Puesto que Bohemia tiene lectores para todos los temas, y aun no pocos a quienes gusta descansar de lo político abrumador en lo científico y lo estético, no se me tendrá mal que todavía hoy añada un artículo –ya para terminar– a los dos que he publicado sobre materia poética a propósito del último libro de Lezama Lima.

Huelga decir que la cosa tiene cierta importancia cubana. No trascendemos mucho al exterior, o a la Historia, por nuestros episodios políticos, sino por la cultura. Heredia o Julián del Casal –y no digo ya Martí, que atendió en grande a los dos menesteres– han hecho más por el prestigio cubano que toda la fauna menuda, y mucha de la mayor, en nuestra vida oficial. Que se cultive en Cuba poesía buena es cosa tan importante, por lo menos, como el que la Nación esté bien gobernada, y, desde luego, mucho más importante que la fortuna, próspera o adversa, de tal o cual bandería o renglón administrativo.

Traspuesto ya, a guisa de vestíbulo, ese honorable lugar común, podemos preguntarnos: ¿Qué manera de expresión poética le daría hoy a Cuba más gusto, más edificación espiritual y más prestigiosa resonancia? ¿Por ventura esa que vienen haciendo los Lezama Lima y sus cofrades?

Con todo respeto yo ya he aventurado mis dudas. Y quiero ya aquí salirle al paso a ciertas suposiciones, tan oblicuas como menguadas, que no se han exteriorizado en letra de molde, pero sí en corro de maledicencia, lo bastante para traerme la burda especie que a mí me “duele” la fama ajena. Suciedades como esa no debieran, tal vez, recogerse. Pero no estará de más decir que se tiene que ser muy enano de espíritu, y muy romo de inteligencia, para no gozarse uno con que su patria ofrezca al mundo el mejor despliegue posible de triunfo y talento. Todos los años voy a enseñar letras al extranjero, y nada me da más gusto que hacerme lenguas de lo bueno que en Cuba se está haciendo, como no sea oír que la gente de fuera nos celebra lo bueno que tenemos. Y eso, hasta por egoísmo. Pues aunque uno sea bien poca cosa, tiene mucha más gracia ser “alguien” entre muchos que valen, que no el hacer alguna fortuna entre indigentes.

No es, pues, que deje de reconocerles a esos poetas nuevos su talento. Tan lejos estoy de ello, que los considero, por la novedad e intensidad de su inspiración, por el refinamiento de su cultura, por la austeridad de su dedicación, por su dominio de los recursos verbales, por su prurito mismo de novedad (ya vimos qué importancia tiene esto) tal vez la generación mejor dotada para la poesía que Cuba ha dado. De manera que no se trata de negarlos; se trata nada más que de deplorar, por lo que pueda servir, el que esos poetas insistan en dársenos de un modo que, para simplificar, he llamado “ininteligible”.

Claro que esto, esto de “no entenderlos”, se ha de tomar relativamente. Cuando un lector tiene sensibilidad para la poesía, siempre capta, más o menos, el sentido general de la expresión en un poeta genuino. Ve, al menos, lo que “quiere decir”, qué mundos de emoción trata de revelar por medio de las palabras. Si esa comprensión nos falla a veces, en algún lugar donde el poeta se ha expresado con demasiada arbitrariedad o hermetismo, siempre nos percatamos siquiera del sesgo general de su intención, y la así revelado nos compensa entonces un poco de lo no entendido. Pero la faena total nos deja en el ánimo una especie de admiración irritada, de fatiga intelectual por el esfuerzo descifrador a que nos hemos visto sometidos. Y muchos lectores inteligentes y de buena voluntad hay, por supuesto, que se niegan a ese esfuerzo, porque no creen que la poesía deba ser un criptograma, o una carrera de obstáculos. Como se ve, más que de una poesía totalmente “ininteligible” –que no nos autorizaría a ningún elogio–, se trata de una poesía sembrada de momentos absurdos y, por tanto, fatigadora. Poesía “difícil”, no ya con aquella famosa dificultad de las “Soledades” gongorinas o del “Cementerio marino” de Valéry, en que hasta el verso más elusivo acaba siempre por entregar su sentido si se tiene la necesaria paciencia y cultura para recibirlo, sino con la dificultad impenetrable de los múltiples lugares en que el poeta, siéndolo de veras, se ha contentado, sin embargo, con la pura expresión sin generosidad comunicativa alguna.

Esto nos trae el enlace necesario con el último artículo. Ya vimos lo que la poesía es como expresión (no porque yo lo diga, recuérdese, sino porque así se ha revelado ella misma siempre a lo largo de la historia). Pero la expresión poética se frustra, o por lo menos se queda reducida a su pura función de “catarsis”, de sangría espiritual, como decíamos, si no aspira a algo más: si no aspira también a comunicar la emoción el poeta ante el mundo. Siendo como es la materia poética una experiencia emocional que ya por su misma pureza y profundidad se halla en el plano de lo inefable, de lo que no puede expresarse, apenas tendría sentido que el poeta quisiera ponerla en palabra si no fuese para compartirla con sus semejantes.

Cierto que a veces, en la poesía mística, por ejemplo, parece como si no se aspirase a otra cosa que al soliloquio absoluto. Pero aun entonces se trata más bien de un diálogo del poeta con Dios, y, no obstante que se dirige a una comprensión tenida por infinita, hay como una humillación voluntaria del alma religiosa dentro de los límites del verbo. Ni San Juan de la Cruz, que dijo las cosas más altas que se han dicho jamás en verso, renunció a la claridad de su propia expresión. Una poesía a la cual no le importase ser entendida de otro que del poeta mismo quedaría ahogada por su misma profundidad, reducida al silencio, al grito o a la absoluta incoherencia.

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Por lo demás, ese afán comunicativo está bastante acreditado también en la historia. Hasta los poetas más ariscos, más recónditos, han gustado de algo más que poner en papel sus versos: los han ofrecido al gusto ajeno; y hay mucho indicio del enojo que a veces les daba el no ser “entendidos”. La poesía no era solo un testimonio del poeta ante sí mismo, era también un mensaje al prójimo. Aspiraba a que el mayor número de almas posible supiese de la propia experiencia fruitiva o desolada. Era más que un alivio íntimo: un tratar de salvarse el hombre en el hermano hombre. No sé qué vago sentimiento de solidaridad humana la animaba, y precisamente por eso los pueblos pagaban a sus poetas con admiración y con amor, ya que se sentían consolados por ellos, o edificados, o noblemente enardecidos. Que el romanticismo exagerara eso con sus excesos confesionales y sus pujos mesiánicos, a veces tan vacuos y palabreros, en nada merma la validez de esa generosidad comunicativa que el poeta sentía hasta como un deber.

¿No pertenece esa solidaridad a la esencia misma de la forma poética? Se ha dicho que el poeta no piensa por conceptos, sino por imágenes. Y, por debajo de la función superficialmente explicativa que antaño se le solía atribuir, ¿qué sentido tiene la imagen, recurso primordial del poeta, sino ese de unir lo disperso, de enlazar lo distinto, de asimilar lo incoherente, como para reivindicarnos la conciencia de la integridad del Ser, tan comprometida por las apariencias y los episodios del mundo?

Tomemos un ejemplo viejo y elementalísimo, aunque sea acudiendo a Núñez de Arce. Cuando el poeta dice:

la luna, cual hostia santa,
lentamente se levanta
sobre las olas del mar.

es ridículo pensar que el imaginarnos la elevación de la hostia en el altar nos ayude a visualizar mejor la ascensión de la luna en el cielo. Lo que el poeta en realidad procura es comunicarnos su sentimiento religioso, re-ligador, de la Naturaleza: la emoción que ante ella tiene como de algo sagrado, pues hay un panteísmo difuso en casi toda poesía. A ese efecto, el poeta viejo se valió de una comparación muy obvia, autorizada por una semejanza visual que a nadie se le escapa.

Todo esto se extrema en la poesía nueva, y la exageración contribuye mucho a explicar su “dificultad”. Abunda ella en el lenguaje imaginífero hasta el punto de haber casi excluido de su expresión el discursivo o discreto. Esta acentuación de las imágenes, de los enlaces, es precisamente un testimonio del ansia de profundidad en la nueva poesía; pero también un camino hacia la oscuridad. Cuanto más se ahonda en el ser de las cosas, más se llega al centro común de ellas, en que todas las sustancias se funden. La poesía moderna aspira a suprimir toda superficie, toda periferia. Y no sólo hace de todo su lenguaje imagen, sino que quiere, además, llevar la imagen hasta sus últimas posibilidades. La intuición penetrante del poeta prescinde de las semejanzas lógicas y sensibles, en que aún se apoyaba Núñez de Arce, y asocia audazmente, violentamente, las cosas más dispares. Añádase que la realidad misma que así trata de unificar el poeta se ha ensanchado y profundizado: no es ya solo la realidad externa que los sentidos perciben, ni sólo la interna que aflora a la conciencia y que la introspección lúcida aprehende, sino también la realidad de ese mundo tenebroso de lo subconsciente, que sólo se manifiesta de un modo caótico en los sueños, o se proyecta turbiamente en los fantaseos de la vigilia ¿Cómo no ha de ser siempre un poco oscura la nueva poesía?

Yo no dudo que el poeta tenga derecho a concentrar en el verso esas nuevas dimensiones de la experiencia para las que Freud reclamó tanta atención. En un artículo reciente a propósito del libro último de Labrador Ruiz, Tráiler de sueños, escribí:

Que esto –el surrealismo, por llamarlo convencionalmente– sea materia digna de la expresión artística, podrá discutirse y, de hecho, después de mucha beatería apologética con que se acogió en la época ya lejana del deslumbramiento freudiano, está ahora siempre muy discutido, a veces sin entusiasmo alguno. Personalmente, creo que al arte nada humano debe serle extraño. Si hay un modo de experiencia vital que no se produce en los niveles lúcidos, sino en esos soterrados estratos; si eso es parte de nuestro sentir, nadie podrá negarle al escritor su derecho a expresarlo con los varios recursos de la palabra. El problema no es, pues, de licitud; es sencillamente, un problema de arte, de eficacia expresiva y comunicativa, y, a lo sumo, es también cuestión de que esa materia, eficazmente elaborada, nos guste, o no nos guste.

Ahora bien: a eso hay que añadir que si el “subconscientismo” ha enriquecido considerablemente el arte moderno por tratarse de una zona temática más, también ha hecho estragos en él, por su tendencia a devorar toda la inspiración y toda la expresión. El surrealismo no es sino la estética de lo freudiano, de lo subconsciente: y esa estética no se ha contentado con reducirse a límites de escuela, sino que ha querido invadir el arte todo. Ocurre entonces que sus temas y los recursos de que ella se vale han proliferado desmesuradamente. Las asociaciones incoherentes de imágenes, que conjugan lo sublime con lo vulgar, la estrella con la cloaca, el ala del ángel con el íncubo, quieren extenderse a toda poesía, como en pintura, el recurso legítimo de la deformación expresiva se extrema para llenarnos los cuadros de perfiles viscerales o larvarios.

No negaré que esa influencia ha contribuido mucho a darle al poema de hoy –en Neruda el chileno, en Aleixandre el español, en Octavio Paz el mexicano, para citar solo unos cuantos ejemplos eminentes de nuestro idioma– extraordinaria fuerza expresiva. En su último libro Libertad bajo palabra, que tiene poemas hermosísimos, Octavio Paz ofrece un “Homenaje a D. A. F. Sade”, titulado “El Prisionero”. En él leemos:

Muerte o placer, inundación o vómito,
otoño parecido al caer los días,
volcán o sexo,
soplo, verano que incendia las cosechas,
astros o colmillos,
petrificada cabellera del espanto,
espuma roja del deseo, matanza en alta mar,
rocas azules de delirio,

etcétera, etcétera; y uno siente que, por medio de esa misma exasperación metafórica, el poema se colma de fidelidad a la turbulenta representación del poeta. Con palabra delirante no sólo se expresa, sino también se nos logra comunicar, la siniestra aberración de los sentidos… en el señor de Sade… Y así Neruda en su famoso poema “Entrada a la madera”, tan resonante del misterio cósmico, o en su prodigio épicofilosófico inspirado en las alturas de Machu Picchu. O Aleixandre, en los momentos más logrados de su libro Espadas como labios.

Pues bien: ese sentir uno lo que el poeta quiere decir, y sentirlo con plenitud y continuidad, es lo que atestigua la virtualidad comunicativa. Milagrosamente, el poeta ha inventado un lenguaje que sería también nuestro lenguaje si fuéramos poetas y tuviéramos que comunicar a los demás su misma emoción, sus mismas representaciones. La forma empleada es –para decirlo en jerga filosófica– necesaria, no contingente. Sentimos que nada en el verso puede ser sustituido, por violento que parezca. Sobre esto de la “sustitutibilidad” puedo aquí traer indiscretamente a colación una anécdota de Juan Ramón Jiménez. Una vez en Nueva York, el gran poeta me hablaba mal de Neruda. Para probarme que la poesía del chileno era irresponsable, recordó uno de sus versos –que se sabía de memoria– y dijo: “verá usted cómo todas las palabras se pueden sustituir y resulta lo mismo”. Maravillosamente hizo la mutación verbal, y, en efecto… no resultó lo mismo. Pero como era un gran poeta quien sustituía, el verso así improvisado quedó hermosísimo y con su propia irradiación semántica, a pesar de la voluntad de disparate que Juan Ramón había puesto en ello. Neruda no quedaba negado, sino justificado.

La incoherencia comunicativa –ahí está el secreto–. Pero ¿cómo se logra esa comunicación? Yo no soy poeta, pero puedo hablar como lector; y como lector advierto que el sentido cabal de un poema nuevo me llega cuando toda la construcción de palabras y de imágenes conspira, por así decir, a favor de ese sentido único. Por lo mismo que en el poema moderno las palabras no están empleadas casi nunca con su significado lógico convencional, sino con toda la irradiación de significados cercanos o lejanos que a cada una de ellas se asocia, importa mucho que las palabras (y las imágenes y alusiones) no se estorben entre sí, sino que, por el contrario, se concierten para determinar el sentido supralógico del poema. Es la misma técnica que emplea el pintor moderno para lograr una estructura lineal y cromática dentro de lo que, a primera vista, no es sino un caos de elementos plásticos. El “no parecerse” a la naturaleza equivale, en pintura, a la ausencia de sentido convencional y directo en poesía; esa es precisamente la novedad y la libertad expresiva y creadora del arte moderno. Pero esa misma libertad supone, como todas, una disciplina, una estructura, una armonía. Cuando tal cosa se logra, entonces el poema y el cuadro moderno “se entienden”.

Lo que no se entiende es la imaginería que no presenta –si es que la tiene– unidad alguna por debajo de su incoherencia; los versos que nos impresionan como una pura anarquía de palabras, de tropos, de alusiones; el poema cundido de trechos impenetrables, donde un giro demasiado violento, una referencia demasiado hermética, una palabra puesta a la diabla, nos disuelven súbitamente la intuición cumulativa del poema.

Pudiera poner no pocos ejemplos domésticos y de fuera; pero creo que no hace falta. Dudo mucho que esa poesía –que sin duda lo es intrínsecamente, aunque carezca de virtualidad comunicativa–, le rinda un sentido cabal a nadie (ni siquiera a los compañeros de cenáculo) como no sea a través de una jadeante “exégesis”. Se dirá que lo mismo ocurre con el Góngora “difícil”. Pero no. En él, como en Valéry, la exégesis lo es de veras: consiste en una revelación de sentidos presentes, aunque poco manifiestos. No es una atribución gratuita de sentidos a lo que no lo tiene en sí, o lo tiene solo para el poeta. No es un fiat pontifical.

Por el camino de ese autoritarismo “genial” –que la irracionalidad de nuestro tiempo tanto favorece– se va a la irresponsabilidad en que está cayendo mucho del arte nuevo: a la superchería de lo original, al rompecabezas estético, a la sublimación esnobista del puro disparate; en fin, a una desmoralización absoluta del gusto como factor de ennoblecimiento espiritual.

Si por decir esto, por haberles llamando respetuosamente la atención sobre esto a “ciertos” poetas nuevos cubanos cuyo talento intrínseco soy el primero en admirar, se me tacha de insensible o de “atrasado”, al menos quedaré con mi conciencia tranquila. Ya el tiempo dirá. Ganada o perdida, habrá sido esta una batalla más por la diafanidad y fecundidad de nuestra cultura.


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