Ese diálogo que acaban de sostener en Bohemia Mañach y Lezama es algo más que una mera polémica. Es ya una distinción radical. El angustiado y sincero “no entiendo” de Mañach es un signo de acabamiento: la generación literaria de la Revista de Avance –tan poco literaria que se lanzó a la Revolución del 33– ha estado rigiendo hasta ahora tanto en lo político como en lo artístico. Los “fogosos líderes universitarios”, los “revolucionarios” y los “pistoleros” de hoy descienden, en línea directa, de la generación de la Revista de Avance. Son la decadencia de aquellos Césares poéticos de la lucha contra Machado.

Pero todo esto se esfuma. Aquella leyenda heroica que abarca desde el 25 hasta el 33 agoniza. Sobrevino el estancamiento en lo literario. Y en lo político, la traición… ¿Qué ha surgido después de tan cantada generación de Avance? Muerte y traición.

Pero faltaba el signo intelectual de la consunción. Mañach ha dado la voz: no entiende ya.

Lo mismo hicieron aquellos hombres de la generación independentista y republicana cuando se enfrentaron con los garabatos de la Revista de Avance. No entendían.

Ahora Mañach no entiende. No puede entender. Tal vez yo tampoco entienda mucho, pero sí siento la aceptación. Por otra parte, entiendo perfectamente a los minoristas, pero no los acepto. Luego la cuestión no consiste en entender.

Cuando Mañach dice “no entiendo” está poniendo sobre el tapete, con una sinceridad admirable una confesión de aniquilamiento.

No puede entender, esto es, se ha aniquilado porque anda demasiado entreverado, demasiado asenderado [sic]. Mañach ha sido siempre un escritor. Pero además ha sido político, orador de barricada, periodista, profesor, congresista, ministro, etc. Él y todos los que ayudaron a componer esa especie de generación literaria han abarcado todas las ramas del saber y del hacer. Se forjaron en el puro quehacer de la cultura, pero la revolución los lanzó al pasquín callejero. Luego han vivido angustiosamente tras la conquista del poder. De pueblo en pueblo, de barrio en barrio han ido mendigando el voto.

Y Mañach es el tipo de ejemplar de aquella hornada intelectual. Es el más puro, el más limpio, el más admirable. Y por eso en él la caída es más dura y la confesión íntima más angustiada. Ha caído de lo más alto.

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“Han adquirido la sede a trueque de la fede” dice Lezama. Y con eso está señalando la peripecia de Mañach. Y además, establece las distancias con cierta delicadeza y oscuridad. No tiene capacidad polémica, porque la polémica es lucha, es agresión. Tampoco necesita mucho entregarse al entendimiento de los demás, porque eso es abandonar la senda, es casi postularse para algo.

Lezama es algo muy distinto a los hombres que representa Mañach. Yo siempre lo he visto en su senda de soledad. “[…] Pero de esa soledad y de esa lucha con la espantosa realidad de las circunstancias, surgió en la sangre de todos nosotros, la idea obsesionante de que podríamos, al avanzar en el misterio de nuestras expresiones poéticas, trazar, dentro de las desventuras rodeantes, un nuevo y viejo diálogo entre el hombre que penetra y la tierra que se le hace transparente”.

Yo creo que Mañach ha venido a morir tímidamente a los pies de Lezama. Es un hermoso misterio: mientras todos los emblemas de aquella generación se rinden en lo político y en lo social, se reproduce el fenómeno artístico. Mañach no entiende. Y Lezama Lima ratifica su fede con una respuesta y otra interrogación. Se corta el diálogo, todo lleno de finuras y buen decir. Y el uno sigue en sus múltiples quehaceres de hombre de letras ajetreado mientras el otro se mantiene enarcado en su sola soledad poética, ajena a partidos y a periódicos que son los signos de perdición de Cuba.

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