Julio Ramón Ribeyro
Julio Ramón Ribeyro

Flaco, misógino, cortante, desencantado, con una úlcera en el estómago y una nariz de pájaro que casi podía perforarlo a él mismo, se nos presenta Julio Ramón Ribeyro en dos de sus libros fundamentales: Prosas apátridas y La tentación del fracaso, sus diarios peruano-alemanes-parisinos.

Su vida, recalentada a fuego lento por eso que él llamaba “la ausencia de una gran obra”, ausencia que en su caso será falsa, y por las secuelas que le va dejando el cáncer y lo obligan a largas pausas creativas, es, sin lugar a dudas, la de un hedonista frustrado. Alguien al que le han concedido todo –todo lo que su vampirismo es capaz de degustar– y sin embargo queda siempre insatisfecho, como si una suerte de fausto antiliterario y policial se hubiera encargado de hacerle llegar su correspondencia meses después.

Sus libros, que además de los diarios y aforismos citados incluyen tres novelas y algunos de los relatos mejor escritos en español: Silvio en el Rosedal, El próximo mes me nivelo, Espumante en el sótano…, se abrió precisamente con uno de los títulos ya clásicos de la narrativa latinoamericana: Los gallinazos sin plumas. Libro crudo, a veces caricaturesco, urbano, lleno de relaciones esquizas como la de Dos Santos y Pascualito, el puerco-monstruo que Dos santos está obsesionado con engordar y termina devorándolo: Mefisto pata de palo ante Mefisto-saturno, o como la de Pablo Saldañas y Simón Barriga en Explicaciones a un cabo de servicio, monólogo que muestra muy bien ese contexto romántico-grosero donde la mayoría de los personajes riberyanos se mueven y casi siempre se ahogan.

¿Tendrá razón Vargas Llosa cuando afirma en una carta a su traductor alemán (24 de octubre de 1966) que todos los cuentos y novelas de Ribeyro “son fragmentos de una sola alegoría sobre la frustración fundamental de ser peruano: frustración social, individual, cultural, psicológica y sexual”?

A pesar de que la frase del autor de La ciudad y los perros parece perfecta –qué frase de Vargas Llosa no lo parece–, semeja más bien una definición sobre su propia obra: la de su primera etapa, para ser más preciso. Obra más atenta a la amplia cartografía de frustraciones que el Salazar Bondy de Lima, la horrible ya enumeraba, que a la mirada más visceral de Julio Ramón Ribeyro, menos atravesada por el concepto identidad y, por supuesto, menos política, menos periodística, menos andina.

Sus textos, e incluyo aquí las setecientas páginas de sus diarios, más que una pregunta por el “ser peruano” (un ser tan esquizo y residual como el insular), develan una pregunta por el devenir animal del hombre, ese choque entre su frontera enferma y su psiquismo higiénico, tal y como otro fuera-de-serie en la misma época, Virgilio Piñera, supo ver, en lo que taconeaba con su maleta entre La Habana y Buenos Aires para conseguir comida: “la única comida del día”, y colaboraciones para la revista Ciclón.

Escribe Julio Ramón Ribeyro en La tentación del fracaso: “Comprendo ahora con mayor claridad lo que le resta audiencia y repercusión a mi obra […]. El mundo de mis libros es un mundo más bien sórdido, defectista, donde no ocurre nada grandioso, poblado por pequeños personajes desdichados, sin energía, individualistas y marginados, que viven fuera de la historia, de la naturaleza y la comunidad”.

¿No sería precisamente esta suerte de quejita constante por su frustración personal, por su hueco en el esófago, por los castigos constantes a los que sometía a su gato, por sus “novelas fallidas”, por la “suerte extraordinaria” de sus contemporáneos, por el hundimiento de la moral europea, por su anacronismo, lo que daría profundidad a su obra, y más que en el autor de un solo y repetitivo libro –como la mayoría de sus contemporáneos–, lo convertiría en una suerte de francotirador enloquecido, dentista perverso que se arranca los dientes para enseñarnos que hay un horror todavía más personal; un horror que no tiene que ver con la identidad o lo literario?

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Su tragedia, y sin dudas Ribeyro puede ser considerado un trágico moderno, era la de tener que encajar cada mañana en su propio yo, soportar esa especie de magra singularidad, casi tan enferma como ese “cangrejo” que empezó a corroerlo a partir de los años setenta, cuando en verdad este siempre se entendió a sí mismo de otra manera, alguien que por azar o destino había torcido y ya no se había recuperado, un boxeador al que de repente le habían quedado chiquiticos los guantes.

Y esta frustración, que en su caso más bien resultaba asfixia, quizá sea el tema único de sus libros. Comenzando por sus relatos, siempre a medio camino entre la linealidad de la narrativa europea y la tensión de la jerga popular latinoamericana, hasta sus polémicas (ver el artículo de Jorge Coaguila sobre su desencuentro con Mario Vargas Llosa), a las que comúnmente nunca hizo caso.

Ribeyro, que murió días después de obtener el premio latinoamericano Juan Rulfo (este año hubiese cumplido noventa años), y reunió todos sus cuentos bajo el sintomático título de La palabra del mudo, es considerado hoy uno de esos clásicos que aunque no sean de los que más vendan siempre hay que leer. Clásico como Roberto Arlt, Filisberto Hernández, Salvador Elizondo, Novás Calvo o Walsh; todos dentro de lo más interesante de Latinoamérica y, quizá, de lo más complejo, con una cultura que no se reducía a nación o artificialidad. Todos tan “poderosos” como ese Saint Emilion del que cada vez que podía le gustaba exagerar.

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