La muerte de Sidney Poitier ha copado los titulares del mundo entero. El jueves último en la noche, a sus 94 años, falleció una leyenda de Hollywood. Esta personalidad imprescindible –cuyo nombre trascendió el ámbito de la actuación y se instaló decisivamente en el de la política– cumplió una hazaña todavía muy relevante para la contemporaneidad: en 1964 –en plena década de apertura al discurso de la diferencia–, se alzó con el primer Oscar que la Academia concedía a un intérprete negro por un papel protagónico. La imponente actuación de Poitier en Los lirios del valle (Ralph Nelson, 1963) sedujo, convenció a una industria donde la corrección política todavía no era una moda.
Con una carrera plagada de contrariedades, Poitier consiguió trascender la ambigüedad ética que ha caracterizado siempre al cine “mainstream” de Hollywood –sobre todo cuando se trata del reconocimiento del otro sexual, racial, religioso, geográfico… Fundamentalmente después de su conquista del Oscar, se convirtió en un símbolo de la causa por los derechos civiles de las personas negras, a través de la legitimación de sus valores en la gran pantalla. La mejor manera de conmemorar su figura ahora, en el momento de su muerte, no es sólo celebrar la obtención de aquel premio, sino retomar las preguntas formuladas por su trayectoria profesional y su activismo político a fin de interpelar un presente en que la segregación del negro y los privilegios del hombre blanco —el racismo, en definitiva– continúan a la orden del día en Estados Unidos y en muchas otras partes.
Hay hombres que definitivamente se imponen a los condicionamientos de su tiempo. No importa la multiplicidad de factores que incidieron ello, lo cierto es que Poitier revirtió una serie de paradigmas estéticos y de representación alrededor del sujeto negro o racial en el cine de Hollywood durante los años cincuenta y sesenta. Su desempeño en la escena cinematográfica norteamericana de esas décadas contribuiría a enfrentar la violencia (física, psicológica, simbólica) contra los negros en la sociedad estadounidense.
Los papeles desempeñados en películas como Un rayo de sol (Joseph L. Mankiewicz, 1950), Tierra prometida(Zoltan Korda, 1951), Semilla de maldad (Richard Brooks, 1955), Donde la ciudad termina (Martin Ritt, 1957), La esclava libre (Raoul Walsh, 1957), aunque tímidamente y no exentos de cuestionamientos, fueron también una forma de lucha política, en la medida en que contribuyeron a una toma de conciencia y al reclamo de los derechos negados. El éxito profesional del actor facilitó el acceso público al “problema racial”; posibilitó identificar mejor la misión de estas personas en medio de un orden civil que insistía en naturalizar la discriminación, y, a nivel de representación fílmica, hizo a un lado los estereotipos para mostrar al negro, por fin, como un individuo con voz protagónica.
La biografía de Poitier es suficientemente conocida. Sin embargo, volver sobre algunos de los accidentes que la marcaron ilustra una experiencia de vida entregada a promover la cohesión social y la libertad. El futuro actor –nacido por circunstancias en Miami, pero criado en Bahamas, el país de origen de la familia– colaboró como asistente médico durante la Segunda Guerra Mundial a la temprana edad de dieciséis años, y después de licenciarse del ejército se unió al American Negro Theater de Harlem, en Nueva York, donde su inocultable acento bahameño y sus limitadas habilidades de lectura le costarían finalmente el puesto. A ello también se sobrepondría Poitier.
En 1950, con solo veintidós años de edad, y meses después del cierre de la compañía teatral, llegó su debut cinematográfico en el filme de Mankiewicz No way Out, donde representó precisamente a un doctor.
La película se produjo con el objetivo de alimentar la integración racial en los Estados Unidos de la época. Por ese entonces se habían hecho populares ese tipo de películas en que se intenta ensalzar la democracia estadounidense y elevar la autoestima nacional. Pero Mankiewicz, siendo al centro de la industria, a todas luces, un autor, trascendió en su realización el simple tema de la discriminación e iluminó zonas medulares del conflicto racial, entre ellas, la marginación, la criminalización y la pobreza. El personaje de Poitier debe atender en el hospital donde trabaja a dos blancos racistas; tiene que tomar decisiones, y apela a criterios éticos que resaltan su capacidad para contribuir a la sociedad. Este primer desempeño del actor en el cine resultó ya una ruptura con los estereotipos, y un paso considerable en la inauguración de un rostro y una voz destinados a articular cinematográfica, y cívicamente, el problema del racismo.
De cualquier manera –y ya con una trayectoria muy sólida para entonces, incluidos, en 1958, un Bafta y un Oso de Oro de Berlín por The Defiant Ones–, la concesión del Oscar a Poitier no estuvo exenta de polémicas. Muchos activistas políticos, miembros de los movimientos que reclamaban derechos cívicos, acusaron al actor de traición y de entregarse a los tentáculos de una industria que durante décadas había representado a los negros como seres inferiores.
No obstante, en la década del sesenta, el intérprete trabajó en obras significativas que, además de consolidar su estatus de ídolo, cambiaron de modo definitivo las alternativas para los negros en Hollywood. Destacan tres películas estrenadas en 1967, con sólo meses de diferencia: Rebelión en las aulas (James Clavell, 1967), En el calor de la noche (Norman Jewison, 1967) y Adivina quién viene esta noche (Stanley Kramer, 1967). Al tiempo que él brillaba en las salas oscuras de los cines, las calles de los Estados Unidos atestiguaban el despertar cívico de los negros.
Convertido en uno de los actores mejor pagados de la industria, con una memorable trayectoria tanto en el cine como en el teatro, con un premio Oscar y un premio Tony a cuestas, Poitier pasaría con los años a dirigir películas, enfocado siempre en reivindicar el lugar social de la comunidad negra. Más adelante vendrían un sinnúmero de condecoraciones –el Cecil B. Mille de los Globos de Oro, en 1982; un Grammy al mejor álbum hablado por The Measure of a Man, en 2001; el Oscar Honorífico, en 2002; la Medalla Presidencial de la Libertad, en 2009– que en buena medida premiaron, junto a su innegable talento, su condición de pionero en la batalla en favor de la justicia social. Dejó testimonio de esa lucha en dos autobiografías: This Life, publicada en 1980, y The Measure of a Man: A Spiritual Autobiography, escrita veinte años después.
Han pasado los años, los actores y las actrices afroamericanos aparecen continuamente en papeles protagónicos, ganan premios…, pero la discriminación racial permanece, la segregación persiste como uno de los grandes problemas de la sociedad estadounidense. La desaparición física de Sidney Poitier tendría que ser una nueva invitación a mantener vivo su fundamental legado artístico y político.