¿Estás trabajando en algún proyecto ahora mismo en tu estudio? Si es así, ¿podrías describirlo brevemente?

Trabajar desligada de cualquier meta inmediata ha sido mi especialidad los últimos años, y me ha enseñado mucho. Me ha devuelto la paz intelectual que en algún momento perdí, la conciencia, la certeza de lo vasto que es el mundo y lo pequeños que somos nosotros. Esto más allá de que la pandemia, la emigración y la maternidad me mantienen en vilo, sin seguridades plenas. El proyecto en el que me encuentro involucrada ahora mismo es Anima, tratando de encontrar la manera de seguir colaborando juntos desde la distancia, que al menos para mí es bastante difícil. Sin embargo, Anima es un proyecto bastante flexible que permite todo tipo de iniciativas y que se funda sobre la base de la colaboración. El estudio de la memoria, no tanto como colección de objetos o historias sino como la elucidación de las diferentes narrativas que constituyen a una generación, a un período, o a las propias dinámicas institucionales, ha sido algo que siempre me ha fascinado. Por otra parte, me dispongo a continuar mi carrera en Estados Unidos. Mi plan inmediato es empezar ahora, a finales de agosto, mi doctorado en Historia del Arte en Tyler School of Art and Architecture, Temple University. Era mi sueño dorado desde que fui por primera vez a Tyler, porque es una escuela de artistas y los historiadores trabajan en medio de los talleres y las exposiciones. Nada más cercano a lo que fue mi experiencia de trabajo en Cuba.

¿Cuál es su receta para sobrevivir en un momento de casi sólo malas noticias?

Sobrevivir es un acto vital ciego y amoral. Para alguien que ha vivido en Cuba la mayor parte de su vida, sobrevivir es la receta de lo cotidiano. Sin embargo, la crisis actual nos ha impulsado a sobrevivir desde la conciencia de nuestra propia fragilidad y la de los otros, cercanos o no. A mí el encierro y las malas noticias no me resultan del todo nuevos, tengo una tendencia casi patológica al pesimismo y el encerramiento. Para sobrevivir antes y durante la pandemia escucho a diario mi selección de podcasts favoritos Radio Headspace (sobre meditación zen), Catholic Daily Reflections (no tengo que explicar de qué va), Art Matters (podcast sobre arte y cultura en sentido general); repaso a cada rato los temas que más me impactaron del musical Hamilton; y trato de dedicar al menos unos minutos al día donde no pienso en nada.

¿Qué es algo que todos (cada uno de nosotros, personalmente) podríamos hacer para hacer del mundo un lugar mejor cuando este desastre llegue a su fin?

Creer que hay algo que, personalmente, podemos hacer para vivir en un mundo mejor después de esta crisis me suena a guion de película catastrofista hollywoodense donde la familia dividida, fracturada, encuentra en medio de la crisis (sea tsunami, terrorismo o virus) el espacio para una reconciliación familiar. La esperanza no me da para tanto. No creo que haya que esperar ningún tipo de reconciliación social después de la pandemia. Por el contrario, creo que las divisiones que antes había serán aún más profundas, y el trauma social que quede como residuo de este desastre será una vez más ahogado en la premura por seguir hacia adelante y pasar la página. Tampoco creo que lo que está pasando es “culpa” –esa categoría tan cristiana– del capitalismo, el neoliberalismo o la crisis medioambiental, eso me suena al guion de otra muy mala película que ya vi. Creo que si hay alguna lección que aprender de las experiencias catastróficas solo se ve más tarde, mucho más tarde, cuando ya todo ha pasado y uno piensa que ya ni se acuerda de eso. No obstante, estar en contacto con la fragilidad y las limitaciones de la sobrevivencia humana, algo que ni comienza ni termina con los efectos de una pandemia, tendría, a mi juicio, como única virtud la posibilidad de una meditación ante la muerte que le devuelva a lo cotidiano su carácter excepcional, esa dimensión de gratuidad del instante presente que con frecuencia permanece oscurecida en medio de nuestros planes y proyectos de futuro.

¿Cuál es la principal lección que el mundo del arte debería aprender de todo esto? ¿Cómo te imaginas la escena del arte posapocalíptico?

El mundo del arte es una señora blanca, de blusa monocromática y perlas extra-large, no importa que incesantemente trate de fingir que su lengua es creole, cuando la sacudes en medio de una crisis emocional ella te responde en francés colonial perfecto. Las crisis y el miedo nos retrotraen al punto inicial, a lo que te fue dado sin plena conciencia y que se encuentra en los estratos corporales de un aquí y ahora siempre circunstancial. Pedirle al mundo del arte que aprenda algo es una quimera, la verdad que tampoco entiendo qué podría aprender de una crisis como esta. La era del social distancing creo que será bastante selectiva, algunas geografías se reconstruirán y otras volverán al mismo punto. En cualquier caso, el apocalipsis ya estaba aquí, todo depende de hasta qué punto uno quiera montarse en esa carroza para darle la vuelta al pueblo.

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SOLVEIG FONT
Solveig Font Martínez (La Habana, 1976). Licenciada en Estudios Socioculturales. Se desarrolló como especialista en artes plásticas en la Asociación de Artes Plásticas de la UNEAC y más tarde en la Galería Villa Manuela de la misma institución. Trabajó como curadora en la Fábrica de Arte Cubano (FAC) hasta el 2015. En el 2014 fundó el espacio de arte Avecez art space, donde ha trabajado con artistas y curadores nacionales e internacionales. Ha realizado más de veinticinco exposiciones dentro y fuera de Cuba. Ganó en 2015 la Residencia de RCAAQ en Montreal, Canadá.

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