Fleur Jaeggy
Fleur Jaeggy

Es un rasgo curioso y acaso enigmático de la literatura contemporánea el pertinaz interés en las biografías de los escritores: en principio, esos personajes supremamente sedentarios[1] no deberían suscitar –más allá de algunas fulgurantes excepciones: pienso en Conrad y Dostoievski— una curiosidad semejante. Y, sin embargo, proliferan las ficciones — generalmente mediocres–[2] en torno a diversos escritores (ante todo novelistas):[3] al parecer los lectores –especialmente los de lengua inglesa– manifiestan un inextinguible, voraz afán por conocer los detalles más insignificantes de esas existencias consagradas a erigir laboriosos entramados verbales. Otros se encargarán, quizá, de dilucidar los motivos de semejante avidez, yo me limito a constatarla y a observar que, en general, las obras dedicadas a este propósito suelen resultar decepcionantes. Por fortuna para nosotros, en ese océano de mediocridad hay también algunos libros notables: ninguno puede compararse, sin embargo, con Vidas conjeturales, de la suiza Fleur Jaeggy, suprema obsesa de la forma en la literatura contemporánea.

Jaeggy no es, enfáticamente, una escritora ordinaria: a nadie sorprenderá que su texto difiera enormemente de cualquier otra “biografía ficcionalizada” urdida en nuestra época: aquí se trata más bien de relatos soñados: no porque invente hechos arbitrariamente –aunque no me extrañaría que se hubiese tomado algunas libertades, sobre todo en lo que concierne a Keats–, sino por la cualidad visionaria y aun alucinatoria de su escritura: como si intentase articular una suerte de equivalencia o isomorfismo entre la textura profunda de su prosa y la de aquellos cuyas vidas refiere (proyecto esencialmente irrealizable pero que inviste la obra de cierta melancólica grandeza: la décadence inmanente a todo lo que ha escrito no está demasiado lejos). En cualquier caso, se trata aquí de tres “vidas conjeturales”[4] de escritores malditos en el siglo XIX: De Quincey, Keats, Marcel Schwob.

Abordemos, entonces, su brevísima, intensa indagación en torno a De Quincey: como suele suceder con Jaeggy, nada puede prepararnos para la extrañeza esencial de su prosa y la primera oración nos sume en un estupor del que nunca nos recuperamos completamente: “Thomas De Quincey se convirtió en un visionario en 1791, cuando tenía seis años”. Así es la suiza: nada de insulsa palabrería preliminar, dudosas teorías psicoanalíticas[5] o grotescas generalizaciones sobre las circunstancias de la vida inglesa a finales del siglo XVIII: ella va a lo suyo como el halcón se arroja sobre su presa en la heráldica del Emperador Federico II (Stupor Mundis), y lo que busca puede resumirse, al menos en el caso del prosista británico, en una breve expresión: el fundamento numinoso de la escritura.

En efecto, para Jaeggy (lectora no solo de los grandes místicos alemanes,[6] sino también de la beata Ángela Da Foligno y de tipos tan complejos como Henri Corbin)[7] los artistas verbales más interesantes son aquellos que ya Baudelaire, con cruel precisión, había definido como “marcados por el sueño fatal”: visionarios, enfermos en Dios, ebrios de talento, aflicción y grandeza:[8] en De Quincey semejantes rasgos proliferaban, mezclándose en una portentosa operación alquímica que transmutaba su prosa –la más apreciada por Borges, y eso significa algo– en un fenómeno apenas comprensible que jamás se ha repetido. Todos conocen o creen conocer los detalles de su irremediable, devastadora adicción al opio; mucho menos conspicuos resultan su propensión a la desdicha, la paralizante melancolía que atormentó sus noches insomnes y su incesante comercio con la nada –o al menos con la idea de esta–.[9]

La melodía fatal de su existencia atribulada debía resultarle irresistible a alguien con una sensibilidad tan exquisitamente mórbida como la de Jaeggy. Así, narra con oraciones sorprendentes, perfectamente cinceladas, esta existencia malograda, insertando con pulso firme, cuando la urdimbre de la prosa lo requiere, algunas gemas verbales extraídas de la obra del propio De Quincey. Naturalmente, tampoco es que escasearan: ¡catorce gruesos volúmenes!: Borges se ahogó en esa prosa coruscante y emergió transfigurado. No ha sido el único, aunque ahora, por las incomprensibles oscilaciones del gusto, pocos lo leen en el mundo anglosajón. Pero su momento llegará: es imposible escribir con semejante potencia y ser ignorado por mucho tiempo. En cualquier caso, resulta un consuelo menor que tanto Borges como Jaeggy[10] lo veneren desaforadamente.

Bien, hablemos de John Keats: como dicen los ingleses, “the plot thickens”:[11] De Quincey era, después de todo, un tipo relativamente comprensible (bueno, tampoco exageremos): Keats, quizá el más grande de los poetas románticos, fue también el más inescrutable. Cioran, con su olfato para las definiciones fulminantes, observó: “El romanticismo inglés fue una acertada mezcla de láudano, exilio y tisis”. Los tres rasgos figuran, prominentemente, en la biografía escrita por Jaeggy. La suiza ha sabido comprender como pocos que el autor de Hyperion encarnó, en su forma más pura, la rutilante, enrarecida cumbre de la poesía romántica, el hábito de la desdicha y lo que Novalis ha llamado “la esencia de la enfermedad, tan oscura como la esencia de la vida”. Los otros escritores románticos –incluyendo al sobreestimado Byron– tuvieron diversas veleidades ulteriores a su existencia como poetas y, hasta cierto punto, podemos “entenderlos”:[12] nada similar ocurre con Keats: un velo más o menos impenetrable parece cubrir todo lo que hizo, pensó y escribió.

En una época que sólo parecía ofrecer dos opciones (el ateísmo radical y la conservadora, soporífera Iglesia Anglicana) optó, como Hölderlin –aunque, a diferencia de este, profesaba una rigurosa ignorancia del griego– por el regreso al mundo clásico[13] y la veneración tanto de los arquetipos platónicos como de sus manifestaciones fenoménicas:[14] su única Religión era el culto a la Belleza en todas sus formas. Una intensidad frenética parecía impulsarlo, como si previera la abrupta llegada de lo ineluctable: “Devoró libros, copió libros, tradujo secciones enteras de libros que no podía permitirse, se convirtió en escriba y secretario de su mente”; “la poesía, dijo, es lo único que merece la atención de los espíritus superiores”; “Los académicos repetían como autómatas que no sabía griego: ¿y qué?: su griego soñado le permitió quizás poblar los campos de Albión con fragmentos de ruinas clásicas”: muy cierto, y el sonido y la furia de esos versos son la Literatura misma.

Sólo nos queda entonces el bueno de Schwob: el enfermizo, prodigiosamente erudito, frágil, melancólico soñador Marcel Schwob. Reconozco que no me entusiasma demasiado: quizá no he merecido su obra. Pero no importa, si es lo suficientemente bueno para Jaeggy –y para Borges–[15] debe haber algo en él que lo convierte en un artista verbal de primer orden, aunque con Jaeggy las sorpresas abundan y es difícil saber con certeza por qué aprecia a un escritor.

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En este caso, la conjunción de excentricidad, desmesurado saber políglota[16] y avidez por llevar su cuerpo en ruinas hasta los confines del mundo conocido — seguía en esto a Stevenson, su ilustre predecesor– parece haber capturado la portentosa imaginación de la suiza: es esta, acaso, la más conjetural de las biografías y Jaeggy, según creo, no permite que la inexistencia de las así llamadas “fuentes fidedignas” la detenga siquiera por un instante: como ya he observado, ella va a lo suyo con determinación inflexible. Y, aunque la certeza resulta quimérica, repitámoslo: en el caso de Schwob –el nieto de rabinos y estudiosos de la Cábala que renunció a cualquier especulación religiosa– parece haber sido la tensión entre el deseo del saber absoluto y, al mismo tiempo, la pasión por experimentar aventuras que, inevitablemente, lo aniquilarían (“los dos linajes”, habría dicho Piglia) aquello que atrajo a la suiza: “Hizo de la Biblioteca su residencia permanente, dominó el griego, el persa, el árabe, pero no fue suficiente y decidió seguir los pasos de Stevenson”. Decisión fatal, inscrita en el linaje de Baudelaire, ese maldito por excelencia: “Cielo o Infierno, qué importa: al fondo de lo Desconocido para encontrar lo nuevo”. Pero precisamente, como dijo otro vitriólico francés “nadie ha encontrado ni encontrará jamás”. Su melancolía, su autodestructiva lucidez, su cuerpo ruinoso lo siguieron al fin del mundo y de regreso a París, donde sólo le aguardaba la decepción postrera. Jaeggy consigue describir con inusual precisión y refinamiento casi proustiano ese naufragio en el desbarrancadero del tiempo: no es el menor de sus méritos en este excepcional volumen.


Notas:

[1] Y no podría ser de otra forma: su verdadera vida reside en la incesante labor de su imaginación creadora, en las dilatadas, arduas horas que se consumen en la búsqueda de la grandeza estética: “Escribir una novela es el equivalente intelectual de trabajar en una mina” (Alan Pauls).

[2] Hay, por supuesto, excepciones: The Master, de Colm Toibin, sobre Henry James es un relato de primer orden.

[3] Y algún que otro poeta, naturalmente.

[4] El título es, según creo, toda una declaración de principios.

[5] Su maestro es Meister Eckart, no Freud.

[6] Tauler, Jacob Boehme, Angelus Silesius, el ya mencionado Eckart.

[7] Este famoso especialista francés en la mística sufí desarrolló también una doctrina angelológica (pueden estar seguros de que no he inventado ese curioso término) absolutamente insensata –nada así se había visto en Occidente desde Tomás de Aquino– que no podía dejar de seducir a Jaeggy, esa fanática del delirio expresado con elegancia.

[8] Algunos podrían pensar que se trata de una perspectiva algo estrecha sobre la esencia de lo literario, pero eso no tiene la menor importancia: es la suya y ella no tiene tiempo para debatir con los profesores.

[9] Ricardo Piglia ha elogiado elocuentemente –y con razón– el gran poema borgiano “Insomnio”: pocos textos se acercan tanto a lo que el ensayista inglés debió soportar durante años: “De fierro, de encorvados tirantes de enorme fierro, tiene que ser la noche, para que no la revienten y la desfonden las muchas cosas que mis abarrotados ojos han visto, las duras cosas que insoportablemente la pueblan”.

[10] Tan diferentes entre sí como Flaubert y Kafka, pero en definitiva unidos por su innegable grandeza: lo único que importa.

[11] La trama se complica o algo por el estilo.

[12] Una exageración, naturalmente, pero aceptémosla como hipótesis de trabajo. En cualquier caso, sí despliegan algunos rasgos que –convertidos en lugares comunes de la biografía sensacionalista– parecen definirlos: Shelley el ateo, Byron el seductor inveterado, Wordsworth, gran sacerdote de la naciente Religión de la Naturaleza… y devoto anglicano (no me pregunten cómo reconciliaba lo irreconciliable: probablemente tampoco él lo sabía).

[13] Su iniciación al mundo clásico se produjo con la lectura, a los nueve años, del Diccionario de Mitología de Lemprière.

[14] Fanny Browne, las obras de Shakespeare, las urnas griegas en algún museo.

[15] Es un lugar común de la crítica la influencia de las Vidas Imaginarias sobre Historia Universal de la Infamia.

[16] “A los tres años hablaba francés, alemán, inglés”.

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