David Huerta (FOTO Grupo Reforma)

I

Desde hace algún tiempo me propongo compilar una antología de versos iniciales. El criterio para tal compilación no ha sido otro sino la oportunidad del asombro, sin detenerme a contemplar en ellos los rasgos, las dimensiones, las características que los habitan. Del poeta David Huerta he incluido muchos, y varios preferidos. Algunos son chispazos líricos, una especie de incontrovertible motivación para la curiosidad, como ocurre en el poema “Preceptos materiales”: “En mi corazón están los labios de la materia”. Hay otros con un inicio que apenas se deja escuchar por la sutileza que los insufla –en “Visitación”: “Es largo el frío”–, como si nuestro poeta colocara sobre la mesa de los místicos una luciérnaga que juguetea en la noche. Y en “Escaparate”, la octava vii comienza con una coruscante imagen: “Puño de luz el tigre en el recinto”.

Si en estos poemas de El Jardín de la luz (1972) los versos iniciales son una mano que explora las iluminaciones cuidadosamente, como proposiciones que toman cuerpo de un instante en medio de los misterios, en Cuaderno de noviembre (1976), su segundo libro, se parecen más a personas que abren las ventanas ardidas por la curiosidad. Enumero algunos ejemplos: “Hay una menuda profecía en la pared más pobre del aire”; “Yo volvía entre la magnitud confusa, rodeado por la sombra” (este recuerda la “soledad confusa” de Luis de Góngora); “En los corredores de obligada penumbra”; “Inclinado en la fractura de la forma, en una persistente espesura”; “En los ropajes astillados permanece el corazón de la ambigüedad”; “Junto a la exactitud del olvido, puesto en el engaño de las doce de la mañana”. Versos iniciales que son también un título, versos que se alargan como las conexiones poéticas que cruzan el Atlántico hacia la prosa; ideas cargadas de complejidad y audacia que impelen a la indagación.

II

¿Y cómo se indaga en lo que apenas nace? El verso inicial acaso sea una primera muesca en la roca antes de ser escultura. Me detengo ahora en una digresión conceptual que se multiplicará en forma de prevenciones.

La primera: comenzar un poema no es lo mismo que iniciarlo; comenzar e iniciar son dos nociones diversas. Su precisa diferenciación, asunto de filósofos o de lingüistas, acaso se base en la transitividad o en el alcance de su motivación. Cuando alguien pronuncia la frase “el poema inicia”, bien pudo haber dicho “el poema comienza”; sin embargo, mientras el verbo comenzar se queda en el poema, la acción de iniciar parece salirse de él; el uso de frases como “el poema inicia la vida”, “me inicié en la poesía” o “este poema inicia una tradición”, así lo demuestran. Resulta casi imposible intercambiar esas nociones: nadie dude que si yo afirmara “me comencé en la poesía” seguramente más de uno me vería con algo más que sospecha. Comenzar es un acto endógeno de lo que comienza, no transita hacia fuera y mucho menos al sujeto. Por eso, al hablar de aquel que se ha introducido en un arte o saber, no decimos “es un comenzado”. Iniciar, en cambio, puede funcionar para lo que inicia y para lo que comienza fuera del poema.

La segunda prevención se basa en el hecho de que un verso inicial no puede limitarse o quedarse sólo en él, porque un verso nunca es insular (salvo los rarísimos monósticos). El verso “los raudos torbellinos de Noruega” por sí solo es mera descripción de un fenómeno metereológico; necesita un juego iridiscente, especular, para que nazca la metáfora: “Quejándose venían sobre el guante / los raudos torbellinos de Noruega”. El dístico (ampliamente tratado como ejemplo didáctico de innumerables aspectos de la poesía) demuestra lo infructuoso de leer un verso por separado. El ejercicio de pensar en los versos iniciales de un poema no puede emprenderse sin esta prevención importante: un verso inicial no es un verso; precisa de sus compañeros para hacerse tal, no dice nada si no se piensa en función del limen que significa, del pórtico que constituye.

De hecho, la atención a la etimología nos puede revelar algunas funciones de los primeros versos. La palabra inicio, del latín initiare, significa ‘ir hacia dentro’ y, de algún modo, ‘traspasar un umbral’. Los versos iniciales son acaso la puerta de entrada al poema o, vistos de otro modo, son la salida hacia el poema, como una portezuela para un redil de ovejas del pensamiento. Aunque de alguna forma, todo poema es un inicio, una puerta hacia dentro, el verso que abre tiene una importancia innegable, jala consigo a los otros versos, como el primer plomo de un esparavel que arroja el pescador al agua. El verso inicial tiene, en este sentido, una dirección hacia el poema. Leer por separado un verso es artificioso, miope y reduccionista.

Como tercera prevención, también hay que pensar si el verso inicial es realmente el inicio del poema. ¿Dónde inicia si no? ¿En el momento de su escritura? ¿En la genealogía de su construcción? ¿Hay, hegelianamente, un inicio objetivo y un inicio subjetivo del poema? ¿El primer verso es acaso la determinación del comienzo del poema? Únicamente Huerta nos podría decir algo sobre el inicio de sus versos: si el principio está fuera o dentro del poema, si sucede que el verso inicial de la versión impresa no fue antes otro verso, uno que, por ejemplo, durante el proceso de escritura y edición terminó ubicándose a la mitad o en el final. Dado esa incertidumbre, debemos establecer entonces que aquí tomo por versos iniciales aquellos que aparecen al inicio de cada poema en la versión editada. Por pura crítica lectora, hay que considerar los factores que llevaron a ese verso inicial a estar ahí; ser conscientes de que podemos toparnos en medio de la lectura con un verso que acaso fue el inicial en una versión previa.

En cuarto lugar, creo que es necesario valorar si existe alguna tipología del verso inicial. En una conferencia, el subterráneo poeta y crítico literario brasileño, Lúcio de Andrade, ensaya algunas aproximaciones por vía metafórica. Piensa que “en ocasiones, un verso inicial es un destejido pretexto que halla después su trenzado en los versos posteriores”; en otras, en cambio, “el verso inicial es ya un firme trenzado que se desteje en los siguientes versos”. Por mi parte, considero que el verso inicial también puede ser un destejido-tejido en función de la tradición literaria con la que conversa. El estudioso brasileño también opina que pensar el verso inicial (sobre todo en los poemas de largo aliento) nos fuerza a considerar la idea de totalidad con que se asocia al poema. ¿El todo unitario se inicia en el verso primero?, ¿y si el poema es un texto de largo aliento, puede pensarse en varios inicios?, ¿o si está subdividido?, y ¿qué sucede con el poema en prosa: tiene un verso-línea inicial equiparable a este “definido” verso inicial?

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La idea de totalidad de Lúcio de Andrade no siempre se sostiene, sobre todo si asumimos que el primer verso puede no ser resultado de la conjunción de trabajo y esfuerzo subjetivo; hay quienes prefieren asegurar que deviene de un regalo de Dios o de alguna otra fuerza ajena al poeta.

Y con esto introduzco la quinta prevención. Pienso en Biancamaría Frabotta y José Ángel Valente, quienes vinculan la elocuencia divina a ese primer verso. Dice la primera: “Mio marito ha un cuore generoso / come quello del dio che dona il primo verso”. Para el español, por su parte, era simplemente un regalo. El primer verso tendría algo de generosidad, algo de sustancia sagrada o suprahumana que no le pertenece por completo al escriba: la divinidad, el delirio, el arrobamiento, el vino. La prevención es esa: alguna parte, ínfima o completa, la comparte el poeta con “algo” o “alguien” más que también la crea. En el caso más conservador de esta hipótesis, concebir la entidad poeta no es sino el reconocimiento de las múltiples subjetividades que constituyen la subjetividad lírica y creadora.

Algo se tiene que decir de los epígrafes si nos extendemos en una sexta prevención. El epígrafe sirve como esos lentes que el optometrista intercambia en el estrafalario artefacto que detona frases como “todavía veo borroso” o “ya comienzo a ver mejor”. Es una lupa, una refracción de la luz, un prisma puesto frente al rayo de la luz que se antepone al inicio del poema, acaso un disuasivo, un distractor. Y aquí vislumbramos la sustancia fluctuante de la cual se compone el verso inicial, una membrana porosa y limítrofe al título y al epígrafe. Además, hay que tener en cuenta que el verso inicial tiene efectos inmutativos sobre los versos finales. Por ejemplo, en las décimas retrógradas, el verso inicial es el último cuando la lectura regresa. Algo parecido ocurre en el ejercicio de la glosa por la que cada verso de una cuarteta se transforma en el verso inicial de otro poema. O en el acontecimiento del pie forzado, que puede ser el pie inicial en una décima. El verso inicial, con todo, es una pieza acomodaticia, poderosa en su inestabilidad, pieza luminosa y engendradora. El verso inicial es, por y con toda la imperfección de la tautología, el que empieza el poema.

III

Regreso a uno de los versos iniciales de David Huerta que más atesoro. De Incurable (1987) se ha dicho por muchas y autorizadas voces que es un texto con múltiples accesos, o que comienza en diferentes puntos, y que está construido de tal manera que cada parte preconiza el todo. Yo confieso que he sido arrastrado como un hilo débil en esa rueca enorme del poema y que me he inclinado a la lectura que ve en toda estrofa una sinécdoque, un fractal, un microcosmos. Sin embargo, la pregunta sobre qué sería de ese poema si prescindiera de los versos iniciales refrena mi honesto desvarío.

¿Qué telúrico asiento tiene el verso “El mundo es una mancha en el espejo” para que yo, lector aprendiz, sienta cimbrarse la memoria? ¡Y cómo se cimbra la memoria! Altera y perfluye. ¿Qué tiene que pasar y en qué momento, para que algo que se ha leído se sienta como si fuera inevitablemente propio, o inevitablemente parte de las fibras memoriosas que sacuden las lecturas propias, carentes, parciales, pero, aun así, resonantes de una energía enraigada y oscura? A estas alturas ya es difícil evadir la cita simpática de unos versos de nuestro maestro:

Un clásico

Borró “Piramidal, funesta”
porque le sonaba, le sonaba.
No quiso que lo acusaran
de plagio, ¡válgame Dios!
Escribió entonces “Lleno de mí”,
levantó la pluma y sonrió:
eso estaba mejor, pero…
¿no lo había leído (o escuchado)
ya en alguna parte? Tachó
las tres palabras con lentitud insegura.
Volvió a escribir y esta vez
no falló. Puso uno tras otro
los vocablos puntuales:
“Yo que sólo canté…”

En este epigrama, el inicio de un poema cruza un puente con la memoria poética. El ejercicio de la poesía es un traer del pasado. En el poema confluyen tres poetas inolvidables por sus versos iniciales: sor Juana Inés de la Cruz, José Gorostiza y Ramón López Velarde. Los tres versos pertenecen a poemas mexicanos de largo aliento y, valga anotar aquí, rasgan un guiño a Incurable. Al poeta nordestino Marsilio Guimarães alguna vez le escuché decir que el inicio de un poema, si es uno bueno, salva del desarraigo al pensamiento poético. Esto en el fondo confluye con lo que nos “dice” el poema de Huerta: en el inicio de un poema palpita la tradición poética, la que a veces vocifera y otras es apenas un sutil despliegue de sílabas. Versos que pueden ser paradójica entrada a lo inaccesible. Versos que de tan luminosos ciegan al lector para ver los pies. Versos que son detonadores de la memoria o un estambre de bufanda que se deslía y nos lleva hasta el verso final sin importar la longitud. Versos que son címbalo o zampoña que resuena con un eco formado de reconocibles e irreconocibles notas de diversa edad.

Pero debo detenerme en la coincidencia elocuente: los tres poemas a los que alude Huerta en “Un clásico” son endecasílabos, de distinto ritmo, con distinto registro, aunque amoldados a la voluntad eslabonaria de la memoria poética: “Piramidal, funesta, de la tierra”; “Lleno de mí, sitiado en mi epidermis”; “Yo que sólo canté de la exquisita”. David Huerta lo dice: “Los ritmos poéticos recogen fugaces pinceladas de reflexión, notas de espíritu desprendidas de la mente, apuntes provenientes de zonas difíciles o imposibles de articular en el discurso común, y solamente en el grito de dolor o en el rumor de la intimidad amorosa adquieren su dimensión más rotunda.”

La conjetura aquella sobre el telúrico pilar del verso inicial ya va teniendo consistencia. Probablemente es el antiguo y volcánico pulso del endecasílabo lo que enciende las fibras musculares de la memoria. Leemos: “El mundo es una mancha en el espejo”. Y hay una afanosa sed hispana de Petrarca; un pulso armado de Garcilaso o de Boscán (“Salid sin duelo, lágrimas, corriendo”); un nombre inevitable, Luis de Góngora (“Estas que me dictó, rimas sonoras)”; se presenta Quevedo; se incluye el nombre inmenso de sor Juana; se asoma (y rima) Villamediana, El Conde; Fernando de Herrera aparece y también las cancioncillas que han pasado, no de mano en mano, sino por la majestad del aire: “¿no lo había leído (o escuchado) /ya en alguna parte?”; y así, una lista que se antoja infinita y que sólo se me ocurre aderezar con un “Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche”, de Martí.

Para quienes nos dedicamos a la escritura y a la filología, en el verso inicial se cifra un guiño de memoria, y en muchos sentidos. Por ejemplo, en toda buena edición de poesía son frecuentes (y casi obligados) los índices cuyas entradas están compuestas por los versos iniciales (imagino una edición alternativa con índices hechos de versos finales o de versos notables). El verso inicial tiene importancia mnemónica y desencadenadora. Los inicios de los poemas traen consigo al poema entero como estela semántica y sonora. Construyen, junto con otros inicios, ese mejor poema del mundo que es (sugiere Huerta) la mente humana.

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