Ilustración Dave Plunkert

No tenemos paz y felicidad para entregar a nuestros descendientes, sino más bien la lucha eterna para preservar y elevar la calidad de nuestra especie.
Max Weber

El centenario de la muerte de Max Weber pone su nombre en los medios de comunicación masivos. Por algunos días, el intelectual será rescatado de los estrados y manuales de las facultades de Derecho y Sociología, para pasearlo por mil homenajes virtuales. No faltarán las referencias al ambiente de la posguerra,[1] su breve incursión en la política[2] y la muerte por contagio, con motivo de la actual coyuntura pandémica. Pero aquí pretendo algo distinto al ritual memorioso: recuperar nociones menos conocidas del pensamiento weberiano –las que aluden a la de política plebiscitaria– para explorar, sin pretensiones definitivas, el desarrollo reciente del ejercicio del poder populista en nuestro tiempo y contexto regionales.

La visión de Weber acerca de la política –su confeso amor secreto– era la de un realismo ilustrado y pesimista. Un pluralismo conflictivo, contemplado desde la atalaya del liberalismo nacionalista.[3] Su cosmovisión de lo político descansaba en la creencia de la imposibilidad de una clasificación objetiva de valores últimos o principios morales inmutables dentro de cada sociedad. Si es posible encontrar algún compromiso normativo en Weber, es con una idea de libertad capaz de armonizar el bienestar colectivo de las naciones y el desarrollo de la personalidad.[4] La idea según la cual la existencia de una pluralidad de burocracias y un catálogo de derechos individuales –incluida la crítica y elección a los representantes políticos– permitía una mejor gobernanza ante la amenaza de la burocratización de las relaciones sociales en el capitalismo tardío y el socialismo estatista.

Es desde los imperativos de esa visión –y de sus circunstancias, en una nación derrotada y convulsa– que Weber delineó los atributos y ruta de un liderazgo plebiscitario capaz de imponer su voluntad al desastre circundante,[5] como desarrollo de su anterior clasificación de los tres tipos de dominación política. Lo hizo de modo dual, dentro de su reflexión acerca del devenir político de la naciente democracia parlamentaria alemana y como evolución potencialmente no autoritaria de un orden carismático.[6]

Para Weber, el legado político del Imperio[7] y, en particular, del estilo de hacer política impregnado por Bismarck, había sido el de una nación sin suficiente educación y voluntad políticas, acostumbrada al gran estadista protector de la nación y promotor de política pública, con un bajo nivel intelectual y resolutivo de un parlamento tolerado por la burocracia gobernante. Desde aquellos años, Weber abogó por un parlamento fuerte –con partidos robustos– como el escenario adecuado para la política nacional alemana. Justo lo opuesto a lo que generó, con su sistema de representación proporcional y sus extremismos políticos, la joven democracia weimariana.[8]

Ese parlamento sería el lugar de contienda entre formas de concebir la cosa pública, por lo que no debería ser ente pasivo –como en el Imperio guillermino– ni caos vociferante de minorías incapaces de representar a la nación. Weber daba por hecho que un régimen de participación ampliada y partidos vigorosos iría de la la mano con la demagogia. Al respecto, señaló que tan pronto como “las masas ya no puedan ser tratadas puramente como objetos pasivos de administración” entonces “la democratización y la demagogia estarán juntas”.

La expansión de las maquinarias políticas y la emergencia de liderazgos decisivos coexistían como rasgos de las democracias de masa. Si bien Weber reconoció que “los mismos progresos hacia la burocratización que se está produciendo en la vida económica y en la administración del Estado también se encuentran ahora en otras partes”, insistió en el hecho de que “las decisiones importantes en política, particularmente en las democracias, son tomadas por individuos”.[9] Dentro de ese orden, el líder político –que apela directamente a sus seguidores– utilizaría “los medios de la demagogia masiva para ganar la confianza de las masas y la fe en su persona, y así gana poder”.[10] Detecta y pondera el sociólogo germano la presencia de un elemento cesarista dentro de la democracia de masas moderna.[11] Pero eso no significaba la conversión del legislativo en un simple estampador de sellos, como ha sucedido con esa figura en regímenes autocráticos. Para Weber, el parlamento de una democracia de masas juega roles de moderación del ejecutivo, control de su agenda, forja de nuevos políticos[12] y defunción amable de liderazgos agotados.[13]

La situación en la naciente república de Weimar –precario orden con sistema de partidos fragmentado, gobiernos inestables y fuerzas sociales movilizadas por demandas e ideologías radicales– lleva a Weber a señalar que el dilema de su nación es entre una “democracia de liderazgo con máquina”, con líderes carismáticos y partidos fuertes, y una “democracia sin líder”, en manos de políticos profesionales sin vocación de poder. El académico apuesta por la elección directa del presidente para que la nación cuente con el liderazgo que las divisiones sociales y la falta de consenso y resolución de un “parlamento no político” burocratizado no proporciona.[14]

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Un presidente con poderes para disolver el parlamento y convocar un referéndum en caso de crisis política, es decir, un poder estabilizador capaz de ordenar la convulsa e inmadura democracia germana. Propuesta sintetizada por Weber en esta frase, inequívocamente elitista y políticamente incorrecta para los tiempos que corren: “En Alemania tenemos demagogia, la influencia de la chusma sin democracia o, mejor dicho, precisamente porque carecemos de una democracia ordenada”. Un elemento en particular –que “los elementos emocionales se conviertan en predominantes en la política”– era visto por Weber como uno de los mayores peligros de la democracia de masas para la política nacional.

La visión weberiana de la política plebiscitaria como forma correctiva –no sustituta– de las falencias de los mecanismos representativos –partidos y parlamentos– de la democracia liberal tiene especial vigencia; tributa a la constitución de liderazgos fuertes, capaces de dirigir la nación en momentos de crisis domésticas o internacionales, que el mundo ha conocido en formatos distintos. Los presidentes jupiterinos de las repúblicas francesas –de De Gaulle a Macron–, mandatarias fuertes como Golda Meir o Margaret Thatcher, e incluso republicanos carismáticos como José Figueres y Raúl Alfonsín en Latinoamérica, han encarnado la figura de liderazgo carismático, resolutivo y apelante a la nación en momentos difíciles. Momentos en los que sostuvieron agudas polémicas con los partidos y parlamentarios opositores, enfrentaron fuerzas antidemocráticas y enemigos externos.

Pero, al mantenerse dentro de las fronteras de la democracia –por una mezcla de cultura cívica, cálculo racional y evolución de sus sistemas políticos dentro de formatos armonizadores de la coexistencia de poderes–, ninguno de estos ejemplos transitó a la sustitución de la república liberal de masas por formas alternativas iliberales. Eso, que adopta la forma de la democracia populista, mantiene con el modelo weberiano apenas afinidades epidérmicas: de modo más que de sustancia. Si concebimos el populismo como un proyecto político que busca refundar la nación en torno a la unidad líder-pueblo, prescindiendo del pluralismo político, las instituciones representativas y la separación de poderes, una diferencia fundamental entre su modelo de democracia populista y la democracia liberal consiste en privilegiar las consultas populares como supuesta forma de canalizar la voluntad popular. Lo que se inscribe, en un sentido más amplio, en un modo distintivo de concebir y materializar la articulación entre los diferentes elementos que constituyen lo social y lo político.

Democracia liberal vs. democracia populista: temas comunes, enfoques contrapuestos

Democracia liberal
Democracia populista
Presupuestos
Pluralismo político y diversidad social como hechos y valores reconocidos.
Pueblo entendido como conjunto de todos los ciudadanos.
Binarismo conflictivo –con pretensiones monistas– y diversidad como división antagónica pueblo vs. oligarquía.
Pueblo concebido como sujeto colectivo con voluntad única.
Instituciones
Separación de poderes y frenos, equilibrios y limitaciones de estos.
Poder moderado o limitado.
Preponderancia del ejecutivo sobre los poderes legislativo y judicial.
Poder absoluto y concentrado.
Medios de comunicación
Independencia y diversidad relativas de los medios de comunicación.
Control y tutela de los medios de comunicación. Preponderancia de medios públicos bajo control ejecutivo.
Elecciones
Periódicas, justas y competitivas.
Permanentes, desequilibradas y manipuladas.
Uso excepcional de los referendos y plebiscitos.
Plebiscitos periódicos –incluida lógica plebiscitaria de elecciones regulares– activados desde el poder o en su contra.
Partidos políticos
Reconocimiento de diversidad, oposición y discrepancia democráticas como rasgos de sistema de partidos.
Dinámicas de polarización, antipolítica –rechazo de los partidos políticos y de la política entendida como negociación y acuerdo– y asedio a partidos opositores.
Acción política
Canalización de conflictos y búsqueda de consensos entre intereses diversos de la sociedad a través de acuerdos e instituciones políticas.
Exacerbación de conflictos entre intereses diversos, como ruta en la imposición de un proyecto político con horizonte hegemónico.
Liderazgo
Sujeto a responsabilidad política, limitado en acción y duración de mandato.
Articulador de la dinámica líder-pueblo, búsqueda de la perpetuación y ampliación de mandatos.
Fuente: Elaboración propia a partir de un diseño anterior de Ángel Rivero.[15]

Toda diferenciación entre populismo y autoritarismo no debe hacernos ignorar que el primero desemboca, de modo probable aunque no inevitable, en el segundo. El populismo es condición nutricia, pero no suficiente, de la autocracia. No se trata sólo de afinidad electiva, sino de deriva tendencial, por cuanto hay elementos estructurales –repetidos en casi todas las experiencias populistas– que propenden a tal evolución. Entre estos, por ejemplo, la idea (inconfesada) de una atemporalidad del mandato del liderazgo populista, el cual asume que la encomienda de transformación radical, encarnación del mandato popular y representación de lo nacional, desecha la limitación temporal del gobierno y la alternancia electoral. Al menos en Latinoamérica, los liderazgos, movimientos y partidos populistas[16] más destacados de los últimos años (“bolivarianos”) han derivado en francos procesos de autocratización, plenamente consolidado en el caso venezolano. Las decisiones tomadas por sus liderazgos han precipitado procesos de deterioro institucional (los tres casos, en varios momentos), conflictividad política (claramente en la Bolivia de 2019) o quiebre democrático (en la Venezuela post 2015).

Al reconocer que “la diferencia entre un caudillo elegido y un funcionario elegido reside exclusivamente en el sentido que el propio elegido atribuya a su actitud”, Weber distinguió la lógica que convierte al presidente en mandatario de sus electores y lo diferencia de un caudillo, es decir, un hombre que sólo es responsable ante sí mismo.

Volviendo a Weber, lo que estos liderazgos expresan es el tipo de política plebiscitaria constituido como expresión de la dominación carismática, no la modalidad presidencialista correctiva de un parlamentarismo paralizante. En el primer modelo, a partir de la designación por leales y la aclamación plebiscitaria de su comunidad, el caudillo dominaría de hecho –ajeno a la legitimidad tradicional y la legalidad formal– en virtud de la devoción y confianza de sus seguidores. El liderazgo carismático operaría como un “servidor de los dominados”, ligado a estos por una mezcla de emoción y mandato. Desplegando una acción política que reúne la destrucción de los poderes tradicionales, la construcción de una burocracia expedita –caracterizada por su lealtad política más que por su pericia técnica– y la creación de intereses económicos ligados a su poder.

En la región, Evo Morales, Rafael Correa y Hugo Chávez son ejemplos icónicos de ese caudillismo plebiscitario. Al reconocer que “la diferencia entre un caudillo elegido y un funcionario elegido reside exclusivamente en el sentido que el propio elegido atribuya a su actitud”, Weber distinguió la lógica que convierte al presidente en mandatario de sus electores y lo diferencia de un caudillo, es decir, un hombre que sólo es responsable ante sí mismo. Y, desde ahí, reclamando la confianza de sus electores, actuaría por su arbitrio. Justo lo que los proyectos del Estado Plurinacional, la Revolución Ciudadana y la Revolución Bolivariana –luego sustituida por el Socialismo del Siglo XXI– procuraron materializar.

La democracia populista, en su desarrollo, entra en tensión con la democracia liberal, por su propensión decisionista y antipluralismo. Pero también paga el costo de seguir sus propias reglas (democráticas) y tener que responder y contentar a un pueblo (real y diverso) cuyo juicio y agencia no ha logrado suprimir. La democracia populista, al desgastarse en el ejercicio prolongado del gobierno, no sólo arrincona cada pieza del legado liberal, sino que terminará enfrentada con la base misma –popular– de su legitimidad. Una legitimidad que ha sido electoral en los populismos contemporáneos.[17] Los líderes neopopulistas latinoamericanos –como ha sucedido en otras latitudes con sus pares de derecha–, que se reconocen tempranamente en el apoyo mayoritario validado en las consultas plebiscitarias, no han dudado en pasar por encima del pueblo real cuando una mayoría simple dentro de este perturba sus ambiciones de poder absoluto y perpetuo.

Pensada como correctivo de un parlamentarismo frágil y caótico, la apelación weberiana al líder y democracia plebiscitarios apunta a un fortalecimiento de la democracia de masas en la Alemania de entreguerras. Su potencial directivo lo podemos rastrear hasta las fórmulas y figuras presidencialistas que emergieron en este último siglo en las democracias de todo el orbe. Otra cosa resulta, sin embargo, del choque entre el cesarismo contemporáneo con la multiplicidad de formas, opiniones e intereses del pueblo realmente existente. Cuando su deriva tendencial le lleva a culpar al pueblo por su ingratitud, la democracia populista pierde todo lo primero y mucho de lo segundo. Y traspasa las fronteras, de modo trágico y difícilmente reversible, hacia la tiranía.


Notas:

* Agradezco los comentarios realizados a este texto por Francisco Gil Villegas M y David Corcho.

[1] Para buenos recorridos por el contexto de Max Weber, ver James Retallack: Imperial Germany 1871-1918, Oxford, 2008; y Eric D. Weitz: La Alemania de Weimar. Presagio y tragedia, Turner, 2019. Para el abordaje de la personalidad y sus reflexiones y posicionamientos políticos consultar, además del acucioso trabajo de Gil Villegas en Max Weber, Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 2014, las obras de J. P. Mayer (Max Weber and German Politics: a Study in Political Sociology, Routledge, 1999), W. J. Mommsen (Max Weber and German Politics, 1890-1920, University of Chicago Press, 1990, y The Political y Social Theory of Max Weber, University of Chicago Press, 1989) y David Beetham (Max Weber and the Theory of Modern Politics, Polity, Cambridge, 1985).

[2] En 1919 Weber hizo una entrada infructuosa en la arena política de la naciente república de Weimar. Si bien su nominación como candidato del Partido Demócrata a la Asamblea Nacional fue rechazada por funcionarios del partido, Weber contribuyó en calidad no oficial a las deliberaciones sobre la naturaleza de la futura constitución y participó brevemente en la delegación de paz en Versalles.

[3] Ver W. J. Mommsen: The Political y Social Theory of Max Weber, ob. cit.

[4] Agradezco aquí la observación de Francisco Gil Villegas M en torno a la ponderación del pensamiento weberiano frente a otros democratismos más doctrinarios. Así, la comparación con Kelsen es interesante porque mientras el realismo de Weber le permite anclarse en una mixtura de liberalismo y nacionalismo, Kelsen ataca la soberanía nacional, aspirando románticamente al dominio del Derecho Internacional. Para Weber, la democracia reunía ciertos valores, pero su importancia descansaba en ser el modo de elegir mejores gobernantes, así como de controlar y desarrollar, mejor, la política estatal.

[5] La presencia del tema de la voluntad, como atributo del hombre político, abreva en fuentes nietzscheanas, lo cual ha sido reconocido por varios autores. Ver al respecto, W. G. Runciman: Crítica de la filosofía de las ciencias sociales de Max Weber, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 2014, y W. J. Mommsen: The Political y Social Theory of Max Weber, ob. cit.

[6] Ver el capítulo III “Los tipos de dominación” y el apéndice “Los tres tipos puros de la dominación legítima”, en Max Weber, Economía y sociedad, 3ª ed. revisada y anotada por Francisco Gil Villegas, Fondo de Cultura Económica, 2014.

[7] Ver James Retallack: ob. cit.

[8] Ver Eric D. Weitz: ob. cit.

[9] Ver Max Weber: Economía y sociedad, ob. cit.

[10] “La democratización activa de las masas significa que el líder político ya no es declarado candidato porque un círculo de notables ha reconocido su capacidad probada, y luego se convierte en líder porque sale a la cabeza en el parlamento”, sino “porque utiliza los medios de demagogia masiva para ganar la confianza de las masas troqueladas y su creencia en su persona, y por lo tanto gana poder.” (Max Weber: “Parliament and Government in Germany under a New Political Order”, Political Writings, Cambridge University Press, 1994.)

[11] Alude Weber a algo más que a la celebración de elecciones periódicas, cuando señala: “La selección del líder en democracia ha cambiado en la dirección del cesarismo, cuyo instrumento específico es el plebiscito. Esta no es la habitual «emisión de votos» o «elección», sino una confesión de «creencia» en la vocación de liderazgo de la persona que ha reivindicado esta aclamación.” (Max Weber: “Parliament and Government in Germany under a New Political Order”, ob. cit.)

[12] El académico ponderó que “un parlamento fuerte y partidos responsables funcionan como lugares donde los líderes de masas son seleccionados y tienen que probarse a sí mismos como estadistas son requisitos fundamentales de la política estable”. (Max Weber: “Parliament and Government in Germany under a New Political Order”, ob. cit.)

[13] Al respecto, Max Weber señaló: “La eliminación completa de los parlamentos nunca ha sido realmente una demanda seria de cualquier demócrata, no importa lo hostil que podría ser hacia ellos en su forma actual. Todo el mundo probablemente quiere verlos continuar existir como una autoridad que puede obligar a la apertura de la administración, la fijación del presupuesto y, por último, el debate y la aprobación de legislación, funciones para las que son realmente insustituibles en cualquier democracia”. (Max Weber: “Parliament and Government in Germany under a New Political Order”, ob. cit.)

[14] En esa línea, el autor llegaría a concebir los procesos plebiscitarios para la elección directa del presidente como el opuesto a la elección periódica al parlamento de candidatos propuestos por los partidos. (Max Weber: “Parliament and Government in Germany under a New Political Order”, ob. cit.)

[15] Ver Ángel Rivero: “¿Es Francia la verdadera cuna del populismo? El Rassemblement National (RN) como manifestación contemporánea de la tradición gala del estatismo plebiscitario”, en Ainhoa Uribe (ed.), Nuevos retos para la democracia liberal: del nacionalismo cívico al nacionalismo populista excluyente. Un estudio comparado, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2020.

[16] Ver Cass Mudde y Cristobal Rovira: Populismo. Una breve introducción, Alianza Editorial, Madrid, 2019.

[17] Ver María Victoria Murillo: La historicidad del pueblo y los límites del populismo, Nueva Sociedad, n. 274, marzo-abril, 2018.

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