He venido leyendo y releyendo el diálogo cuajado de ironía y buida intención entre dos hombres de letras: Lezama y Mañach. Ambos, con estilos irreconciliables, son igualmente portadores de mensajes abiertamente contrapuestos. Se pudiera explicar esto perfectamente con la dialéctica hegeliana que, dicho sea de paso, ha servido para normar la vida de nuestro tiempo, en su doble faceta materialista y espiritualista. Así a este tenor comprendemos perfectamente la inequívoca posición reaccionaria de Mañach y la avanzada solitaria de Lezama Lima que empieza a despertar la inquietud en torno a él. Se ha dicho que las ideas siguen el curso biológico de la vida, como la sombra al cuerpo, caminando frente al gran astro de la verdad. Y con el método psicobiológico en la mano, también podríamos cantar el responso al cadáver espiritual de Mañach. El método dialéctico tiene la ventaja, a nuestro entender, de que trabaja con hechos, relativamente más transitorios, como es la materia en su perenne desdoblamiento y el inevitable ciclo de la descomposición, convirtiéndose en carroña.

El enfoque certero de L. O. [Luis Ortega] en su artículo de Prensa Libre poniendo de relieve el trascendental acontecimiento “de la muerte de Mañach a los pies de Lezama Lima”, tuvo la gran virtud de sacudir a los espíritus alertas, que no habían oteado ese singularísimo fenómeno del hecho de la muerte de una generación que Mañach simboliza. De paso, marcaba en la actitud de Lezama Lima una esperanza a la juventud presente y del futuro. Frente al cuadro aterrador de la vida cubana, con el exponente más alto de su juventud totalmente desorientada, sin maestros, ni guías, Lezama Lima es, como su poesía, un símbolo vivo que pudiera marcar un nuevo punto de partida, semejante a aquel que un día marcaron en el destino de nuestra Patria los hombres de la Revista de Avance.

Embebidos como estamos en los trajines de la pitanza a toda costa. Revueltos como tigres entre odios, ambiciones, divisionismos sin tasa, sin sensibilidad ni vibraciones en nuestra antena espiritual, este diálogo ha pasado desapercibido. La gran época presente, grande por sus miserias, podría explicarse tomando el filósofo chino Lin Yutan que preconizó la importancia del Vivir, para que, tirando a un lado su mensaje, se pusiera en práctica el Vivir sin importancia. Ese es el signo de la época. Y es precisamente ahí donde viene a desembocar inexorablemente este diálogo. Mañach corroborando su muerte, con una irresponsabilidad propia de su filosofía y su verdad, repasa el tema con displicencia y elegancia de catedrático opulento, en el último número de la revista Bohemia.

Y allí, una vez más, esgrime su ironía para referirse en tono despectivo a los quehaceres de Luis Ortega, quien en su actitud polémica reconoció sus desvíos periodísticos y en un plano de absoluta igualdad le salió al paso al profesor Mañach. No puede causar sorpresa que el Mañach tambaleante solo encuentra asidero en la fina ironía que tan bien maneja, en su tacha diaria a hombres que le son gemelos en el quehacer cotidiano, y que abanderados de ideales descendieron al igual que él a la arena polémica a defender “sus verdades” de espaldas a la fe. Los ídolos de barro al caer emplean con largueza el arma de la negación. Frente al paso arrollador de la verdad realizan el esfuerzo supremo del náufrago irremisiblemente perdido. No mueren calladamente como saben hacerlo los que, como Cristo, portadores de un mensaje a las multitudes, sabían que su fe los defendería y que sus ideales le salvarían, ya que ellos no fueron arquitectos de una fe e ideales para servicio personal sino de todos los hombres de todas las épocas.

El artículo de Ortega, vigente por su sincera elocuencia y por su virilidad señalando con el índice acusatorio a una generación responsabilizada con la violencia, la pérdida de la fe, el desprecio a la República que fundaron los mambises, la quiebra del ideario democrático-republicano, la traición revolucionaria, el desenfreno y desorientación de la juventud, la devaluación moral, la incivilidad, el desorden y el caos, coloca sobre el tapete el candente tema de la frustración revolucionaria, marcando la muerte moral e ideológica de sus precursores de la Revista de Avance. Con un sentido indiscutible de lo perecedero y lo imperecedero, de lo que se ha tornado en cenizas y de lo que es germen vital, replantea la tesis revolucionaria y señala a Lezama como un índice, que a la vera del camino, fragua en silencio un nuevo sentido poético, un estilo literario que hunde sus raíces en lo permanente de la cultura universal y que, sin lugar a dudas, tendrá su traducción popular muy pronto, arropando una fe nueva, algo que sustituya a la crisis presente y que haga a los cubanos mirar hacia horizontes desconocidos. Mañach y los de su generación constituyen hoy la tesis carcomida y pútrida que se revuelca en sus últimos estertores. No importa que truene con los rayos de su negación. Ni que, con su actitud de incomprensión de mentalidad presuntamente ahíta de sabiduría, se levante como un santo laico imponiendo como norma “su verdad” para señalar las fronteras de lo cierto y de lo falaz. Lo cierto es su derrumbe inevitable. Lo falaz es su empecinamiento en persistir. La fe y el ideario de los hombres de la Revista de Avance se ha derrumbado porque estos artífices de la pluma y el verbo han sido los grandes sofistas de la Revolución cubana. Nos enseñaron un lenguaje y un estilo nuevo. Pero nada más. Sobre su habilidad de alquimistas que todo lo tornaban en oro al contacto con su palabra tersa y cantarina y de su prosa embrujadora se ha levantado el bosteo [sic] y la indiferencia del pueblo. Y ya hoy se lee una página de Mañach o se escucha una oración suya con la misma indiferencia que se asiste al cinematógrafo a presenciar un drama conmovedor. Al regreso nos hemos olvidado de todo. Es que, como muy certeramente dijo Lezama Lima, cambiaron “la fede por la sede”.

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