El Salón de Mayo es el receptáculo de los valores adquiridos, o antes bien, conquistados. Por sus selecciones, y gracias a la libertad de su comité, registra lo que a continuación de las generaciones plásticas que han producido los movimientos dominantes de estos últimos decenios constituye la vanguardia de hoy en día. Esta vanguardia generalmente se ha manifestado primero en los salones o en exposiciones que han permitido la toma de consciencia necesaria. Desde hace cuatro años se ha afirmado que, paralelamente a una gran afición por el objeto y por la renovación de la abstracción cinética y, algunas veces, contrariamente a estas investigaciones, se ha afirmado un retorno muy significativo a la figuración. Esta figuración resurgida de la ola abstracta, la cual ha sido llamada en sus comienzos “nueva figuración” (aunque el término tienda hoy a ser abandonado porque abarca experiencias más antiguas, como la de CoBrA), no se presenta como un todo monolítico.

Podemos, a grandes rasgos, observar tres familias distintas, cada una de ellas representada en la selección cubana del Salón de Mayo por pintores ya muy afirmados. Aunque muchos de estos pintores hayan participado en exposiciones colectivas como Mitologías cotidianas en 1964 o las dos sesiones dedicadas en 1964 y 1965 a la figuración narrativa, y más recientemente en El mundo en cuestión;[1] aunque ellos hayan sido invitados regularmente al Salón de la Pintura Joven, y aunque el museo de Lund y J.J. Leveque haya agrupado a algunos de ellos en 1965 bajo el tí­tulo Lo maravilloso moderno, ellos han confirmado de año en año sus características específicas.

Primeramente, determinadas afinidades personales y estilísticas reúnen a pintores como Rancillac, Monory, Télémaque, Buri, Adami, Klasen, Erró, Voss, a los cuales se puede añadir el ar­gentino Seguí y Cheval-Bertrand, desaparecido hace casi un año. Todos analizan una realidad no tomada en lo vivo (como lo hacían los pintores de paisajes o de naturalezas muertas de las principales escuelas del siglo XIX o comienzos del XX), sino a partir de una documentación de base, de un intermediario gráfico o visual (fotografías, ilustraciones de revistas, secuencias de filmes, tiras cómicas, etcétera), y que muestran su preocupación de inserción en una realidad sociológica contemporánea de la cual ellos son al mismo tiempo los testigos, los actores y algunas veces los denunciadores. En algunos como Rancillac, Télémaque, Adami, Cheval-Bertrand, Buri, Alleyn, Lourdes de Castro la manera es fría, analítica, precisa, la imagen se encuentra disecada según un método que constituye un lenguaje original. En otros como Monory, Erró, Lea Lublin y Seguí, las leyes de la imaginación, hasta el delirio de la concepción, sobrepasan al análisis. Voss, como Bertholo antes de que practicara el corte sobre el metal o la madera, utiliza una especie de escritura automática de la imagen donde una forma trae aparejada otra en una narración improvisada y apetitosa.

Estos pintores son sin duda los que han confesado más afinidades con el pop art, aunque sus propósitos sean distintos: la temporalización de la imagen (incluso la referencia narrativa), la preocupación por escapar a la simple constatación del medio ambiente para intervenir en el mundo, los antecedentes típicamente europeos de su pintura, les conceden un puesto original dentro del contexto internacional, frente al dandismo paradójico de los ingleses del pop y frente al intelectualismo amanerado de ciertos italianos. Un viejo fondo expresionista, completamente depurado (salvo en Voss), ha marcado a algunos de ellos, lo mismo que la influencia surrealista se ha ejercido sobre otros.

Un segundo grupo está constituido por artistas cuyas obras llevan en sí, precisamente, numerosos vestigios expresionistas, un sentido barroco y fantástico de la forma, una mitología personal que se convierte con frecuencia en autobiografía. Saúl, quien ha ejercido una evidente influencia en muchos artistas de la Escuela de París, tiende a enfriar su registro, mientras que se agudiza una ironía despiadada sobre la sociedad norteamericana de la cual es oriundo. Hugh Weiss y Atila persiguen un sueño del cual sus lienzos constituyen la pantalla; Uriburu nos propone una variación fantasiosa sobre el Gran Siglo y Lasling crea monstruos juiciosos. Baj ocupa un lugar importante en esta familia en que la puesta en duda del rostro humano atraviesa a la vez por la bufonada y la crueldad.

El tercer grupo, sin duda el más coherente, es aquel que ha dominado y sigue dominando el Salón de la Pintura Joven. El papel de este salón ha sido esencial en París, primeramente porque constituye el primer trampolín que se ofrece a un pintor cuando es joven, desconocido, cuando está al margen del sistema mercantil, después, porque él mismo ha asumido, en el transcurso de sus dos últimas manifestaciones, posiciones extremas que se reflejan en las declaraciones y las obras de Arroyo, Aillaud, de Recalcati, Tisserand y Parré, a los cuales se puede añadir Cremonini.

La lucha contra la “retórica de las formas” que conduce a determinadas vanguardias a una investigación formal, desconectada de toda necesidad, impulsa a estos pintores a revalorar el contenido, con frecuencia conforme a un procedimiento antiguo, de una ironía de segundo grado. Al burlarse del lenguaje pictórico como tal, estos artistas evidentemente encuentran de nuevo, como por añadidura, un estilo que les es propio, pero cuyo hundimiento y esclerosis se niegan a organizar. Ellos son los que han adoptado las posiciones políticas más comprometidas, llevando a cabo su lucha sobre un plano ideológico al mismo tiempo que organizan el desmantelamiento de ciertos mitos (y particularmente el de Marcel Duchamp).

Ciertos críticos de la izquierda francesa no siempre han querido comprender la intención de estos pintores, cuyos extremismo y terrorismo responden a una visión perfectamente coordinada, a un análisis original de la situación del marxismo contemporáneo. Es a propósito de ellos que las cuestiones más numerosas se plantearán, y particularmente este temor lacerante de un retorno a los excesos y las mediocridades del realismo socialista que todos los espíritus libres están de acuerdo en condenar, y que ellos, en lo que a ellos se refiere, repudian más en su contenido que en su forma, no constituyendo la forma nunca más que lo que ello merece. Estos pintores, como los precedentes, han logrado en estos últimos meses, insertar sus obras dentro [ilegible] cambios y de influencias, sobre todo con Italia, cuyo diálogo con París, en lo que se refiere a la joven pintura, comienza a organizarse de manera constructiva, gracias a la acción de determinados críticos y determinados salones.

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Notas:

[1] Museo de Arte Moderno de la Ciudad de París. Sección de la A.R.C., dirigida por Pierre Gaudibert.

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