Abilio Estévez en Aiguablava, Costa Brava, Cataluña, 2015 (FOTO El Estornudo)

Quien recorra las páginas de Las palomas y El General (ceremonia de Tierra Caliente en trece episodios delirantes), acaso coincida conmigo en que, mediante esta nueva pieza, no es Abilio Estévez quien regresa al teatro, sino el teatro quien regresa a él. Publicada a inicios de este año por Rialta Ediciones, es la primera entrega de este género que ve la letra impresa, desde que Josefina la Viajera apareciese en un número de Encuentro de la Cultura Cubana, según creo recordar, en un ya remoto 2008. Ocupado en sus novelas, ensayos y relatos (Tusquets acaba de presentar Cómo conocí al sembrador de árboles), Abilio parecía haber abandonado los escenarios, donde obtuvo sus primeros aplausos y triunfos al ganar el premio José Antonio Ramos en 1986 con La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea, que fue estrenada por Teatro Estudio, con dirección de Abelardo Estorino en ese mismo año… que parece ahora no menos remoto. Así como publicaba en aquella Cuba otros libros de poesía (Manual de las tentaciones) o cuentos (Juego con Gloria), se fueron sucediendo nuevos estrenos de su autoría, como Un sueño feliz, que presentó Roberto Blanco con Teatro Irrumpe en 1991; Perla marina, en montaje de Roberto Bertrand para el mismo grupo, en el árido 1993; y La noche, ganadora en 1994 del premio Tirso de Molina, y que Irrumpe llevó a las tablas con dirección de Mario Muñoz, Ariel Felipe Wood y supervisión general del montaje a cargo de Roberto Blanco. Habiendo trabajado como asesor de este director, una de las personalidades más imaginativas de la escena cubana, el teatro de Abilio creció en atmósferas, se liberó de estructuras más formales, y ganó una autonomía donde la palabra sustituía las nociones convenciones de una dramaturgia al uso. Prueba de ello son sus Ceremonias para actores desesperados, que el autor comenzó a escribir como una serie que tuvo su punto inicial en Santa Cecilia, estrenada por Vivian Acosta y José González con su grupo Galiano 108, en la sala Hubert de Blanck, en 1994.

Ceremonias, dice el autor que son esas piezas tan particulares, en las que su oficio de escritor, su amor por la palabra, su concepto de una cubanía que lucha constantemente contra todo tipo de silencios, censuras y represión (desde la sexual a la política, desde la necesidad de una verdad que se exprese sin tapujos, sin hacer concesiones a los lugares comunes del poder que reescribe la Historia), gana un espacio genuino y singular. Quien lea o haya visto Santa Cecilia, El enano en la botella, Freddie, o Josefina la Viajera, que han dirigido Carlos Díaz, Raúl Martín, Rolando Moreno, entre otros, reconocerá siempre el filo elegante del verbo de este dramaturgo, que sigue apelando a alegorías y sugerencias poéticas, a referentes literarios y culturales que le permiten construir su propio mundo escénico, como una caja de resonancias en las que siempre el eje está fijado en las múltiples contradicciones del personaje consigo mismo y con los cercos que le impiden ser verdaderamente libre. Lo que discuten esas ceremonias, y el teatro todo de Abilio Estévez, es la capacidad o incapacidad del ser humano para reconocerse, víctima y culpable a la vez, de su propio Destino. Y de la fuerza con la cual se pueda rebelar o no ante esos avatares, es que surge siempre un reclamo mayor de independencia, de soberanía, que nos devuelve al fondo del mar, como en Santa Cecilia, para encontrar ahí las voces de lo cubano, en una amalgama de amor, nostalgia, humor cargado de sabiduría, y un anhelo constante por desenmascararnos.

La llegada de Abilio Estévez a la novela puso todo eso en una suerte de impasse, aunque tras la aparición de Tuyo es el reino, en 1998, aún escribió otras escenas de teatro. De ahí proviene Josefina la Viajera, dedicada a esa actriz extraordinaria que es Grettel Trujillo, y que el público de la Isla no conoció hasta que Teatro El Público la estrenara en enero del 2010 con Osvaldo Doimeadiós, quien ya había encarnado a Santa Cecilia con brillantez. Ahora, tras varios libros con los que Abilio Estévez ha confirmado su sitio entre los mejores escritores actuales de nuestra lengua (Los palacios distantes, El bailarín ruso de Montecarlo, El año del calipso, Archipiélagos…), el teatro reaparece en el catálogo de este habanero, que a pesar de vivir por dos décadas ya fuera de La Habana, no deja de pensar en cubano, en habanero si se quiere, y demuestra que sus obsesiones no pierden fuerza alguna al retornar al mundo de los telones y la ficción de la escena, donde le esperábamos sus espectadores y sus fieles.

Cubierta Las palomas y el General, de Abilio Estévez (Rialta Ediciones, 2023).
Cubierta ‘Las palomas y el General’, de Abilio Estévez (Rialta Ediciones, 2023).

La capacidad del autor para desmontar rápidamente las convenciones dramatúrgicas que ya se habían puesto a prueba en Perla marina, acá han llegado a un punto de madurez total, en la que Abilio Estévez puede prescindir de reglas y pautas para imaginar ese punto aparentemente muerto en el que transcurren los trece episodios de esta pieza. Tres intérpretes darán vida a los personajes que aquí aparecen: El General, viejo y cegado por sus tantos años de poder que lo hacen tan detestable como supuestamente inmortal y divino; Macorina Birán, con ese nombre que cualquier cubano recibirá con una sonrisa plena de ironía, y El Edecán. Si El General es él y no puede ser otro que él mismo, de modo recalcitrante; Macorina se desdoblará en La Madre y La Puta; mientras que El Edecán podrá ser El Espía, El Fusilado, El Estudiante y El Poeta, por no hablar de un fotógrafo y crítico teatral llamado Fantino, una de sus muchas encarnaciones posibles. Mediante este juego de espejos, el autor también acude a las voces de notables autores cubanos (Virgilio Piñera, su maestro, y también a Nicolás Guillén, Martí, la Avellaneda, Heberto Padilla, Carpentier…), y de escritores extranjeros (Marta Lynch, Augusto Roa Bastos, Vargas Llosa, entre otros) para recordarnos que esta es una historia muchas veces descrita, como una moraleja que nunca aprendemos en verdad. La cita es a veces directa, y en otros casos queda suspendida en el aire, esperando que el lector localice su origen, en un acto de inteligencia y conspiración que caracteriza a toda la trama. Fábula breve y en la cual la palabra es la clave, en términos de provocación constante, como dardo disparado hacia esas muchas encarnaciones del poder que se vuelve ahogo, a la obsesión por el poder mismo que anula las libertades que se nos prometían, y a la miseria del ser humano devenido personaje de una farsa cruel en la que el tiempo y la vida se detienen, porque ya todos son cómplices de una representación que solo puede culminar un aplauso de muerte.

Si en una obra tan ambiciosa como La noche era una madre quien, obsesionada por no perder el control sobre su hijo, terminaba convirtiéndose en una visión alucinante y terrible del Gran Poder, acá el General viene a ser su contraparte masculina, así lo veamos ya viejo y cargado de sus olvidos y delirios, como alguien que se cree capaz de paralizar todo lo que toca. En un páramo que alguna vez fue su reino, su paraíso terrenal prometido a los mortales que lo elevaron a categoría de dios, se detienen los tres personajes, como si hubiesen llegado al borde un acantilado letal. Es ahí donde sucede la pieza, o más bien, donde sus personajes desarrollan la ceremonia en la que, siendo ellos y otros, alistarán un golpe terrible a ese viejo hundido bajo el peso de sus inútiles medallas. Con ecos de Beckett, de Piñera o del Estorino de El tiempo de la plaga, y con una confianza en el hechizo que la palabra puede desencadenar como hecho teatral que me hizo recordar a Heiner Müller, Abilio Estévez completa una imagen que ya había dibujado su teatro anterior, y que aquí, al concentrarse en solo tres personajes y sus máscaras, se hace más contundente como una metáfora política, poblada de frases que en su afán sentencioso a ratos asemejan aforismos, pero que el autor, cubano al fin y al cabo, sabe hacer estallar mediante el humor que al tiempo que nos recuerda quién es él y quiénes somos, redondea el conjunto como una advertencia, como una fábula moral de matices implacables.

El General no tiene nombre, pero puede ser el Tirano, el Caudillo, el Supremo, la Política o la Fe encarnada del modo más siniestro y castrador. A fuerza de acallar a otros, puede tener ese rostro y el de muchos otros que, como él, acabaron en una silla de ruedas lanzando al aire discursos largos y sin sentido, sintiendo en la noche los pasos reales o imaginarios de sus posibles asesinos o acusadores. Macorina Birán es su confidente, quien mejor lo conoce, y por ende quien mejor sabe de sus puntos débiles: no en balde trajo desde las montañas aquellos grandes helechos para decorar un palacio que ya también se derrumbó: una Casandra de risa amarga. El Edecán está ahí para afilar los cuchillos, pero también para asumir los gestos y los reclamos de ese estudiante que arma una balsa y elige el mar como escape o fin; ese Fusilado que alguna vez estuvo al lado del General triunfante y ese Poeta desnudo, sin más abrigo que sus versos, a los que el anciano gobernante opone la rima fácil y rimbombante de sus viejos himnos de gloria. Las señales que el autor dispersa nos ayudan a entrar en su conjura, a leer entre líneas los nombres y el perfil de aquellos a quienes ridiculiza, valiéndose de las posibilidades de la representación, alejándose con ello del panfleto o de la mera denuncia. La paloma disecada que no volará nunca más hasta el hombro del General repite, sin embargo, su leve milagro ya después de muerta, porque él así lo cree, aunque ya no haya palomas, ni colibríes, ni súbditos ni camaradas porque en su locura él ha arrasado con todo. La Macorina y El Edecán se encargarán de sus cenizas. El futuro no es menos sombrío que la orilla de ese acantilado contra el cual rompe un mar de muerte.

Como suele pasar con el teatro de Abilio Estévez, sus textos reclaman la presencia de un buen director. Y en este caso, de tres intérpretes excelentes, que sepan matizar, subrayar una pausa, dejar al vuelo la intención más o menos secreta que nos revelan detrás de estas líneas. Ojalá no tarde en llegar a escena Las palomas y El General, una obra que, acaso sea esto lo más terrible de cuanto nos revele, nos pone ante un paisaje donde el Poder ya es irrespirable aún para sí mismo, como si tras el paso de una fiebre o una pandemia avasalladora, no podamos hablar de nada que no sea este acto cruel, este silencio que puebla las ruinas que simulan cementerios, ante las cuales la única esperanza puede ser el que todo se repita, dejándonos apenas vivir un poco entre el momento en el que vuelvan a entrar a escena otro General, otra Macorina de mueca sibilina, y un Edecán que a la sombra de la sombra del mismísimo General, afile su más artero cuchillo. Si es bueno que Rialta Ediciones nos deje saber que este autor está de vuelta al teatro, o que el teatro ha vuelto a él, mejor es saber y celebrar el modo desde el cual el teatro cubano puede recibir de modo tan oportuno un nuevo texto de ese dramaturgo, poeta, novelista y narrador de lujo que es, dondequiera que firme una nueva escena, ese excelente y agudo escritor que se llama Abilio Estévez.

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NORGE ESPINOSA
Norge Espinosa Mendoza (Santa Clara, Cuba, 1971). Dramaturgo, poeta y ensayista. Licenciado en Teatrología por el Instituto Superior de Arte de La Habana. Sus obras teatrales han sido puestas en escena por grupos como Pálpito, Teatro El Público o Teatro de las Estaciones, en Cuba, Puerto Rico, Francia o Estados Unidos. Entre sus textos destacan: Las breves tribulaciones (poesía), Ícaros y otras piezas míticas (teatro) o Cuerpos de un deseo diferente. Notas sobre homoerotismo, espacio social y cultura en Cuba (ensayo). Es un reconocido activista y estudioso de la comunidad LGBTQ cubana. Su poema “Vestido de Novia” se ha convertido en himno de las reivindicaciones de este grupo.

2 comentarios

  1. Impecable en el discurso Norge, como impecable es la pieza de Abilio. Poco más se pudiera añadir, por lo tanto subrayo las afirmaciones sobre la obra de este genio y amigo que es Abilio y le felicito por su “nuevo librito”, pero sobre todo por volver al teatro…, o, mejor, cómo apunta el atinado crítico, porque el teatro siga volviendo a él.

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