrientes existencialistas, en especial francesas, en sus dos vertientes, la atea y la católica, de las que el cubano discrepa, y se opone asimismo a las corrientes de la poesía purista, representadas por Brémond y por Valéry en Francia, y en Cuba por Brull. En sus ensayos de Poética hay una polémica explícita con el autor de Charmes, a quien objeta su idealización a ultranza de la realidad para afirmar las tesis realistas que viene sustentando en sus consideraciones en torno a la poesía. Esa discrepancia se hace evidente, además, en esta definición de la poesía, de su ensayo “La palabra poética” (1953):

Como la vida, la poesía no se concibe en abstracto, separada de sus especificaciones. Su descendimiento sobre lo que no es ella misma es su única posibilidad incesante de encarnar y ser. Y tanto valen el presunto orden como el presunto caos, la misteriosa razón como el absurdo cenital, cuando se logra la temperatura creadora del deseo. Porque en poesía […] todo sirve y todo vale, razón y sinrazón, claridad y oscuridad, transparencia y laberinto, folklore y torre de marfil, si un hambre verdadera, si una oportunidad entrañable, si un amor sin condiciones, lo posee y lo quema para la realización de su destino.[21]

Otras evidencias de la polémica implícita de Vitier con Valéry y los restantes teóricos de la poesía pura las hallamos en la propia escritura del cubano, en sus cuadernos poéticos, facturados desde una descomunal sed de conocimiento, sin preocupaciones formalistas de ninguna especie, ajenos por completo a cualquier búsqueda de armonías y músicas verbales y a toda pretensión de esbeltez, anhelante como estaba el poeta por adentrarse en la multiplicidad de sentidos de los objetos y los hechos de la realidad, uno de los postulados también del pensamiento de Lezama. Si Valéry parte, para elaborar los principios básicos de su estética, de aquella frase de su ensayo “Au sujet d’Adonis” citada por Vitier: “Il n’est rien de si beau que ce qui n’existe pas” [“No hay nada tan bello como lo que no existe”], el autor de La luz del imposible erige su visión de la poesía desde su tesis de la transfiguración, heredera del pensamiento de Claudel, de San Agustín, de Maritain. Al respecto nos dice lo siguiente, en una nota de su ensayo “Mnemósyne” en la que polemiza abiertamente con el autor francés a propósito de la frase que acabamos de citar: “La calidad de «lo artístico» no debe atribuirse, como en rigor ninguna categoría espiritual, a una mera negación o sustracción de la existencia, sino, todo lo contrario, a una inmersión cada vez más profunda en la sustancia dinámica y trascendente de lo que existe.”[22]

El realismo de la poética de Vitier comporta una ética que acaso halla su más sólido sustento en la búsqueda de conocimiento, matizada en los primeros años de la década de 1950 por su apertura hacia una poesía en diálogo con los otros, con el otro. La necesidad de una intelección del suceder –término este último que incluye el simple ser de lo real, la pura existencia de las cosas, y desde luego la dinámica de sus interrelaciones en la naturaleza y en la sociedad–, esa necesidad de adentramiento en la que se sustenta su poética de la transfiguración, comporta desde su génesis misma una voluntad redentora, una voluntad ética de primer orden, cuyas raíces hay que buscarlas, como ya apuntamos, en el humanismo cristiano de nuestro autor. Siguiendo la línea de pensamiento de esta poética, reconocemos en “el más que hay en las cosas y en nosotros, el exceso gracioso y tremendo, la desconocida sobreabundancia que nos sustenta”,[23] una función trascendente de la palabra, del poema, que habrá de conducimos hacia lo que no es ella misma y al develamiento de una esencia cuya más alta expresión vendría a ser la justicia. El propio autor nos dice lo siguiente en los comienzos del ensayo que acabamos de mencionar en nota: “Siempre he pensado que en la poesía como devenir histórico y como absoluto de epifanía espiritual, están incluidas y ocultas una filosofía, una ética, una religión.”[24] Más adelante leemos estas palabras aun más esclarecedoras al respecto, muy relacionadas con la idea cristiana de la entrega y del sufrimiento por el Bien, sostén de la poética de nuestro ensayista:

En cuanto al vivir poético, ya va siendo hora de que, frente a las turbias manifestaciones del vivir “artístico” y “literario”, organice, levante y declare el ideal de pureza y sacrificio que palpita en la esencia misma del acto poético, en cuanto éste es, no un movimiento voluntario y controlado del yo, sino una manifestación de la trascendencia qué sostiene a la criatura. La moral poética sería al verterse en fórmulas inteligibles, una moral fundada en la entrega, en el despojamiento, en el olvido del yo –pues, a pesar de la apariencia egolátrica que suele mostrar el poeta en cuanto hombre que se envanece de sus dones, aquella radical humildad, aquella alegría de entregarse a la sobreabundancia de lo desconocido, es lo que realmente lo hace poeta en sus instantes decisivos y lo que vivifica sus dones para alcanzar una palabra que lo excede.[25]

Esas afirmaciones eran previsibles para quienes hubiesen leído antes las páginas que el ensayista dedicó a César Vallejo en Experiencia de la poesía, en las que nos conmueve particularmente el trasfondo ético de su acercamiento al gran peruano, a quien considera “un símbolo deslumbrante de la misión real de la poesía”.[26] La poesía como “misión” y su encarnación en Vallejo, el poeta sufrido en su esencial naturaleza de hombre más allá de existencialismos y de crisis de la modernidad, nos hablan a las claras de un destino de carácter ético en la palabra del poema. A la luz de estas reflexiones podemos afirmar con Vitier que la poesía es “espejo y cántico de nuestra menesterosa condición”,[27] de la que habrá de derivarse, dentro de la propia cosmovisión del autor de Vísperas, por una parte, la angustia ante nuestra insuficiencia y ante la insuficiencia de la palabra misma –tema que encontramos reiterado en sus ensayos y textos líricos de aquellos años–, y por otra parte la conciencia de la necesidad de un sentido teleológico de las búsquedas y de la obra del creador, sentido que alcanza una dimensión redentora cuya más alta expresión, incluso desde una perspectiva religiosa, es la implantación de la justicia. La imperiosa necesidad de conocimiento y aquella angustia de historicidad que están en el centro de los numerosos cuadernos de poemas y en las consideraciones en torno a la poesía que por aquellos años nos entregó Vitier, son en sí mismos, incuestionablemente, de carácter ético, relación que se hace evidente en la transformación que se opera en su escritura hacia 1952, y que habrá de constituirse en su nueva manera en los cuadernos sucesivos hasta 1958, en los que hay una significativa apertura estilística que se sustenta en aquel despojamiento del yo al que el autor se refiere en “Sobre el lenguaje figurado”, de 1954. Vemos ahí un pensamiento orgánico que se va matizando y enriqueciendo desde la poesía y la propia circunstancia del poeta, un pensamiento que comporta una significativa dosis de eticidad, sin la cual resulta ininteligible.

Desde una perspectiva ética, el conocimiento necesita establecer jerarquías y diferenciaciones en busca de un sentido y de lo que podríamos llamar una funcionalidad trascendente, teleológica, que no es otra, para Vitier, que la praxis de la justicia. Partiendo de esos presupuestos el conocimiento no es, pues, como el conocimiento primario en la ciencia, del objeto en sí, sino sólo de sus relaciones y posibilidades para la edificación de una axiología, de una ontología de los valores. El propio autor nos advierte que la poesía es, por ella misma, un conocimiento de salvación, como la ética, por lo cual “precederá y excederá siempre a la exégesis de sus operaciones tanto como a las definiciones de su ser”.[28] Ese sentido de salvación que Vitier da a la poesía adquiere toda su fuerza gravitante en aquella angustia ante el desamparo esencial del individuo –extrañeza, ensimismamiento, soledad, intemperie, aridez– y en la percepción del decursar de la historia nacional, de una significativa carga trágica para nuestro poeta. La profunda crisis existencial que vivió en los dos decenios inmediatamente anteriores a 1959, evidente en sus cuadernos de poemas, tiene sus raíces en la problemática nacional. La vida de la nación se caracterizaba entonces por una permanente crisis de valores. La práctica política desde los años que siguieron a la caída de Gerardo Machado (1933) hasta los momentos finales de la dictadura de Fulgencio Batista (1958) –cuyo golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 fue calificado por el propio Vitier como “última crisis de la disolución postmachadista”–,[29] sumió al país en una situación aparentemente insoluble desde la cual Vitier no fue capaz de percibir soluciones, sumido como estaba en un escepticismo al que sólo podía oponer su escritura, aquellos poemas de cuya “imposibilidad en el discurso”[30] el poeta estaba plenamente consciente.

No obstante, hacia el final de esa compilación de sus poemas de 1953 vemos, como ya señalamos, una transformación en el diálogo con la realidad al abrirse la mirada del creador hacia los otros, al salir de los círculos infernales de lo otro. Ahí comienza una nueva etapa en la obra de Vitier, etapa que habrá de culminar en una poesía de singular sabor épico, como la que recogió en su libro La fecha al pie y, antes, en algunos textos de Testimonios. La sustancia última del conflicto histórico de nuestra nación era para este poeta un imposible ontológico del que sólo podría curarnos la poesía. En “El violín”, recuento de aquellos años de vida republicana, el drama de la patria aparece íntimamente imbricado con la existencia toda de Vitier, desde aquel discurso que oyera a su padre en el machadato hasta la conciencia de que Cuba no era aún historia, no poseía “un ser histórico”,[31] problemática esta última que nutre las conferencias reunidas en Lo cubano en la poesía [1957] (1958), libro fundamental de la cultura cubana con el que culmina esta etapa de la obra de nuestro autor.

La escritura de esas páginas quiso dar testimonio de un proceso espiritual que podríamos llamar de continua integración de un modo de ser, un modo de vivir y de resistir frente a la Historia, y aun más: una manera de ir fundando, de ir haciéndonos la vida. En medio de las adversidades y las frustraciones de nuestra historia nacional, se hace necesario, piensa Vitier, “cobrar conciencia de nosotros mismos en una dimensión profunda”, imperativo que vendría a revelamos quiénes somos y hacia dónde iremos.[32] Si en los poemas compilados 1953 percibimos el imposible ontológico que entraña el conocimiento de la realidad, en Lo cubano en la poesía hallamos el imposible histórico como centro generador de sus apreciaciones en torno a las obras de nuestros poetas, criterios y juicios en los que es preciso reconocer “un conocimiento espiritual de la patria”.[33] Este libro, pues, viene a mostrar un largo y riquísimo diálogo de la poesía con la historia, pero lo hace sin “historiar” y sin establecer paralelos entre circunstancias sociopolíticas y escritura, sin causalismos sociológicos, sino exclusivamente caracterizando la manera en que cada creador asume en sus textos su paisaje y su sentido de la vida. Dentro de esa misma línea de pensamiento conforma Vitier, en última instancia, su antología Diez poetas cubanos. 1937- 1947 (1948), a la que María Zambrano dedica importantes reflexiones en su ensayo “La Cuba secreta”, de ese propio año, de suma importancia para comprender el significado de las conferencias de 1957 que ahora comentamos. Con ese y otros antecedentes dentro de su propia obra, el ensayista que tan fervorosamente había escrito sobre Juan Ramón Jiménez, César Vallejo y José Lezama Lima, los tres maestros mayores de su adolescencia y primera juventud, lo hace ahora acerca de esa historia espiritual de su patria, hecho que responde en toda la dimensión de su significado, por una parte, a la avidez de conocimiento que caracterizó su poesía hasta esos momentos –y siempre–, y por otra a la necesidad de trazar un perfil de nuestra identidad que fuese capaz de mostrar nuestro propio rostro, nuestro propio ser, en medio de un caos nacional en cuyas raíces estaba actuando la condición colonial primero y luego poscolonial de la dependencia del país de la dominación española y más tarde norteamericana; dependencia que ciertamente ponía en peligro la integridad de la cultura cubana y, con ella, del ser nacional en su esencia misma. Este libro se erige frente a la que su autor llama “la más sutilmente corruptora influencia que haya sufrido jamás el mundo occidental”,[34] el american way of life, cuyo rasgo caracterizador se halla, opina Vitier, en “desustanciar desde la raíz los valores y esencias de todo lo que toca”,[35] significativa afirmación en un intelectual que no tenía una formación marxista y que se había mantenido alejado de la vida política activa. A esa conclusión había llegado este extraordinario poeta y ensayista desde el conocimiento de la obra de Martí y a partir de sus propias reflexiones en torno a la historia de Cuba.

Las respectivas lecciones que dedica en Lo cubano en la poesía al más grande de nuestros escritores y pensadores y a la obra de Lezama, así como de los restantes poetas que conforman el llamado grupo Orígenes, nos permiten comprender la coherencia de su pensamiento hasta desembocar en las frases que hemos mencionado antes, perfectamente consecuentes, además, con todo el proceso ideoestético de su autor desde su ensayo en torno a Mallea, de 1941. Mucho más allá de cualquier sombra de posiciones filosóficas de una u otra naturaleza, de filiaciones dentro de una o varias de las diversas escuelas críticas de aquellos años, o bien de los desaciertos que puedan encontrarse en las reflexiones acerca de los poetas tratados por el conferenciante en estas lecciones, Lo cubano en la poesía es la culminación de un largo proceso ideológico que se inició en el aprendizaje de la ejemplar vida familiar y en las lecturas que dieron comienzo a la vida intelectual de Vitier. Continuó más tarde con los ensayos que fue escribiendo en torno a la poesía –de un realismo esencial de raíz cristiana y humanista– y con los propios cuadernos de poemas que escribió hasta finales de la década de 1950, y alcanzó una gran madurez en las prosas de La luz del imposible, de una tensión espiritual sin paralelo en todo el siglo xx cubano y expresión, en sí mismas, de la plenitud alcanzada por este pensador hacia los años de escritura de esas consideraciones, sustanciosa metafísica que emerge de un modo natural, sin artificios ni retórica vana, de un diálogo auténtico con la realidad. Ahí reafirma el ensayista la historia de su sensibilidad con una sabiduría que rebasa todo escolasticismo y toda vacía pretensión de hacer literatura. En esa historia apreciamos tres constantes fundamentales, expuestas ahora en esas consideraciones con una hondura mayor, todo un estilo frente a las perplejidades, amarguras e incertidumbres de la Historia: la radical hispanidad última de su cosmovisión, la genuina cubanía de sus angustias y sus alegrías, la insaciable sed de conocimiento de toda su obra. Esas constantes se fusionan en Lo cubano en la poesía y nos entregan uno de los libros capitales de la cultura cubana. En él se nos propone una interpretación de nosotros mismos que entraña la conformación de un destino, un ser que es también, de hecho, un deber ser. El conocimiento ha de serlo también, piensa el autor, de nuestras posibilidades, de la voluntad de salvación frente a las fuerzas oscuras de la desintegración y del caos. Vitier ha erigido un monumento resistente, sustancialmente político, ante la posibilidad del no ser que se cierne sobre la identidad nacional. Estas páginas se adentran en la poesía cubana en busca de su ser auténtico y, por ende, dentro de la poética del autor, en busca de nuestro yo más profundo.

Siguiendo la línea de pensamiento que vemos en sus ensayos de estas décadas, esa percepción de lo cubano constituye una vuelta hacia adentro que nos permite a su vez renacer como lo que somos. La poesía como salvación, signada por el ethos resistente ante las posibles transformaciones del transcurrir del tiempo. Esas conferencias se edifican desde la otra historia, la de la poesía, no desde la historia factual, de los hechos políticos, sociales y económicos, escéptico el ensayista ante las diferentes interpretaciones y posibilidades de la acción como móvil de la historia. Aunque su pensamiento había experimentado una importante transformación después de su conversión al catolicismo, visible, como ya apuntamos, en los poemas finales de Vísperas, la acción no posee aún para Vitier la importancia como posibilidad redentora de los conflictos nacionales que alcanzaría después. En La luz del imposible leemos la que acaso es la única alusión relevante a la acción que hallamos en toda su obra hasta esos momentos, cuando dice: “Sólo en la acción podemos vivir la belleza; podemos, en cierto modo, ser la belleza”,[36] frase que más tarde, después de las transformaciones revolucionarias de 1959, alcanzaría su trascendente significado.

Ya María Zambrano había hablado, en el trabajo que escribió para comentar Diez poetas cubanos. 1937-1947, acerca del despertar de la Isla en la obra de los poetas del grupo Orígenes. En las observaciones de la pensadora española hallamos la fusión de Historia, Poesía y Pensamiento como rasgo caracterizador de los poetas reunidos en torno a la gran revista fundada por Lezama. Leyendo esas reflexiones diríase que Lo cubano en la poesía es la búsqueda de esa interrelación fecunda, y a su vez la búsqueda de un sentido integrador de nuestra identidad, fiel el gran ensayista a los postulados de la poética origenista y a su propio pensamiento, cuyos elementos hemos intentado exponer en estos rápidos apuntes. En su aguda valoración de la antología del grupo, Zambrano nos dice de Vitier algo esclarecedor: este poeta nos entrega en sus textos una “nostalgia sostenida por la memoria no del tiempo que corre, sino de las realidades que lo trascienden”.[37] Es decir: en aquellos años, la obra de este poeta mayor se ha edificado desde un realismo trascendentalista, realismo hacia adentro, no de las formas y de la fabulación; realismo que quiere develar el ser último, del que las palabras son sólo un umbral. Esa verdad hacia la cual va la palabra está en la sustancia misma de la Historia, en su pasado y en su futuro. Es la suya una obra, desde los inicios, sustentada en el ethos de la patria, iluminadora en su voluntad de construir. No es inconsecuente, pues, que la obra de Vitier posterior a 1958 quisiese iluminarnos nuestras más hondas raíces, desde los ensayos reunidos en Temas martianos (primera serie, 1969, en colaboración con su esposa, Fina García Marruz, y el segundo tomo, de 1982), Crítica sucesiva (1971) y Crítica cubana (1988), hasta Resistencia y libertad (1999) –título elocuente para apreciar la consecutividad de un pensamiento que, explícita o implícitamente, deja ver su carácter en última instancia política–, pasando por Ese sol del mundo moral. Para una historia de la eticidad cubana (1975), Rescate de Zenea (1986) y Lecciones cubanas (1996); desde la novela hasta los poemas recogidos en Testimonios, La fecha al pie y Nupcias (1993), pasando por numerosas conferencias sobre distintos temas, problemáticas y autores de la cultura cubana y latinoamericana.

Tanto durante los decenios de los que nos hemos ocupado en estas reflexiones cuanto en los posteriores hasta hoy, se han levantado voces discrepantes frente a tales criterios, desde posiciones ideoestéticas antagónicas o simplemente distintas. Esas otras propuestas de interpretación de nuestra poesía y, en general, de la cultura cubana, mejor o peor formuladas dentro de sus propios cánones, vienen a enriquecer la historia del pensamiento nacional, pero en modo alguno pueden erigirse en verdades incuestionables, como parecen imaginar sus expositores. Si bien el pensamiento de Vitier anterior a 1959 constituye sólo una posibilidad de interpretar nuestra identidad y nuestro destino, las propuestas antitéticas son también sólo otra manera de ver el mismo problema. Si aquel pensamiento ha sido acusado de dogmático, esas propuestas podrían serlo también en la medida en que pretendan excluir cualquier otro acercamiento a nuestras realidades. En tanto posición apriorística o consecuencia de la experiencia intelectual o vital, el escepticismo de Piñera es tan válido como la teleología de Vitier. Partiendo de presupuestos muy personales en la lectura de nuestra Historia, puede afirmarse tanto la certidumbre del futuro como caos y destrucción cuanto la posibilidad del porvenir como un diálogo armonioso entre Poesía e Historia. Frente a las diversas posiciones escépticas y en oposición a las interpretaciones pragmáticas que de los clásicos cubanos del pensamiento político y cultural se han venido realizando en los últimos años, las tesis de Vitier nos proponen una lectura del pasado desde el porvenir y viceversa, lectura basada en la poesía como salvación en tanto reveladora de nuestra identidad y portadora de una ética. Las reflexiones y búsquedas que durante dos décadas fueron integrando los textos que hemos comentado en estas páginas, nos han mostrado la fuerza de un creador que asumió la tradición como posibilidad de edificación del porvenir.


Notas:

* Este texto fue tomado de: Enrique Saínz, Ensayos inconclusos, Editorial Letras Cubanas, 2009, pp. 67-100.

[1] Cintio Vitier: “Experiencia de la poesía”, Obras 1. Poética, prólogo de Enrique Saínz, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1997, p. 29.

[2] Cintio Vitier: “El violín”, Obras 1. Poética, prólogo de Enrique Saínz, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1997, p. 193.

[3] Cintio Vitier: “De las cartas que me escribió Lezama”, Para llegar a Orígenes, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1994, p. 19.

[4] Cintio Vitier: “Nota en torno a Eduardo Mallea”, Para llegar a Orígenes, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1994, p. 9.

[5] Ibídem, p. 7.

[6] Ibídem, p. 8.

[7] Cintio Vitier: “Experiencia de la poesía”, Ob. cit., p. 40.

[8] Cintio Vitier: “Mnemósyne”, Obras 1. Poética, prólogo de Enrique Saínz, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1997, p. 75.

[9] Cintio Vitier: “Sobre el lenguaje figurado”, Obras 1. Poética, prólogo de Enrique Saínz, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1997, p. 98.

[10] Ibídem, p. 105.

[11] Ídem.

[12] Cintio Vitier: “Poesía como fidelidad”, Obras 1. Poética, prólogo de Enrique Saínz, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1997, p. 114.

[13] Ídem.

[14] Cintio Vitier: “[Palabras preliminares]”, Vísperas. 1938-1953, Orígenes, La Habana, 1953, p. 7.

[15] Cintio Vitier: “Nota”, Vísperas. 1938-1953, Vísperas. 1938-1953, Orígenes, La Habana, 1953, p. 70.

[16] Cintio Vitier: “[Palabras preliminares]”, Ob. cit., p. 7.

[17] Ibídem, p. 8.

[18] Cintio Vitier: “Hacia De Peña Pobre (Apuntes)”, Obras 1. Poética, ob. cit., p. 216.

[19] Cintio Vitier: “El violín”, Obras 1. Poética, p. 196.

[20] Enrique Saínz: La obra poética de Cintio Vitier, Ediciones Unión, La Habana, 1998, p. 168.

[21] Cintio Vitier: “La palabra poética”, Obras 1. Poética, ob. cit., p. 90.

[22] Cintio Vitier: “Mnemósyne”, Ob. cit., p. 67.

[23] Cintio Vitier: “Sobre el lenguaje figurado”, Ob. cit., p. 102.

[24] Ibídem, p. 93.

[25] Ibídem, p. 93-94.

[26] Cintio Vitier: “Experiencia de la poesía”, Ob. cit., p. 43.

[27] Ibídem, p. 44.

[28] Cintio Vitier: “Sobre el lenguaje figurado”, Ob. cit., p. 93.

[29] Cintio Vitier: “El violín, Ob. cit., p. 203.

[30] Cintio Vitier: “[Palabras preliminares]”, Ob. cit., p. 7.

[31] Cintio Vitier: “Hacia De Peña Pobre (Apuntes)”, Ob. cit., p. 214.

[32] Cintio Vitier: “Nota a la primera edición”, en Obras 2. Lo cubano en la poesía, edición definitiva, prólogo de Abel E. Prieto, Letras Cubanas, La Habana, 1998, p. 25.

[33] Ídem.

[34] Cintio Vitier: Obras 2. Lo cubano en la poesía, edición definitiva, prólogo de Abel E. Prieto, Letras Cubanas, La Habana, 1998, p. 405.

[35] Ídem.

[36] Cintio Vitier: “La luz del imposible”, Obras 1. Poética, ob. cit., p. 163.

[37] María Zambrano: “La Cuba secreta”, La Cuba secreta y otros ensayos, edición e introducción de Jorge Luis Arcos, Ediciones Endymion, Madrid, 1996, p. 114.

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