Ilustración de Alejandro Cañer

Como era obvio, los efectos de la discusión desatada por la publicación del número 250 de Plural dedicado a Cuba, han resultado tan previsibles como incontrolables. En el momento de redactar estas anotaciones, el debate se realiza a tres voces (dos personales y una institucional-partidaria), ubicándose en dos espacios estrechamente vinculados entre sí. Esto parece sugerir que los modos de conducir la polémica –si es que por tal entendemos esta nutrida emisión de artículos y cartas– no parecen conllevar la necesaria prolijidad, la imprescindible delicadeza. Pregunto, nada más porque no tengo respuesta: ¿a quién servirá todo esto?

Porque este asunto, singularmente complejo, tal vez debió plantearse tiempo atrás por ambas partes (¿a partir de 1984?), en otros tonos y niveles, y como un gesto de indagación constructiva referido tanto a ciertas cuestiones específicamente cubanas como al derrumbe del “socialismo real” y sus inevitables consecuencias socioculturales en Cuba y en América Latina. Sucede que, en medio de la coherencia manifiesta que va de la Enmienda Platt a la Ley Torricelli, también el proceso cultural en la Isla y su extensión más allá de ella siguen siendo el arte de lo posible. Artistas e intelectuales cubanos, en variadísimas condiciones dentro y fuera de su país, hacen cotidianamente una experiencia siempre nueva. El balance desapasionado de ella no se hará en un día, aunque a primera vista la salida de tanta gente –escritores, plásticos, profesores, periodistas y “ainda mais”– se plantee como una perdida cultural y humana para Cuba.

Aparentemente la aspereza y el dramatismo de la coyuntura actual vuelven casi imposible un tratamiento polémico más preciso por las partes involucradas. Pero no estamos en instancias de conciliación, y el papel de meros testigos no ha sido escrito para quienes resuelven (“cada uno a su modo”) meterse en el basuresco y fecundo discurso de la historia.

Por ejemplo, en lo personal repudio las medidas represivas contra cualquier ciudadano cubano –sea poeta, editor, campesino, estudiante, burócrata, obrero–, pero no me sería posible solicitar su libertad en caso de que se le hubieran comprobado legalmente vinculaciones políticas con enemigos reales e implacables de la República de Cuba. No hace falta mencionar a esos enemigos.

Por lo mismo, entiendo que es de necesidad anotar un tema que ha faltado, inexplicablemente, en y alrededor del debate: nada menos que el tema de la solidaridad. Es indudable que la Revolución cubana supo generar una raigal actitud solidaria como sustento de su propia concepción de la cultura. Los ejemplos son innumerables, y todavía no acaban: recepción de estudiantes y exiliados de muchos países (incluyo el mío, Uruguay); atención gratuita a enfermos de muchas partes, hasta lesionados de Chernóbil; envío al exterior de alfabetizadores y médicos; publicación de incontables autores de diversas lenguas, no pocos de ellos desconocidos o desatendidos en sus propias naciones, etcétera.

Posiblemente faltaron otras cosas, entre ellas un conocimiento más cabal, aun por vía de la práctica, de las posiciones, disposiciones y expectativas de la otra parte; un conocimiento recogido de la vida misma, de lo cotidiano, para que cada otro acrecentara sus opciones de flexibilidad.

No obstante, quiero completar las palabras iniciales dando cuenta de que en otros lugares (Miami, Estocolmo) se han difundido en la radio y la prensa diversos comentarios sobre esta controversia; asimismo, han llegado a la dirección y a la redacción de Plural numerosas cartas firmadas en México, Cuba y Estados Unidos. Se publicaron artículos sobre el tema en la prensa mexicana. ¿Por qué, me pregunto, esta resonancia? ¿Por qué tantos se ocupan tanto de esto, incluyendo algunos que, probablemente, casi nunca o nunca leen Plural? ¿Puede pensarse que por razones que aún no hemos percibido, esta debió ser la hora exacta, y no otra, para el surgimiento del debate?

Pues así como no debe verse a la Revolución cubana solo o principalmente bajo las cuestiones de la libertad de expresión y de crítica, de la tolerancia y el dialogo (dentro de la histórica relatividad de esos términos: ¿Dónde está la primera piedra? Y, además, ¿cómo separar la cultura material de la cultura espiritual?); así, decía, no es lo más justo tomar de Plural solamente aquello que sirva para alimentar determinados intereses políticos, ideológicos y aun subjetivos, esos sí bien ajenos a la cultura.

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Así como incluso yo he detectado un fuerte y hasta forzado voluntarismo teórico en jóvenes ensayistas cubanos, es posible que exista también una especie de voluntarismo polémico en la situación que comentamos. Quizá por eso se plantean posturas que no cederán ni se flexibilizarán ahora, ni durante ni después que la discusión –al menos en los medios utilizados– se dé por terminada.

Para hablar con toda franqueza y con el más alto respeto –no me dirijo a ciertos antidogmáticos precisamente por dogmáticos, ni a los que disfrutaron por años (¿oh, gauche divine!) la hospitalidad de Cuba socialista y que recién ahora descubren su totalitarismo y sus deformaciones, ni a los que, por alienación intelectual, rechazan andar en bicicletas chinas—, debo asentar que no es época la nuestra de inventar enemigos y agentes del imperialismo, ni de autonegarse espacios tradicionalmente cordiales y receptivos.

Además, temo que se disuelva una gran ocasión –creada en buena parte por quienes con tanto esfuerzo, con tanta dedicación vocacional y profesional, con tanta solidaridad, con tantos logros, con tanto pluralismo, han trabajado y trabajan por el arte y las letras en el continente y el Caribe–, de concertar un encuentro latinoamericano de nuevo tipo: más abierto, más crítico, más desprejuiciado, más sincero, más descarnado, más riguroso. Así, podrían examinarse los rumbos, los resultados, los rezagos, los defectos, las posibilidades y las exigencias de la utopía cultural que ya transitamos y que habrá de tener la anchura de nuestra imaginación, no la de los alienantes productos de los mass media, la profundidad de nuestra historia, no el vacío final de las celebraciones; la dimensión de nuestro espíritu, no la de nuestras miserias sociales, debilidades, rigideces y condicionamientos.

La revista Plural podría ayudar, como zona probadamente cordial, como región sólidamente pluralista, como espacio exigentemente teórico, a la viabilidad de ese encuentro. Y sin duda, muchos otros coadyuvarían a la efectuación de este –lo creo firmemente así– insoslayable objetivo.


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