Carlos A. Aguilera
Carlos A. Aguilera

Solo un chino puede dibujar una línea en el horizonte.
Michaux-Aguilera

Carlos A. Aguilera penetra en una oscuridad meridiana, sus ideas emergen en el lenguaje aspirando al gesto radical; quien se atreva a leerlo como parte del mapa literario cubano tropezará con lo que me atrevo a llamar la disfuncionalidad añorada, el punto donde todo lo demás queda bajo una duda recurrente, y, sobre todas las cosas, atenazado por lo mordaz de esta poética. Los graves avisos de ese pulso me han llegado a través de esos engendros suyos a los que se les termina llamando libros.

Pensar en la escritura de Aguilera, ahora mismo, demanda sopesar el origen del tipo de escritor que él representa. Seguir el rastro de la materia que ha venido eligiendo durante casi tres décadas para espantarnos esas criaturas cínicas que conforman su obra, partiendo de la ya lejana época en que apareció Das Kapital, acompañado por el revuelo de la incomprensión y la ignorancia, pero también bajo la mirada de unos pocos, quienes lo reconocimos como brecha necesaria para reinterpretar nuestra tradición y darnos cuenta de la cantidad de moho y santurronería con la que esta cargaba (y aun carga), y que no es precisamente una cantidad hechizada.

Los poemas que conforman Das Kapital (escritos entre 1992 y 1993, y publicados en 1996) poseen un aire de teatralidad hasta ese momento no encontrada en la tradición poética en la isla, son textos fácilmente representables, tanto en un escenario como en la mente de cada lector. Más allá de los diferentes recursos gráficos que el poeta emplea, y que terminan por darle una singular complejidad al libro, se impone su visión transgresora sobre la vida; por momentos da la sensación de que se asume al ser como a un guante, para poder virarlo con facilidad y que ese interior escabroso quede insertado en una polémica colectiva atravesada por el valor de lo paródico y la apreciable utilidad de las exageraciones. Somos convidados a transitar a través de un agujero conformado por todo lo que comúnmente nos puede resultar ajeno al territorio de la actividad poética, quedamos extrañados, confundidos, pero finalmente nos funciona y hasta logra producir cierto encantamiento; justo cuando estos textos pudieron ser escuchados en la voz de su autor terminaron por resultar estrictamente convincentes.

Ante Retrato de A. Hopper y su esposa (1995), nos dejamos conducir por esos versos tan cortos como las extremidades de un enano, en este detalle puramente económico comienza a ser exitosa su agilidad sonora y conceptual. Por detrás se está rompiendo con el tedio, con la maña retórica y sus ataduras, por delante el espectáculo, algo así como una cobra de vidrio que te cuenta a través de imágenes algo que sucedió en un tiempo lejano y en un espacio distante. La poesía es aquí una delgada línea que expulsa el lirismo, o lo reconstruye de manera inusual, una forma audaz de reponer paisajes y personas a partir de una relación maquinal y, a la vez, seductora que le permite al lector entrar y salir como si este estuviera participando de un juego.

Carlos A. Aguilera
Carlos A. Aguilera

Este cuaderno esencialmente me interesa como una escritura de los ambientes, dada a presentar atmósferas para, a partir de ellas, desactivar mitos y dejar claro que lo humano sobrepasa cualquier lenguaje expresivo, que los referentes son constructos definitivamente útiles que no se transforman en camisas de fuerza, por el contrario, actúan para dinamitar y colaboran con una nueva visión de la realidad.

El poema “Mao” (publicado en la revista Diáspora(s), 1997) se logra sostener como una pieza totalmente independiente, ironiza de forma magistral con la manía de la verticalidad y en arriesgado ejercicio de usurpación consigue hacerse de un carácter, de una voluntad que dentro del lenguaje funciona como reverso, critica lírica, tensar hasta mas no poder las orejas peludas del delirio que produce el actuar totalitario. Es un texto que muestra una manera muy contemporánea y eficiente de cómo la ficción, y específicamente la poesía, puede enfrentar a la historia, transformarla en una materia dúctil y flexible de la cual el escritor obtiene múltiples ganancias.

En “Mao” estamos ante versos que van tejiendo un relato, un tino crítico que no divorcia la poesía del pensar, la hace participar de otra capacidad reflexiva donde accedemos a una nueva manera de comprender la belleza; lo cínico aquí alcanza un esplendor, un estilo de lucirse en la pasarela de la barbarie y lo irracional. Entre “Mao” y los gorriones se crea una riqueza dramática en gran medida fruto del antagonismo que ambos representan. Cada trecho nos deja una fotografía nítida, conmovedora, testimonio que la escritura nos devuelve a través de su irreverencia.

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“Nabokov. Una biografía” (1997-2016) es un poema recuperado por Aguilera, muchos años después de haberlo comenzado a escribir, gracias a la colaboración de un amigo, posiblemente el más cercano a lo que más adelante se nos ha presentado como el espíritu de su prosa. En “Nabokov…” nos espera “un ambiente repugnante”, como acrílico ocre, que se esparce detrás de las palabras. Somos convidados a una trama totalmente escatológica donde el asunto de la identidad pasa por la irónica condición de las imitaciones, allí irrumpe el conflicto de desertar de lo humano. Entonces Nabokov, el gran imaginario que mueve la condición misma del poema, escapa de la frontalidad que está ocurriendo entre perro y hombre, para ser “un pato que sabe bailar, tomar sopa, leer y bañarse en una palangana”. Es cuando se siente que el viaje emprendido desde Pálido fuego hasta esta pírrica laguna donde nos reencontramos con Nabokov ha sido válido, sobre todo para entender que la verdadera literatura es una sola, sin importar de donde provenga, ni la vía utilizada para llegar a ella, esto en verdad provoca estremecimiento.

De izquierda a derecha Rito Ramon Aroche Pedro Marques de Armas y Carlos A. Aguilera | Rialta
De izquierda a derecha: Rito Ramón Aroche, Pedro Marqués de Armas y Carlos A. Aguilera

En Asia menor, publicado por Bokeh en 2016, Carlos A. Aguilera reúne lo que se puede considerar la médula de toda su obra en verso, y además nos obsequia un territorio desde donde se mira con esplendida lucidez hacia su prosa. Escritura que ha venido desechando la linealidad y se interna en ambientes más densos donde lo provocativo y la abyección como síntoma principal de sus personajes prevalecen.

La vida interior y el orden social se debaten en los relatos de Carlos. A. Aguilera; de su actividad subjetiva fugan como bola por tronera microuniversos que mezclan los delirios de la conducta individual con los delirios de las ideologías: en cada una de estas entregas Aguilera avasalla los géneros, los remueve de su confort, obteniendo una suerte de arritmia que termina aliándose con la intensidad. Así se presentan criaturas tercas, que por lo general gozan de una brevedad hiriente, de una contundencia a la hora de desnudar los conflictos o tensiones que está dispuesto a radiografiar de forma aguda.

Esta literatura se consagra en sus posicionamientos, tanto conceptuales como estéticos, en las potencialidades que le otorga haber comprendido las lecturas como un proceso nada pasivo que acepta el parasitismo como creación y lo pone al servicio de la interpretación de fenómenos que son cíclicos y han dejado su huella profunda en nuestra memoria. Más que reconocer influencias, este autor habla de la importancia de algunos escritores y libros específicos (Bernhard, Esterházy, Lamborghini y Calasso –el de El loco impuro–, entre otros), por lo que intuyo que para él lo decisivo ha sido descifrar síntomas y trasladarlos hacia un contexto mucho más fragmentado, donde predomina el afán de explorar una energía que no se agota y adquiere otros rostros en tiempos de pulverización.

Carlos A. Aguilera va a ser siempre quirúrgico ante todas aquellas formas o temas que conducen a la opresión, tanto a los que se generan en el seno de la familia, en la sociedad, y sobre todo en el vínculo traumático entre poder y sociedad; por momentos tiene una manera despiadada de hacerlo, en otros es prodigo en crear personajes paródicos cuyos discursos nos traen de todo un poco; esos delirios amalgamados logran empastar perfectamente con aquello que asoma como su estilo y logra imponer la permanencia de una voz.

En el Discurso de la madre muerta (2012), el tema de la vigilancia y el espionaje estructuran todo el parloteo de la protagonista, el tono grave de su monólogo, la esencia de su sufrimiento y por tanto de su desgracia. Llama poderosamente la atención que ella dialoga todo el tiempo con lo inanimado (lo muerto o seco), los rastrojos que ha dejado como secuela el trauma inducido; el padre, el hijo y el gato a los que se dirige son representados por muñecos.

Sin embargo, el gato se roba el show, es el gran símbolo de esta contienda, donde la madre acumula un odio insondable hacia todo lo que procede de Rusia y una dosis de resentimiento para nada menor hacia las personas que han compartido el hogar bajo el hostigamiento y la incertidumbre. Ese gato, en mi opinión, es el punto más al alto de la escena, justo donde el lenguaje desborda la más eficaz insidia contra todo que le resulta grosero y aprovecha para tomar venganza transformando al felino en los ojos del Estado (ruso), que no dejan de observarte hasta cuando duermes, y “espía lo que sueñas”, pero a la vez se presenta como “el gato araña” y “el gato-Estado”, una bola de nieve que a gran velocidad impacta, pero que termina derritiéndose a los pies de los más pacientes.

Los “Minidramas” (que aparecen a continuación de Discurso de la madre muerta, en la edición de Baile del Sol, 2012) son ejercicios minimalistas, que complementan la intensidad y las tensiones de la pieza mayor, pequeñas recreaciones que resultan muy propicias para trabajar desde una nueva sensibilidad con la potencia del absurdo combinada a la erosión de la ironía. De esa manera se arriba a una especie de manía de desafiar, de descolocar actitudes y cosas, degradar poderes y ridiculizar arquetipos.

El imperio Oblómov (2014) coquetea con la tentativa de construir un Bildungsroman alimentándose de lo más clásico y vomitando puro transvanguardismo. En esta narración desde el comienzo me dejo arrastrar por tres cosas puntuales que marcan al personaje: el rechazo contundente al Este, una abuela hemofílica húngara y su condición de tuerto. Es esa condición lo que transformará el viaje de su crecimiento en un trecho accidentado y provocador donde las palabras muerte y ojo van a entrar en un tipo de relación muy morbosa, así cuando el ángulo se estrecha, el plano se estrecha, y tiende a crecer la obsesión (las obsesiones), lo que sin dudas evidencia la apreciable riqueza para narrar lo que acontece entre la sensación frustrante de la pérdida y el desespero ante lo que te persigue e irremediablemente te alcanza (la muerte).

En El imperio Oblómov prosiguen las patologías, anomalías, la sarcástica melodía que segrega lo grotesco, y el excelente oído que acostumbra a mostrar Carlos A. Aguilera cuando descifra sus misterios. Se trata un poco de masticar la propia cola, por la que muchos te reconocen, devorar sin miramientos aquella materia a la que te debes o de la que estás hecho.

Matadero seis (2012) se me presenta como una hermosa reivindicación de lo escatológico, sobre todo porque conduce hacia situaciones e imágenes excitantes que derrocan la retórica del comportamiento más racional, allí el lenguaje corta, se puede llegar a confundir la lengua con el látigo y viceversa, entonces expresiones como “orinar en circuitos, rombos, simétricos espirales”, “la raja”, “donde tu cuerpo amarra a cada animal para que defeques”, “el canal de mi marrana”, “échame tu buen chorro en la boca”, terminan por calentar al lector. De forma mordiente se despliega un espíritu tipo anticristo que explora el reverso de una fe vinculada más al ejercicio de un poder que a la inmanencia de una divinidad.

Esencialmente el asunto del poder vuelve a colocarse en el centro de toda la problemática, y un fragmento como el siguiente lo ilustra con gran claridad: “para que sepas qué es el poder, Ayudanta, de dónde nace el poder, de dónde sale, dónde muere, dónde crece, dónde duele, dónde vive, y por eso estarás con los brazos abiertos hasta que Nikolaus quiera, Ayudanta, hasta que tu dolor y su poder se conviertan en una única y exquisita cosa”. Así comprendemos que dicho poder no tiene límites, la sumisión tampoco, o sencillamente que su límite significaría la muerte del poder. El sadismo reina fuerte, sin decaer un instante, como detalle narrativo alcanza el mérito de volverse creíble y a través de la producción de dolor y placer legitimarse como la manivela que hace funcionar esa metáfora.

Carlos A. Aguilera
Carlos A. Aguilera

El tema China, rico para abordar e ironizar sobre diversos tópicos de la Historia, la memoria, y la escena contemporánea interpretada como un conflicto in progress, ha constituido un territorio fértil, no solo para la obra de Carlos A. Aguilera, sino para otros miembros del grupo Diáspora(s), como son los casos de Pedro Marques de Armas y Rolando Sánchez Mejías.

Si en “Mao” se asume China desde una posición de contingencia y crítica hacia una de las expresiones más extravagantes de la barbarie (la guerra de los gorriones), en Teoría del alma china (Bokeh, 2017) hay mucho más de antropología, de sentimientos encontrados sobre la esencia del “imperio” y las aristas diversas desde donde pueden ser interpretados conceptos como disciplina, rectitud y laboriosidad. En Teoría del alma china hacemos un viaje a ese territorio y a esa cultura, nos desplazamos entre bombillas de papel, fumaderos de opio clandestinos, nos volvemos a espantar sobre el modo enfermizo de vigilar la producción artística y literaria, y siempre como un aguijón termina por aparecer el contraste entre el país legendario, sabio en sus costumbres, y la ideología nociva que lo distorsiona y vulgariza.

Termino comentando el libro que inicialmente me convocó a escribir estos apuntes, me refiero a Clausewitz y yo, publicado en Madrid en noviembre del 2020. Integrado por tres narraciones (“Clausewitz y yo”, “Néklas & Néklas” y “Nuevas revelaciones sobre la muerte de mi padre”), esta entrega exhibe una coherencia total con los temas, la intensidad y, sobre todo, las atmósferas que se registran en su prosa anterior, vuelve a poner sobre el territorio de la escritura situaciones extremas, cruzadas por el pulso de violencia, y generando una buena dosis de repulsión, componente que, en las últimas décadas, se ha usado con efectividad en algunos fenómenos creativos como el cine (sobre todo el asiático) y las artes visuales. Es Clausewitz y yo una oportunidad reciente y vigente para visitar la radicalidad de un escritor que no ha dejado de arriesgar ni tan siquiera en una página, y desde esa condición no pierde la posibilidad de inquietar, como si eso para él resultara un ciclo interminable y necesario.

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