“El documental ha muerto. ¡Viva el documental!”. Así despide Guillermo Cabrera Infante una de las crónicas que integra ese volumen mítico de la literatura crítica sobre cine en Cuba: Un oficio del siglo XX. La sentencia la recupero ahora a propósito de La música de las esferas, un notable ejercicio de no ficción perpetrado por Marcel Beltrán en 2018, el cual, desde el pasado día 28 de mayo, está disponible en múltiples plataformas digitales –iTunes, Google Play, Amazon Prime, YouTube, Cinépolis Klic, Total Play…– para toda Latinoamérica y el Caribe, Estados Unidos, Canadá y Reino Unido.
Y el documental ha muerto, efectivamente, porque desde hace unos cuantos años, el género se ha despojado de un imperativo estético que lo tuvo cosificado por demasiado tiempo, condenado a una gramática harto estrecha. Esa noción que entiende el documental como testimonio “objetivo” de la realidad o vehículo de una verdad irrestricta, es la que Cabrera Infante veía en franca decadencia. En ese “¡Viva el documenta!”, el escritor festejaba una inventiva que, en el caso puntual de La música de las esferas, se manifiesta en su abierto cuestionamiento a –en su deconstrucción de– la carga simbólica de términos tan problemáticos como objetividad, verdad e Historia. Otra vez nos enfrentamos a una película que sólo en apariencia reproduce el mundo y trasparenta la realidad. Uno de los méritos de la composición del filme radica en su capacidad para asumir el plano referencial como resultado de una representación intencionada; disímiles dispositivos formales develan su autoconciencia retórica y su emplazamiento subjetivo.
Pero cuando esto podría parecer una desventaja para el registro documental de La música de las esferas, no viene sino a potenciar su maquinaria de significación, como diría Octavio Paz. En puridad, no hay demasiado artificio en el filme; en cualquier caso, se dejan sentir bastante poco. Su textura estrictamente dramática apela a un registro observacional que, aunque deja entrever una planificada puesta en escena, simula la concepción de ese otro documental que se pretendía “objetivo” y “realista”. Toda la narración –apelando tanto a materiales de archivo, como a la verificabilidad testimonial– espera colocar el filme en tierra de lo verdadero. Sin embargo, la realización reconoce, de entrada, que no hay forma de contar una historia sin que antes pase por la subjetividad de la persona que escribe. No hay Historia sin negociación con la memoria, sin un pacto previo con el recuerdo. Por lo tanto, el factor distintivo acá es menos la manipulación de “lo que en realidad pasó”, que la declarada voluntad de urdir un pasado: un pasado capaz de sostener una posición ante la vida, un pasado capaz de explicar una herencia de valores, un pasado que pueda servir de apoyatura para una identidad. Parte activa del grupo de creadores que se ocupa de resustanciar el cine documental cubano, Marcel Beltrán ha conseguido con esta obra una operación textual orgánica, de una arriesgada fisonomía expresiva, plagada de resonancias culturales, sociales y emotivas al nivel del discurso.
Decía antes que la película asume un emplazamiento subjetivo. El cual condiciona, necesariamente, la totalidad del enunciado, y define la particularidad de la maniobra desplegada por el realizador. Dos elementos de índole morfológica lo hacen constar. Primero, la intervención directa del autor como narrador, quien no sólo articula la historia que vemos, sino que su voz en off –al exteriorizar un punto de vista–, matiza, connota, evalúa el montaje de las imágenes. Segundo, la acentuación de la cámara como una instancia que, desde una distancia prudente, observa el mundo; la cámara adquiere aquí una cualidad somática, en la medida en que siempre deja sentir su presencia. Este emplazamiento constituye el locus del que emana el relato. ¿Y qué nos cuenta Marcel Beltrán? El devenir personal de sus progenitores. Desde que se conocieron hasta algún momento previo al fallecimiento de su padre, a quien está dedicada la película.
La música de las esferas nos cuenta una historia de amor. En la textura de sus imágenes se aprecia, con sentida emotividad, el gesto de entrega incondicional de dos individualidades: Mauricio y Regina, quienes supieron sobrepasar toda contingencia entregados a la intimidad de sus sentimientos. Según deja saber el narrador, desde que se conocieron, con apenas veintitantos años, la vida de cada uno pasó a ser “una vida con el otro”. Con un potente sentido de fidelidad a la unión que consumaron –en los minutos iniciales, la voz que narra apunta que su padre le confesó alguna vez: “tu mamá y yo siempre tuvimos un pensamiento fiel”–, Mauricio y Regina tuvieron la suficiencia de imponerse a las coerciones del mundo para salvar la excepcionalidad de su amor.
Llegado a este punto, puedo decir que, si bien en la superficie temática del documental nos enfrentamos a los accidentes existenciales del devenir común de los padres del realizador, al nivel del discurso accedemos a un planteamiento mucho más complejo: la posición de las relaciones personales en el tejido de la Historia social y política del país. Si algo se entrelaza con coherencia en el filme, es el modo en que la Historia –el curso y las disposiciones de la sociedad– afecta el tejido de las relaciones interpersonales. El acento que esto alcanza en el texto llega a ser tal, que La música de las esferas, a la vez que ofrece un recorrido por la aventura vital de dos sujetos particulares, llega a transparentar ciertas confrontaciones, problemáticas, tensiones que atraviesan a la sociedad en general.
Todo lo anterior discurre en el filme por medio de un viaje de recuperación del pasado. Beltrán organiza la trama alternando segmentos testimoniales de un viaje físico, un viaje físico que se trasmuta en un viaje hacia los otros (sus padres), y el viaje hacia los otros se torna un viaje hacia sí mismo. En un primer momento, Regina y Mauricio se desplazan hacia Moa, donde vivieron los primeros años de su relación, donde sembraron su primer hogar, donde fundaron una familia. Allí fueron a pasar su servicio social, en lo que parecía ser una fuga a la negativa del padre de Regina a aceptar a Mauricio por ser mulato y provenir de una familia pobre. Mauricio fue guía cultural de la comunidad en que vivía y, junto a su esposa, fundó un Taller de Gráfica en el que, como nos deja saber el narrador, “tuvo un periodo creativo muy intenso”. Esa época, en la que fueron plenamente felices, refugiados en la creación y la intensidad de su amor, es evocada durante la visita a los espacios en que solía trascurrir su vida: el taller, el apartamento donde vivieron, el hospital donde nacieron sus hijos…
Hay un instante en el cual, por sobre una serie de fotografías de aquel ensoñador periodo, se escucha a Marcel leer una carta que Mauricio enviara a Regina en el momento de su arribo a Moa: “[…] Ahora en casa, estoy poniendo todas las cosas en orden para que te sientas bien. Aquí sólo falta tu compañía. Nuestro apartamento es pequeño, pero muy acogedor. Quisiera saber cómo te va a ti, a tu familia; cómo anda tu padre y cómo te sientes tú. Recuerda que si estás bien, yo estaré mejor […]” Estas palabras son suficientes para explicar la atmósfera de lo que fueron aquellos años entregados a la grandeza de su amor. Pero contrastémosla con un fragmento de las grabaciones de teosofía que ambos personajes escuchan en su habitación, el cual discuten entre ellos: “la personalidad que se construye a través de la experiencia en la mente humana, es producto de toda la información que los sentidos han recogido en este mundo […] Esa es la estructura que atrapa a la mente carnal y la hace esclava. Por eso el hombre que se pregunta algo más de lo que se ve […] empieza a liberarse de esa estructura”. Ahí tenemos una explicación a la actitud de ellos hacia la vida, a sus anhelos de trascender la Historia y refugiarse en su amor. Quizás la mayor particularidad de La música de las esferas en el escenario fílmico cubano sea justo su inscripción del amor como una carta de triunfo frente a la Historia.
El metraje pasa a San Luis y después a Santa Clara, en una suerte de exploración de la genealogía de estos dos sujetos. ¿De dónde vienen? En San Luis, ambos visitan la familia de Mauricio, recorren los lugares donde trascurrió su infancia. Y, por supuesto, sabremos de la voz del narrador que su abuelo transportó armas y medicamentos clandestinamente para el Ejército Rebelde, y que trabajó durante 50 años en los fogones de un central azucarero; y que su abuela participó en el proceso de intervención de bienes a grandes y pequeños empresarios. Entre las impactantes imágenes de la maquinaria del central donde aún trabaja un hermano de Mauricio y las escenas de un almuerzo familiar en que se discute la situación actual de Cuba, se aprehende la existencia de una familia que entró a la Historia como consecuencia del triunfo de 1959, que todavía hoy vive en situaciones materiales estrechas, pero que parece vivir en conformidad y plenitud con su tiempo.
Esto último llama la atención, sobre todo, cuando pasamos a Santa Clara, adonde viaja Regina sola, a celebrar el cumpleaños 85 de su madre. La familia de Regina fue intervenida por la Revolución y le fue confiscada la pequeña empresa del padre. En el tiempo que trascurre allí, veremos la resonancia actual de este hecho sobre el núcleo filial, que no logra superponerse a un acontecimiento que siente que los condenó a menos, que los sumergió en el fracaso. Lo interesante del paralelo que se establece entre una y otra familia es la complejidad con que el documental planeta el asunto: no hay una toma de partido, no se juzga o cuestiona a las partes, nomás se presenta el contraste entre el impacto de la Historia en cada una de ellas, y la posición que en la actualidad ocupan en el entramado social. De este modo, se ejecuta un cúmulo de interrogantes que eleva políticamente una narrativa personal a los problemas de una Historia nacional.
Advierto que La música de las esferas se mueve menos en los predios de la autobiografía que en los de la autoficción, un concepto mucho más libre, en tanto justifica per se la inventiva, la manipulación del material verificable. O sea, posibilita trascender lo estrictamente referencial, pues la textualización de la voz autoral consuma una exploración de sí al intervenir en las experiencias de los otros. Por supuesto, hay mucha autobiografía en el documental, no sólo en el relato de la vida de los protagonistas, sino en la incorporación de Marcel a la textura de la trama. Pero esa intervención del autor deviene un acto de trasgresión a la representación, una ruptura del inmanentismo del filme que somete al espectador a sucesivas sospechas, dudas, vacilaciones, en relación a lo observado. Así, tiene lugar una sugerente tensión entre “hechos reales” y creación cinematográfica que nos conduce a una construcción subjetiva del yo. Al volverse hacia la vida de sus padres desde el foco irrestricto de su mirada, el yo urde su propia experiencia de verdad histórica, que no es sino un soporte para su identidad.
Parafraseemos a Cabrera Infante: Dado que las películas de esta era atómica pueden ser las últimas, me permitiré recordar a los lectores que intenten ver cuanto antes La música de las esferas, quizás mañana sea demasiado tarde.