Junto al proyecto Rialta y Mediocielo Films, Cine Cubano en Cuarentena inició el pasado día 26 un ciclo en línea de Marcel Beltrán, de quien presentará una obra cada viernes durante las próximas siete semanas. Este realizador es uno de los más sólidos creadores del panorama audiovisual cubano, con una propuesta autoral plenamente delineada que la actual muestra permitirá constatar.
Esta suerte de antología cronológica –que incluye documental y ficción– posibilita ahora un acercamiento al devenir de este creador cinematográfico. En la sucesión de sus películas se hará visible la gradual elaboración y perfilamiento de un estilo personal que no sólo destaca por el manejo específico del lenguaje fílmico, sino por la recurrencia de ciertas obsesiones temáticas, en las cuales el autor ha ido ahondando con el paso del tiempo. Si algo resulta significativo en el trabajo de este cineasta es cómo ha sostenido las mismas inquietudes discursivas aun cuando cada cinta supone una nueva aventura estética. Efectivamente, la ingeniería formal de Beltrán ha crecido en la medida en que asume la creación como un riesgo perenne. Pero junto a la necesidad de experimentar con los recursos formales del cine y de ensanchar su repertorio expresivo, continúa enfocado en indagar en las entrañas de su imaginario autoral.
El ciclo presentará, en este orden, las siguientes obras: Cisne, cuello negro, cuello blanco (2009), Cuerda al aire (2011), Parihuela (2010), Memoria del abuelo (2012), La nube (2014), La edad (2015), digna guerra (2013) y Casa de la noche (2016).
Cisne cuello negro, cuello blanco (2009), primera obra de nuestro ciclo en línea de Marcel Beltrán.Vea el film en el siguiente enlace:https://rialta.org/aiovg_videos/cisne-cuello-negro-cuello-blanco/Cisne cuello negro… es el retrato de una personalidad excepcional. Al registrar las clases que imparte, la convivencia con su familia, los paseos por su barrio, sus momentos de intimidad, Cisne cuello negro… accede al universo particular de Sergio Abel, un individuo con el coraje suficiente para trascender la mediocridad de lo cotidiano. Quizás la clave para comprender esa reciedumbre existencial, la ofrezca él mismo cuando apunta: «Me siento como una matica en el concreto: con mucho poder dentro de mí, pero limitado por el medio exterior». Las reacciones de la familia cuando ven aparecer a Sergio Abel con su videocámara, dejan percibir la extrañeza con que los demás lo miran; la extrañeza que induce su personalidad «diferente» en los otros. Justamente, encuentro el acierto mayor de Cisne cuello negro… en la agudeza con que aprehende la profunda sensibilidad y la singular mirada sobre el mundo de este individuo. Por supuesto, Marcel Beltrán sabe que una subjetividad en ebullición es imposible de escrutar con un portrait «corriente». ¿Qué hace? Cede el punto de vista a su personaje. En puridad, Cisne cuello negro… es una suerte de autorretrato, en la medida en que la voz responsable de diseñar el discurso es la del personaje, quien se filma a sí mismo y a los otros. Aunque el testimonio visual resulta imprescindible —el espacio físico trasunta los distintivos del medio social y del entorno cívico—, el agente discursivo central es la palabra de Sergio Abel, que comenta, matiza, connota cuánto vemos en pantalla. De ese trabado cruce entre imagen y lenguaje, brota el portentoso mundo interior de este individuo.Ángel Pérez
Publiée par Cine Cubano en Cuarentena sur Vendredi 26 juin 2020
Ya está disponible Cisne, cuello negro… Este documental accede al universo personal de Sergio Abel, un individuo perfectamente anónimo. Registra momentos de su vida en los que se evidencia su excepcionalidad y el coraje con que trasciende la mediocridad de lo cotidiano. Quizás la clave para comprender esa reciedumbre existencial la ofrezca el mismo personaje, cuando apunta: “Me siento como una matica en el concreto: con mucho poder dentro de mí, pero limitado por el medio exterior”. Pero no es este un portrait “corriente”. En puridad, es una suerte de autorretrato, en la medida en que la voz responsable de diseñar el discurso es la del personaje, quien se filma a sí y a los otros. Aunque el testimonio visual resulta imprescindible –el espacio físico trasunta los distintivos del medio social y del entorno cívico–, el agente discursivo central es la palabra de Sergio Abel. De ese trabado cruce entre imagen y lenguaje, brota el portentoso mundo interior de este individuo.
En Cuerda al aire, la belleza plástica de la fotografía y la productividad discursiva del montaje son los recursos esenciales a que acude Marcel Beltrán para absorber la particular sensibilidad de los personajes retratados. Anolan González es solista de una orquesta de cuerdas, vive con su madre y dedica cada minuto a su profesión; Enmanuel Flores es un campesino residente en la Sierra Maestra que consagra su tiempo a trabajar la tierra, acompañado por su pequeño hijo. Al observar de forma alterna la cotidianidad de Anolan y Enmanuel, el documental pulsa en las expectativas individuales de dos personas que, en condiciones de vida diferentes, son capaces de encontrar un modo de redimir sus vidas y ser felices. El plano con que cierra Cuerda al aire concentra todas las ambiciones del discurso: Enmanuel, luego de un día arduo de trabajo en el campo, se sienta con su hijo fuera de la casa para, mientras contemplan el atardecer, enseñar al pequeño cómo escribir poesía.
La cámara de Parihuela, entretanto, acompaña a Mejengue durante un día cualquiera, desde el amanecer hasta caída la tarde. Entrado en la vejez y residente en la Sierra Maestra, este hombre sale de su casa en la mañana a oficiar de merolico y a resolver un poco de arroz. En ese itinerario, el documental se adentra en el entorno cotidiano de los campesinos del lugar. El filme proyecta este mundo mediante una morfología que vehicula códigos de la ficción; e instrumenta además un expresivo diseño fotográfico que troca la plasticidad de las composiciones en resortes dramáticos de la historia. Pero, sobre todo, despunta la rigurosa planificación de la puesta en escena, responsable en buena medida de la condición performativa de Parihuela, un filme convencido de que un día en la vida de Mejengue alcanza para adentrarnos en la realidad de unos individuos prácticamente olvidados por la Historia.
Memoria del abuelo explaya una economía expresiva que trasgrede cualquier expectativa alrededor del documental. Aquí el valor icónico de la visualidad, el carácter narrativo de la voz del personaje y el valor dramático de la música tejen una puesta audiovisual sobre la sensibilidad creativa del compositor cubano Harold Gramatges. Memoria del abuelo indexa los recuerdos, las ideas, las emociones evocadas por Gramatges mientras escucha una mazurca de Chopin. Vagamente vemos al músico, nomás escuchamos su voz y la ejecución a piano de la mazurca, al tiempo que observamos un entramado de imágenes superpuestas cuasi abstractas, donde coinciden fragmentos de video y fotografías de archivo relacionados con él. Teñidas por una clave lumínica que las trasfigura en una neblina espectral, las imágenes, al acompañar la música, extienden un horizonte sensorial que, en una desgarradora mirada interior, atisba el imaginario y la sensibilidad del artista.
Las películas de ficción incluidas en el ciclo son La nube y La edad. La primera penetra en el espacio doméstico de una familia de campo para revisar su composición, sus conflictos interiores, la crisis de sus relaciones interpersonales. Lo cual detona con gravedad en el momento del fallecimiento de “papi”, un hombre prepotente, en plena vejez, abiertamente el jefe del hogar. Ana, una de sus hijas –quien soporta el desarrollo temático de una trama que destaca justo por su insistencia en la baja narratividad–, al llegar su hermano Ulises de La Habana, a propósito de la muerte del padre, saca a la luz el trasfondo de confrontaciones filiales, represiones, amarguras, sentimientos solapados que pesan sobre todos los miembros de la familia. Resuelto con precisión caligráfica, un excelente diseño de personajes y una fluida puesta en escena, La nube tiene el mérito de estructurar un cosmos dramático sólido que alcanza a trasuntar las contrariedades y la dinámica del entorno familiar. Este retrato psicosocial de la fortuna de un núcleo doméstico, disecciona no sólo la complejidad de los lazos afectivos de quienes lo integran, sino las tensiones derivadas del lugar que ocupa en el conjunto de la sociedad. Ampliamente entrenado en el cine documental, este filme demuestra la destreza de Marcel Beltrán para el manejo de los códigos de la ficción.
Fotografiado por Michael Chapman, La edad tiene en el lirismo y la cualidad física de la fotografía uno de sus principales resortes narrativos. Una mujer entra a una casa prácticamente abandonada, donde sabremos trascurrió su infancia. Mientras recorre el lugar y repasa algunos objetos dispersos, encuentra un dibujo que le hace evocar un instante de su niñez. Basta ese recuerdo para revelar una trágica ventura personal y familiar. Justamente la atmósfera sensitiva esbozada por la fotografía calza las emociones despertadas por los recuerdos en el personaje. Llama la atención la organicidad con que Beltrán concentra el meollo dramático en apenas una escena, la cual sostiene un doloroso viaje al instante remoto que marcó un devenir existencial.
Digna guerra es otro intento por escrutar los múltiples perfiles que conforman una personalidad. Deudor del legado expresionista, Beltrán traza aquí un retrato donde el entorno es un pasaje al ser. El manejo orgánico de varios agentes narrativos y el control de la argumentación en una certera morfología dramática se ocupan de orquestar disímiles fuentes de información, reunidas con el objetivo de descubrir la experiencia existencial de esta prestigiosa directora de coros. Para graficar su vida, el documental presenta, sin privilegiar ninguno de ellos, momentos destinados a la creación, escenas cotidianas con su esposo y su hija, instantes de trabajo con el Coro Nacional de Cuba, videos de archivos de viajes internacionales…, intentando delinear una inmersión caleidoscópica tanto a su universo íntimo como social. Otra vez, la observación es la modalidad privilegiada: la cámara, con un marcado virtuosismo, acompaña a Digna Guerra, se detiene en ella, en los objetos que la rodean, en los movimientos y gestos que hace, registra sus comentarios, pues el director de la cinta encuentra ahí una parábola de la dinámica de su vida.
El programa cierra con Casa de la noche. Filme francamente experimental. La manipulación directa de la imagen –tanto el trabajo físico de la textura, como la instrumentación de su valor icónico y su capacidad argumentativa– asume aquí casi la totalidad del discurso. La obra despliega una reflexión sobre el estado de suspensión actual de Cuba, los choques generacionales, la falta de expectativas de la juventud, la crisis del programa revolucionario. Una panorámica a la ciudad, no sólo a sus edificios, sino al habitus que la ocupa –se escuchan las voces de gente de barrio y la retórica oficialista por encima de la imagen—, sirve al realizador para especular sobre el devenir de un proyecto de nación y de cultura. Las figuras, los motivos, los símbolos que ocupan esta sintaxis discontinua y medio surreal de Casa de la noche, apunté antes, dan cuenta “del vaciamiento del discurso manejado por la doxa oficial, pero no desde la perspectiva de alguien que disiente, sino desde la pena por la incertidumbre frente al futuro”.
Así como podremos revisar con este ciclo el notable trabajo de Marcel Beltrán, también será la ocasión de comprobar la vitalidad del que pudiéramos denominar “nuevo cine cubano”, una tarea a la que se ha entregado, en alguna medida, Cine Cubano en Cuarentena. Marcel cuenta entre quienes, desde una osada caligrafía –dado que se arrojan a indagaciones estilísticas cada vez más notables–, cuestionan inteligentemente la realidad. Lo que se evidencia ahora es la potencia política de la forma audiovisual. Las operaciones de sentido ejecutadas por estas obras construyen otro tiempo histórico en Cuba.

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