¿Cuándo dejaron de ser placenteras las películas de superhéroes? ¿Cuándo se convirtieron en una estación para la desazón del noir, en objetos que provocan más desasosiego que placer lúdico? ¿Cómo es que el universo del comic mismo del que derivan estas narrativas se transformó cada vez más en literatura para adultos en vez de en entretenimiento adolescente?
Me hice esas preguntas viendo The Batman (Matt Reeves, 2022), otra vuelta de tuerca a la oscuridad de un personaje que ha mutado de agente de la ley y protector de los débiles a sujeto con profundos remordimientos y conciencia de los límites movedizos entre el bien y el mal. Su propia identidad de origen lo ha convertido en encarnación favorita de la creciente mutación noir del subgénero: un sujeto cuyo mayor reto es sostener su fe en que defiende algo justo. De ahí que la densidad argumental en este cine se desplace cada vez más del enfrentamiento con villanos y fuerzas oscuras al conflicto interno del personaje, que parece encarnar una penitencia sin fin.
Si bien el giro definitivo del género se produjo a partir de The Dark Knight (Christopher Nolan, 2008), la negación del idealismo que revestía el trayecto del héroe justiciero fue una de las narrativas que mejor encajó el estado de crisis moral que sobrevino al 11 de septiembre de 2001 y a la posterior Guerra contra el Terror. Sólo que aquel tiempo que ahora parece remoto estaba obsesionado con el sentido de la justicia y este de hoy con la superación del nihilismo como eje de todo lo que creemos ser. La nueva kriptonita de los superhéroes de este siglo se resume en el sobrecogimiento que les provoca la sospecha de que proyectarse asumiendo que el fin justifica los medios debilita cualquier causa. De ahí que preguntarse qué significa hacer el bien en un mundo sin teleologías sea hoy el núcleo de las interrogantes en muchas de estas películas.
Guionistas de comic como Frank Miller o Alan Moore llevaron parte de ese zeitgeist a los dilemas de sus personajes, que se debaten con la dimensión ética de sus cometidos. Hoy el único espacio para lo lúdico, para la furia física del combate cuerpo a cuerpo de los action hero de la época de Reagan, descansa en el sarcasmo de Peacemaker (HBO, creada por James Gunn), que no se toma en serio la causa, el motivo de la lucha ni mucho menos la integridad del héroe.
Quizás el trono en este territorio cenagoso lo ocupen Batman y sus antihéroes, con el Joker (2019) de Todd Phillips como la pieza más destacada dentro de esta saga de aproximaciones al desencanto. En la encarnación inolvidable del malvado de Joaquim Phoenix estamos ante una alegoría política que no por gusto invoca como referente central al Travis Bickle de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976). (Ah, Phoenix y Robert Pattinson, dos encarnaciones del sujeto nietzscheano de la época actual). O sea, un forajido producto de la sociedad a la que nunca consiguió ajustarse porque esta lo repudió sin remedio. Un resentido: ese estado del que el mundo de la posverdad siente pavor, porque le cuesta asumir que es también resultado suyo; el rebelde definitivo de la época de la crisis definitiva de la civilización humana. No por gusto el Michael Myers que dibuja Michael Gordon Green en Halloween Kills (2021) resulta a estas alturas únicamente la víctima de unos valores que lo hicieron lo que es. Y el mundo bonito y terso de la sociedad posindustrial, una maquinaria de producir monstruos sanguinarios.
Algo de esto habrá querido decir Robert Altman cuando culpó a Hollywood de sembrar ideas en el terrorismo yihadista. “Esa gente copió a las películas. Nadie podía haber planeado tamaña atrocidad a menos que hubiese visto una película”, comentó, según cita el escritor español Antonio José Navarro en Hollywood y la Guerra contra el Terror (Cátedra, 2021). De acuerdo con el autor, el Pentágono llegó a probar que la resistencia iraquí en Bagdad tenía copias de Black Hawk Down (Ridley Scott, 2001) que le sirvieron para entender cómo un disparo efectivo al rotor de cola de los helicópteros de los ocupantes bastaba para derribarlos. ¿La imaginación como fuente de las atrocidades de la vida real?
Pero volviendo a la realidad de este The Batman, no hay que olvidar que estamos ante arquetipos. Y me temo que la ascendencia que en la cultura popular de hoy tienen tales narrativas deriva de su conexión con el universo mitológico. La imaginación de la época actual encuentra en los superhéroes a sucedáneos de los seres imaginarios que antaño fueran depositarios de las angustias y la incertidumbre de un mundo que estaba buscando su deber ser. Y bajo la crisis de certidumbres que hoy no hace más que aumentar, los relatos de semidioses gobernados por el desaliento resultan faros morales para nuestras propias crisis éticas.
Reeves quiere llevar esto a su máxima expresión cuando su Batman, que más que héroe es aquí reencarnación del Philip Marlowe chandleriano, recurva en su ejercicio detectivesco y de conflicto de lealtades para erigirse como matriz de una heroicidad más clásica: la secuencia casi concluyente donde el ser de la noche prende una bengala rojiza y con ella conduce a una zona más segura a decenas de ciudadanos en peligro de ahogamiento entre las ruinas del coliseo donde se produce el conflicto final, supone un retorno al ideal épico de otro tiempo: el de una suerte de Prometeo que entrega la luz a gente en la que no podrá creer del todo, pero cuyo bien es su destino. Y, una vez consumada la tarea ciclópea, le toca volver a sufrir los pesares de una función que lo rebasa, que no le permite ser para sí mismo.

La volatilidad de lo épico en este cine carga además con un aderezo pueril que acaba por imponer una pátina de quebranto al sujeto heroico: ni siquiera la contraparte femenina es aquí “premio” final. A diferencia de la compañera de aventuras del Hollywood clásico, e incluso del Nuevo Hollywood, la Catwoman que interpreta Zoë Kravitz es abiertamente bisexual y demasiado vamp para acabar como trofeo. De ahí que los guionistas dediquen una despedida a la pareja digna de soap opera. Ello, entre los catorce finales posibles que mi hija le contó a la película. Una coda dilatada que trata de cumplir con todos y cada uno de los espectadores, que no quiere dejar cabos sueltos detectables por los fanáticos del género e incluye la obligatoria escena de anticipación que celebra la lógica serial de la franquicia.
Resulta tedioso tratar de entender hacia dónde se dirige un territorio de la cultura como este, donde la dialéctica entre diferencia y repetición impone en el espectador un argot y una conducta de gueto. Algo no menos tedioso que atender a los vericuetos de estas películas kilométricas. Pero, ya en el territorio de los síntomas y de la lectura desviada, acaba siendo delicioso tratar de percibir cómo a través de esta clase de relatos se reconfigura la dimensión ancestral del alma humana que vive obsesionada con el orden y el caos, el día y la noche, los rituales de destrucción y creación, el acto de nacer y de morir. Hablo de tensiones eternas que nos llevan a la misa o al cine, y que exhiben, disfrazándola, la médula de nuestra inevitable fragilidad.
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