Enrique Molina, maestro de la actuación en Cuba

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Enrique Molina. ‘El cuerno de la abundancia’ (2008); dir. Juan Carlos Tabío / Foto: Tomada de ‘Revista Cine Cubano’
Enrique Molina. ‘El cuerno de la abundancia’ (2008); dir. Juan Carlos Tabío / Foto: Tomada de ‘Revista Cine Cubano’

El 3 de septiembre de 2021 se ha convertido en una fecha aciaga para la cultura nacional: falleció en La Habana, a la edad de 78 años, Enrique Molina, uno de los más sólidos y populares actores de Cuba, maestro de generaciones, gracias a quien el público experimentó muchas veces esa plenitud que comunica siempre una excelente interpretación. Tras 15 días hospitalizado por COVID-19, Molina se despidió: su legado es una serie extraordinaria de personajes memorables, fruto de una de las más brillantes trayectorias histriónicas en la isla.

Enrique Molina gozaba de gran vigencia profesional en el momento de su muerte. Cuando enfermó se encontraba trabajando en la construcción de un personaje para un nuevo serial televisivo. Antes que un obstáculo, la edad parecía en su caso una carta de triunfo. A sus años conseguía vencer, con el mismo talento que en su juventud –con muchísimo más talento, en realidad–, cuanto reto actoral emprendiera. Gracias a esa vitalidad, en los últimos tiempos pudo disfrutarse su genio en un número considerable de películas; en un país donde la producción fílmica no es precisamente prolífica, este actor se daba el lujo de asumir más de un personaje al año.

Esther en alguna parte (2013), Vientos de La Habana (2016), La cosa humana (2016), Los buenos demonios (2018), son algunas de esos últimos filmes en que regaló su talento. La recurrencia en tales producciones era una confirmación de su rigor histriónico a lo largo de décadas de indetenible actividad, el resultado de la profundidad y el convencimiento con que Molina asumió hasta el más plano de los personajes. Su presencia arrolladora ante las cámaras fue siempre, y únicamente, un efecto de la magnitud de su competencia interpretativa.

En cada uno de estos filmes –podríamos sumar a la lista de obras recientes: El cuerno de la abundancia (2008), La película de Ana (2012), Contigo pan y cebolla (2014), Antes que llegue el Ferry (2018)–, se aprecia a un Enrique Molina pleno en la construcción de personajes diversos, inscritos en tramas expuestas con códigos genéricos y audiovisuales divergentes. La capacidad con que se movía en registros tan desemejantes, incluso esa inteligencia con que resolvía imprimir singularidad a personajes afines, garantizaba ya una buena cuota de éxito a cualquier obra. Muchas veces sus roles secundarios alcanzaban a eclipsar a los protagónicos. Tenía una soltura escénica natural; a menudo lo vimos echarse todo el peso de una escena sobre sus hombros, y salir airoso con una organicidad y una hondura admirables.

Enrique Molina / Foto: Tomada de ‘Revista Cine Cubano’
Enrique Molina / Foto: Tomada de ‘Revista Cine Cubano’

La carrera de este actor atravesó disímiles etapas. En Santiago de Cuba, en los años sesenta y setenta, pasó de actor aficionado a miembro del Conjunto Dramático de Oriente, y llegó a ser fundador del canal Tele Rebelde. Vino a La Habana y se incorporó a la televisión nacional, y fue en los ochenta cuando la participación en la serie En silencio ha tenido que ser disparó su vida profesional. El desempeño de Molina en la televisión, un medio más democrático, doméstico, ha sido el garante de su popularidad, de su fama entre los cubanos. No es de extrañar que, en la hora de su partida física, la mayoría del pueblo lo recuerde por el papel de Silvestre Cañizo en la telenovela Tierra Brava. Había cierta espectacularidad ya en la concepción de ese personaje, sobre todo en la caracterización física, algo que lo volvía atractivo para el público. Pero lo que consiguió que Silvestre Cañizo calara hondo en la gente fue la riqueza de matices con que el intérprete construyó su humanidad; el nivel de interiorización dramática alcanzado por Molina sin sucumbir jamás a su perfil performático: en definitiva, un caso notable de honestidad histriónica.

Pero si no fueron los más populares, en el cine, como mínimo, legó algunos de sus más grandes desafíos interpretativos. Su presencia en la cinematografía cubana comenzó con El hombre de Maisinicú (1973), película en que desempeña el rol de un teniente del Departamento de la Seguridad del Estado; un personaje pequeño, de escasas apariciones, un par apenas, pero suficiente… En la escena en que habla brevemente con Sergio Corrieri –un parlamento recortado de la retórica revolucionaria– hay que fijarse en el temple y la sobriedad de la cadena gestual con que Molina acompaña su discurso para apreciar cómo se dota de identidad propia a un personaje tópico por todos los costados. En lo adelante vendrían otros muchos momentos estelares: Polvo rojo (1981), La segunda hora de Esteban Zayas (1984), En tres y dos (1985), Alicia en el pueblo de Maravillas (1990), Hello, Hemingway (1990), Derecho de asilo (1994), Un paraíso bajo las estrellas (1999), Video de familia (2001), Barrio Cuba (2005)…, y estos son sólo algunos de los felices accidentes de su nutrida filmografía.

Enrique Molina (cuarto de izq. a der.). Fotograma de ‘El hombre de Maisinicú’ (1973)
Enrique Molina (cuarto de izq. a der.). Fotograma de ‘El hombre de Maisinicú’ (1973)

En el tránsito del cura que asumió en Alicia en el pueblo de Maravillas al padre de familia de El cuerno de la abundancia, uno puede apreciar la magnitud del actor que fue Enrique Molina. Mas no es sólo su inteligencia para encarnar personajes con visiones del mundo dispares, caracterizados física y psicológicamente desde perspectivas opuestas. Es verlo moverse del esperpento y la euforia a la consternación y la ecuanimidad, de la alegría a la resignación, en un mismo papel, dependiendo de las circunstancias, de los espacios… Su metodología de actuación era sumamente elástica, y lo mismo podía ser muy sobrio a la hora de puntualizar alguna intención que muy demostrativo, en posesión de un sinfín de resortes acrobáticos, gestuales.

El padre asumido en Video de familia es la demostración definitiva de su condición de recordista de la actuación cubana. Los matices con que Molina va desnudando la compleja personalidad de ese individuo constituye una excepcional clase de interpretación. El personaje se presenta como un patriarca intransigente, incapaz de abrir los ojos a las verdades de los otros. Según avanza el metraje descubrimos que esa soberbia con que niega la realidad en torno suyo es un mecanismo de protección; aceptar las razones de los otros es, de alguna manera, atentar contra su propio yo, contra los principios con que ha edificado su realidad. En la medida en que el hijo (Herón Vega) socava la regencia del Padre (Molina), este último va atravesando los más variados estados anímicos: de la indiferencia y la arrogancia a la violencia y el llanto, hasta experimentar un verdadero desplome emocional y doblegarse ante el cariño de sus hijos y el imperativo de cohesión familiar. En todos esos estadios, Molina se las arregla para ir orgánicamente de la introspección a la extroversión. Expresivo y convincente.

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Enrique Molina era la mayoría de las veces divertido –tantas veces lo disfrutamos y lo sufrimos en comedias, tragicomedias, dramas con tonos de comedia…–, y fue siempre profundo. Ese es el secreto de su maestría.

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ÁNGEL PÉREZ
Ángel Pérez (Holguín, Cuba, 1991). Crítico y ensayista. Compiló y prologó, en coautoría con Javier L. Mora y Jamila Media Ríos, las antologías Long Playing Poetry. Cuba: Generación Años Cero (Casa Vacía, 2017) y Pasaporte. Cuba: poesía de los Años Cero (Editorial Catafixia, 2019). Tiene publicado el libro de ensayos Las malas palabras. Acercamientos a la poesía cubana de los Años Cero (Casa Vacía, 2020). En 2019 fue ganador del Premio Internacional de Ensayo de la revista Temas, en el apartado de Estudios de Arte y Literatura. Textos suyos aparecen en diversas publicaciones de Cuba y el extranjero. Vive en La Habana.

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