Vigilia feminista por San Isidro, para que no exista otra Sivriada

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Vigilia Feminista en apoyo al Moviminto San Isidro en el Muelle de Luz en la bahía de La Habana

Sivriada es una pequeña isla de apenas 0,05 km² en el mar de Mármara. Es una de las nueve Islas Príncipe, cercanas a Estambul. Hoy es un islote deshabitado, sólo llegan a él, a través de un ferri, algunos turistas que lo exploran a pie, en bicicleta, o a lomos de burros. Hoy es un islote deshabitado, pero en 1910 se convirtió en un lúgubre territorio de exterminio. En él fueron abandonados, sin agua ni comida, más de cincuenta mil perros vagabundos.

Se cuenta que los aullidos de los miles de perros –que se mataban y comían entre ellos– no dejaron dormir durante semanas a los estambulitas. A una distancia de 14,7 km (la distancia que separa Sivriada de Estambul) los aullidos se convirtieron en una música fúnebre, en un insoportable réquiem para difuntos.

Lo que más sorprende de este hecho no es el ingente canibalismo, sino el desmesurado estatismo de los estambulitas. Ninguno fue capaz, al escuchar los lamentos, de tirarse al Mármara para salvarlos.

No puedo evitar pensar en San Isidro sin pensar en Sivriada. No puedo evitar pensar en San Isidro, sin pensar en la exclusión como un dispositivo necropolítico del Estado cubano. Pienso en San Isidro como un archivo de la destrucción, y, por ende, de la regeneración. Yo, como los estambulitas, llevo días sin dormir. Yo, como los estambulitas, tenía miedo de lanzarme al Mármara. Pero yo no soy un estambulita, me dije, y me lancé.

Me lancé junto a una veintena de personas que se reunieron en la noche de ayer, 25 de noviembre, en las inmediaciones del muelle flotante, ubicado frente a la habanera Alameda de Paula, para pronunciarse, a través de una vigilia feminista, “contra todas las violencias”.

La vigilia se hizo coincidir con el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, declarado en 1999 por la Asamblea General de las Naciones Unidas en recuerdo del asesinato, en 1960, de Patria, Minerva y María Teresa, conocidas como las hermanas Mirabal, por la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo.

Una de las asistentes a la vigilia declaró: “No estamos aquí sólo contra lo que está sucediendo en San Isidro, sino contra todas las violencias que ha sufrido la historia cultural cubana, recrudecidas a partir del decreto 349. Además, nos pronunciamos contra la violencia policial, que en estos días se ha incrementado, contra la violencia de género, contra el maltrato animal. Estamos en contra de todas las violencias y a favor de todas las manifestaciones pacíficas.”

Horas antes de la vigilia, la activista feminista y periodista independiente cubana Marta María Ramírez se preguntaba en su perfil de Facebook: “¿Dónde están las feministas cubanas? ¿Dónde las del mundo? No podemos tolerar más”.

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Una parte de las feministas cubanes estaba ayer en vigilia. Ese es el feminismo (periférico) cubano: el que exige la emancipación de todas las subalternidades. Las y los activistas estaban sosteniendo una luz en contra de la violencia machista sistémica del Gobierno cubano. Violencia machista que ha sido capaz de sostener por una semana, al asumir una postura de intransigencia “nacionalista” (una postura que repugna), la huelga de hambre de artistas y activistas políticos. Una postura machista que entiende a los huelguistas como objetos (nunca como sujetos) sacrificiales; como cuerpos para la muerte.

El feminismo contemporáneo, si entendemos lo contemporáneo como aquello que “lee de forma inédita la historia” (Agamben), dejó atrás aquellas exigencias que lo circunscribían en la crítica de la opresión de las mujeres blancas. Un feminismo hegemónico que surgió, sobre todo, después de la Segunda Guerra Mundial y que tenía, como único sujeto político de transformación social, a la mujer blanca y heterosexual.

Hoy los feminismos (periféricos, cuir, negros, indigenistas) producen una transformación epistemológica que tiene como objetivo producir la posibilidad de un cambio social. Los feminismos contemporáneos son movimientos de transformación social, son procesos de descolonización que se enfrentan a la personalidad autoritaria de las estructuras “terroristas” que obligan al discurso singular.

Con Lyotard, entiendo el “terror” como “la eficiencia obtenida por la eliminación o por la amenaza de eliminación”. Uno de los principios indispensables de los feminismos contemporáneos es el heteromorfismo y su consecuente renuncia al “terror”, que supone e intenta llevar a cabo su isomorfismo.

No caben dudas de que el Gobierno cubano es un Gobierno del terror. El filósofo transfeminista español Paul B. Preciado acuña, o, más bien, pone en circulación en Un apartamento en Urano (Anagrama, 2019), la noción de “necrocracia”: “una democracia muerta y para la muerte”.

El Gobierno cubano es un Gobierno del terror necrocrático. Cada día que pasa, cada hora que pasa, cada segundo que pasa, lo confirma. Confirma que es un Gobierno que utiliza (fracasadas) opciones necropolíticas, arrogantes, patriarcales y totalitarias.

La vigilia que sucedió ayer, como gesto biopolítico antipatriarcal, reubicó nuestros cuerpos en un terreno de enunciación donde se reconfigura la soberanía. El hecho de que veinte personas se reunieran en vigilia, en silencio, una al lado de la otra, con una luz; el hecho de que en la mañana de ayer y de hoy también se reunieran varias personas para leer poesía en un costado de la Iglesia de Paula; el hecho de que algunas personas hayan llegado hasta el Parque Central el pasado domingo 22 de noviembre, aun sabiendo que iban a ser reprimidos; el hecho de que pase todo esto en Cuba, aunque parezcan sólo pequeñas acciones extracotidianas, desplaza el discurso (de nuevo) a la plaza pública, donde es objeto de un proceso de resignificación colectiva.

Todas estas acciones parecen eventos huidizos porque se producen en / sobre el miedo. La necrocracia cubana se sustenta en el miedo. Tenemos mucho miedo. Dentro de la casa tenemos miedo. En la calle tenemos más. Poner el cuerpo en el espacio público, ya sea en vigilia, en huelga, en manifestación, significa luchar no sólo por una emancipación práctica sino también discursiva y afectiva.

Debemos entender que los huelguistas en San Isidro son un símbolo que, quizá, no estemos preparados, algunos, para percibir del todo. ¿Por qué? Porque nos cuesta saber cuál es la otra mitad del significado. La palabra símbolo proviene –como enuncia Anne Carson en Eros, poéticas del deseo (Dioptrías, 2015)– del vocablo griego symbolon, que significaba, en el mundo antiguo, “una mitad de un hueso de caña portado como prenda de identidad para alguien que tenía la otra mitad. Juntas, las dos mitades componían un significado.”

Nos cuesta saber cuál es la otra mitad del símbolo que es San Isidro, la otra mitad del hueso, porque de sólo imaginarlo nos disloca, nos detiene, por un momento. Ese momento lo amamos y lo odiamos. Ese momento en el que nos damos cuenta de que la otra mitad somos nosotros, todos nosotros. El símbolo que es San Isidro es inseparable de lo que nosotros seamos capaces de hacer. Para ser símbolo necesita de nosotros. De no ser así, se desvanece.

Por eso ayer hicimos vigilia. Por eso nos lanzamos al mar. Al mar de Mármara. Nos lanzamos con la intención de que, con nosotros, ese símbolo se enuncie, y, en cierta forma, se realice. Lo hicimos a pesar de todas las consecuencias que podría traer consigo manifestarnos, aunque pacíficamente, en el espacio público. Sabemos, de sobra, que en Cuba se censura y restringe la libertad de expresión y manifestación. También sabemos, de sobra, que esa censura es un buen detector de las derivas totalitarias del bio-necro-poder machista.

Entendemos la vigilia como un dispositivo de duelo y reanimación; como una tecnología regenerativa que transforma el imaginario de la protesta y modifica las imágenes y relatos que movilizan el deseo de los manifestantes. La vigilia que sucedió ayer (y que sucederá por varios días consecutivos a las 6 pm en el mismo lugar), como todo ejercicio de creación colectiva, es un proceso. Un proceso de insurrección. Un proceso de imaginación. Un proceso de desobediencia civil y de profunda transformación política para esas personas que sostenían una luz en silencio.

Hay que tirarse al Mármara, una y mil veces, para salvarnos.

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