Calvert Casey
Calvert Casey

Presentando a un colaborador

Pronto vuelve a la palestra ciberespacial CUBAÑEJERÍAS, ahora con la primera colaboración de un invitado. Se trata del vallisoletano Diego del Pozo, profesor en la actualidad de la Universidad de Towson, en Maryland, y con quien mantengo relaciones profesionales de trabajo desde el año 2000, cuando realizó su primer viaje a La Habana como parte de sus estudios de grado en la Universidad de Georgia en Athens (UGA), bajo la orientación de su profesor y tutor José B. Álvarez, a quien conocía yo desde años atrás. Para entonces, Del Pozo había comenzado a adentrarse en temas y aspectos de la cultura cubana, con especial dedicación a la narrativa, el teatro y el cine, imbricadas las tres manifestaciones en su tesis de maestría en la referida universidad: la adaptación para la escena, bajo el título Fresa y chocolate en una barquilla, del laureado filme de Tomás Gutiérrez Alea Fresa y chocolate, basado en el igualmente galardonado cuento de Senel Paz “El lobo, el bosque y el hombre nuevo”, y, según me comenta ahora, con la inclusión de textos de Antes que anochezca de Reinaldo Arenas. Sus experiencias previas como actor en su ciudad natal le permitieron asumir uno de los papeles principales en la representación, que se conserva filmada. Después vendrían sus cada vez más frecuentes viajes a Cuba, ya como profesional de la docencia superior en UGA, para preparar su doctorado en la misma Universidad, con una tesis que versó sobre la obra de un importante exponente de la dramaturgia cubana contemporánea: Alberto Pedro Torriente. Un artículo derivado de esa tesis acaba de aparecer en la entrega inicial de la Revista de Literatura Cubana en su nueva época. Los contactos de Del Pozo con la realidad y la cultura cubanas alcanzaron su cima con la creación y dirección del intenso y concentrado programa académico UGA en La Habana, que en el bienio 2013-2014 condujo a la capital de Cuba a entusiastas grupos de estudiantes norteamericanos, por espacio de un mes en cada ocasión, para recibir cursos especializados sobre cultura cubana, visitar centros de interés histórico-cultural y recreativo (no sólo de la ciudad), perfeccionar sus conocimientos del idioma español y establecer contactos directos con jóvenes cubanos. Ya en la Universidad de Towson, desde hace unos años viene enfocándose en el estudio de la obra de José Martí, con resultados expuestos en evento internacional organizado por el Centro de Estudios Martianos en 2015 y en proceso de publicación en el Anuario de la propia institución cubana. Asimismo, como expresa en su presentación inicial para CUBAÑEJERÍAS, se adentra, junto con quien suscribe, en un vasto proyecto en torno a la obra no fictiva del baltimoriano-cubano Calvert Casey. Y, sin más, los dejamos con Diego del Pozo y su colaboración para esta columna, que esperamos no sea la última. Aprovechamos para reiterar a los asiduos a estas CUBAÑEJERÍAS que el espacio está abierto a colaboraciones que se orienten hacia las coordenadas establecidas en su primera aparición. Vale.

Ricardo Luis Hernández Otero

Calvert Casey desde la platea

Más de un lector se preguntará por qué estas CUBAÑEJERÍAS no llegan desde la acerada pluma de su fundador, el avispado profesor Ricardo Luis Hernández Otero. En su proverbial generosidad me las ofrece como trampolín para saltar a la palestra cubana y dar visibilidad a nuevas facetas y aristas del quehacer cultural de la isla. La multiplicidad de voces enriquece el coro que entona los contrapunteos cubanos. Aceptando el reto, me ocupo hoy de la inquietante y controvertida figura de Calvert Casey (Baltimore, 1923 – Roma, 1969) para llamar la atención sobre su poco abordada prosa no fictiva; en concreto, aquella mayoritaria centrada en las diversas manifestaciones de la actividad escénica. Gracias a la ingente labor iniciada por el profesor Hernández Otero, a la cual me he unido desde Baltimore, hemos comenzado el proyecto de catalogación y copia de las más de cuatrocientas reseñas y artículos que Casey escribió sobre el teatro y el arte cubanos de los sesenta y que previamente habíamos rastreado y fotografiado en revistas y periódicos de los primeros años del período histórico iniciado en 1959. De todos ellos he elegido estos dos textos, publicados ambos en La Gaceta de Cuba, a finales de 1962 y comienzos de 1963 (recordemos que apenas dos meses después de la resolución de la llamada “crisis de los misiles”), por cuanto nos ofrecen una meditación sobre el lugar del teatro en la sociedad y el papel de la crítica teatral, amén de una reflexión sobre la posición que el propio Casey reclamaba como hombre de teatro. Elucidan, asimismo, las directrices que guiaban sus trabajos críticos, sustentadas en la reivindicación de la libertad de autores, críticos y público.

Huyendo de una visión romantizada de Cuba, proponía Casey la recuperación de los residuos de la historia como proyecto literario nacional. Varios autores han identificado esta premisa ideoestética en una constelación de textos del autor que abarcan desde la narrativa hasta el ensayo, pasando por la poesía. No cabe duda de que Casey atesora en toda su obra momentos y experiencias disímiles sin jerarquizarlas, prestando minuciosa atención tanto al instante más nimio como al último temblor de la llama en la boca del desahuciado. El residuo de lo que fue y pudo haber sido y nunca será, pero que forma parte integral del hoy, y lo explica. Por ello su breve obra fictiva y poética ha despertado un interés inusitado que no se corresponde con su cantidad, pero sí con su calidad y clarividencia. Sin embargo, a pesar de los múltiples intentos por acotar al autor y su eximia y exigua obra, parece que se nos escapara de las manos, como el agua, para perderse por la cloaca máxima del Muelle de Caballería; como esos volúmenes que le fueron sustraídos a Jamila Medina Ríos en la oscuridad del cine al que había acudido para posponer un placer con otro. No ha ayudado la proverbial timidez de Casey que le impedía hablar de su obra, ni tampoco la desconfianza hacia su propia producción literaria dentro del proceso revolucionario, tal como le confesara a Vicente Molina Foix. Sin embargo, Casey se sentía comprometido con la Revolución como creador e intelectual, la vivía, en palabras de Italo Calvino, “como una experiencia moral individual y colectiva, pechando con toda su dureza y sin pedirle ventajas ni ilusiones”. Puso su pluma al servicio de esta en un denodado trabajo de crítica teatral, con un certero juicio quizá formado por los años de estancia en Nueva York, donde acudiría regularmente al teatro.

La explosión teatral que se produce en Cuba desde 1959 convirtió a los escenarios en espacios de conflicto donde se ponían a prueba y cuestionaban viejas y nuevas ideas. Las reseñas de estos espectáculos formaron parte de esta brega ideoestética por la definición de lo que debía ser la cultura y el arte en Cuba. Casey publicó más de 400 críticas teatrales en La Calle, Diario de la Tarde, Revolución, Lunes de Revolución, Bohemia, La Gaceta de Cuba. Gracias a la gran cantidad de críticas publicadas, una concepción moderna de las artes escénicas y su conocimiento del teatro occidental, podemos decir que es impostergable revisar su producción crítica. Junto a las compilaciones antológicas de Rine Leal —En primera persona (1954-1966) (1967)– y Matías Montes Huidobro —El teatro cubano en el vórtice del compromiso, 1959-1961 (2002)– con sus respectivas críticas, nos ayudaría a entender mejor las tensiones y las disputas que dieron forma al campo teatral cubano a comienzos de la Revolución, hasta que Calvert dejara la isla “por presiones inaguantables dirigidas especialmente contra su actividad intelectual, en un movimiento para hacerle comprender, había él pensado, que su presencia en la isla no era ni inevitable ni deseada”, de acuerdo con Vicente Molina Foix.

Con motivo del número especial dedicado a Nazim Hikmet en Lunes de Revolución, Casey participó en un conversatorio con el autor turco donde aquel, respondiendo a Edmundo Desnoes, afirmaba: “No sé por qué, nosotros, hombres de letras, consideramos el periodismo en general fuera del arte. Creo que esto no es verdad […]. Hay verdaderamente periodistas geniales, que hacen muy buen periodismo, que es arte también […] en el periodismo hay también un lado que está ligado con la actualidad misma de la hora; pero hay otro lado que dura por mucho tiempo y que refleja la realidad.” A tono con estas palabras del autor turco, Casey entendía la crítica teatral no sólo como periodismo, sino también como un arte al servicio de la sociedad (de ahí el tono didáctico que muchas veces adopta, consciente del grano de arena que su obra podría aportar al proyecto revolucionario), como veremos en uno de los textos que presentamos, muy a tono con el sentir de Rine Leal, quien afirmó en el prólogo de En primera persona que “el crítico es también un artista, un creador, una especie de antena que recoge e irradia la concepción dramática de su momento”. Reclamaba Casey, además, plena libertad en el ejercicio de su arte para encontrar a su Walt Whitman particular, a ese creador incomprendido que eclosionara y fuera finalmente reconocido gracias al acicate de su crítica. La misma libertad que defendía para los creadores.

En relación directa con lo anterior, abordar su ingente obra crítica nos permitiría también dilucidar algo que el mismo autor proponía poner sobre el tapete en el Primer Congreso de Escritores y Artistas de Cuba (1961): “los conflictos entre el mundo interior del artista y el mundo exterior, de su búsqueda incesante para llegar a la fórmula que le permita satisfacer la urgencia de servir a la sociedad en que vive”, así como explicarnos su angustia por conjugar ambos mundos: el de la libertad individual y el del servicio al pueblo. ¿Cómo abordó entonces este dilema Calvert Casey en una sociedad que cada vez exigía una actitud más beligerante y partidista a sus creadores y artistas? El estudio minucioso de sus reseñas teatrales revelará las estrategias críticas empleadas por Casey como agente cultural, es decir, las herramientas por él utilizadas para la mediación institucional. Esperamos con este trabajo en curso aliviar la ausencia que lamentaba Jamila Medina en sus Diseminaciones, glosando sus críticas literarias y teatrales, para que su imagen salga de la penumbra y el misterio a los que ha sido abocado. De momento, y a modo de aperitivo, vayan aquí estos dos trabajos de Casey, como primer homenaje al cincuentenario de su trágica muerte que estaremos conmemorando en el venidero 2019.

Diego del Pozo
Baltimore, Maryland, agosto de 2018

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Por qué vamos al teatro

(Tomado de La Gaceta de Cuba, año 1, n.o 10, diciembre, 1962, pp. 5-6.)

Por la más sencilla de las razones: porque queremos distraer la atención tras horas y días de arduo trabajo. El primer impulso es, pues, de relajamiento: buscamos distender la atención fatigada, no pensar en nada, divertirnos.

Esto puede parecer superficial. Pero es que la palabra “divertirse”, que de primera intención suena a fiesta ruidosa, no es quizás tan ligera como se cree. A veces he pensado que su sentido no debe andar muy lejos de diverso, distinto, diferente. Divertirse no quiere decir, por necesidad, alegrarse sin objetivo. También puede tener el sentido de diversificar, en este caso, diversificar el objeto de nuestra atención, siempre despierta, para fijarla en otra cosa.

No podemos dejar de estar atentos a algo. Si nada ocupa nuestra atención, se crea un vacío, nos aburrimos, nos sentimos inquietos, mal. Cuando buscamos divertirnos lo que queremos en realidad es ver, oír, hacer algo diverso, pensar en algo diferente. Vamos al teatro, pues, siguiendo un impulso inicial de desplazar la atención hacia otra cosa.

El dramaturgo que escribe obras de teatro, el director que las monta, el actor que las representa, aprovechan ese impulso inicial nuestro de divertirnos para escribir una obra, montarla y representarla. Ellos también parecen, a primera vista, movidos por una necesidad muy simple: ganarse la vida escribiendo, dirigiendo, representando.

Pero eso también sería ver las cosas superficialmente. Porque ellos aspiran, en el fondo, a satisfacer la necesidad de armonía, de belleza, de humor, de compasión, de identificación y de verdad que siente la persona que va al teatro, y lo que sienten ellos mismos. Es lo que Marx llamó “la asimilación artística del mundo”. No todos sentimos todas esas necesidades al mismo tiempo, pero alguna vez experimentamos algunas, y conscientes o no de ellas, vamos al teatro a satisfacernos.

El autor que crea una obra de teatro, y el director y el actor que la escenifican saben todo esto. Cuando logran unir todos esos elementos –armonía, belleza, humor, compasión, identificación, verdad– en un todo profundo decimos que han hecho una obra de arte.

Para lograr esa obra de arte el autor utiliza la forma de expresión que más se aviene a su inteligencia: puede escenificar la vida de un solo hombre, de varios hombres, de una familia, de un país; puede utilizar la vida de los animales, como en las fábulas; puede recurrir a la fantasía, a la alegoría, dando vida a elementos inventados por él; puede utilizar las leyendas populares. Pero como en el teatro tiene que haber acción, necesariamente tendrá que trabajar con acciones esencialmente humanas. Así, el teatro es el ámbito por excelencia de las acciones humanas.

Hace miles de años que el hombre está yendo al teatro en busca de una representación de su vida o de vidas ajenas, de aspiraciones, temores y alegrías, propios o potencialmente suyos.

En Grecia, donde nace la civilización occidental, que es la nuestra, todo el pueblo iba al anfiteatro[1] a ver representaciones de hechos históricos o imaginados. Siglos más tarde iba al atrio de las iglesias a ver representar escenas religiosas que luego se convertirían en situaciones humanas. En plazas públicas y corrales también se levantaban tarimas o tablados donde títeres y hombres representaban obras de fantasía o de realidad. En los inviernos las representaciones se hacían en establos, que luego se convirtieron en teatros. Antes que los griegos, los pueblos más primitivos celebraban, y celebran, bailes y festejos que eran inmensas representaciones de dramas y batallas entre dioses o entre seres humanos. Muchas veces la imaginación primitiva hacía que los dioses y seres humanos combatieran.

Como se ve, el oficio de autor teatral, que muchos creen moderno, pero que en realidad nació hace más de 3000 años, que sepamos, surge cuando una sociedad avanza extraordinariamente por circunstancias históricas, geográficas y económicas favorables, como ocurrió en el caso de las ciudades griegas, de las cuales fue Atenas la más notable, y dejó de escenificar fenómenos de la naturaleza a los que anteriormente había atribuido cualidades divinas para representar sucesos humanos, ya sean trágicos o cómicos. Esa milenaria necesidad que tiene el hombre civilizado de contemplar su vida, o la vida de los demás, sus luchas, de hallar una respuesta satisfactoria a la pregunta que se hace sin cesar sobre su destino y su papel entre los demás hombres, ha ido a satisfacerla el teatro.

Los fines que se propone el autor dramático son muy variados: puede querer representar la lucha de un hombre por hallar la verdad, la de una sociedad por liberarse; puede querer representar conflictos íntimos del ser humano, la lucha de sentimientos que se agitan dentro de él y que trata de dominar para que no lo destruyan: el amor, los celos, la envidia, la ambición, el miedo; puede inventar situaciones fantásticas que simbolicen esa lucha. Un símbolo o alegoría es una figura concreta que el artista crea, o toma de la tradición para identificar una idea o una situación. Por ejemplo, Picasso utiliza en su pintura un símbolo antiguo, la paloma, como alegoría de la paz. En el teatro el símbolo vendría dado por un personaje o acción.

Lo que no puede exigirse al autor dramático es que se limite a representar un solo aspecto de la vida del hombre, porque dejaría de ser fiel a la realidad total del mundo, y es la representación de esa realidad lo que, ya sea en forma directa, ya mediante símbolos, lo que queremos presenciar cuando abandonamos nuestras casas y vamos al teatro.[2]

En torno a la crítica en el teatro

(Tomado de La Gaceta de Cuba, año 2, n.o 12, enero, 1963, p. 18. Palabras leídas en el Fórum de la Crítica, convocado por la UNEAC, el 21 de agosto de 1962.)

Hace dos años, cuando se produjo una vacante en el periódico La Calle, hoy La Tarde, y acepté hacerme cargo de la crítica teatral, tuve la mala (o la buena) suerte de leer una breve entrevista que alguien le hacía al poeta norteamericano W. H. Auden, en la que este explicaba por qué no hacía crítica, ni literaria ni de ninguna clase. “Los críticos”, leí con terror, “suelen ser epígonos intelectuales, creadores estériles.”

Confieso que me sacudió el dictum de Auden, por civilizados que fueran sus términos, y que nunca he dejado de entregar una crítica al linotipo sin recordarlo. Mis funciones en esta nueva manera de ganarme el pan se iniciaban bajo inquietantes auspicios.

Para mayor calamidad, una amiga canadiense me relató una entrevista que hicieron a Osborne (no estoy seguro, a Osborne o a alguien muy destacado en el actual movimiento teatral inglés) por la televisión. Cuando le preguntaron qué opinaba de la crítica dio una respuesta que estremeció los púdicos oídos de los televidentes canadienses, “de costa a costa”:

—Los críticos son muy parecidos a los eunucos: saben cómo se hace, lo han visto hacer, pueden decirnos las mil y una maneras de hacerlo mejor, pero nunca ¡jamás! serán capaces de hacerlo.

Reconozco que después de la carta de mi amiga, mi insomnio se ha recrudecido.

Pero a pesar de la fría respuesta de Auden y de la airada reacción del autor británico, creo en la utilidad de cierta crítica y persisto (quizás por falta de otra habilidad mayor) en ganarme la vida en un oficio que no me agrada. Pienso en Walt Whitman, solo, castigado por la estolidez y la estrechez de visión de los demás, y en sus manos temblorosas rasgando el sobre de la carta en que Emerson le decía: “Ud. es un inmenso poeta”. Y pienso en la estupenda producción poética de que Whitman fue capaz después de recibir aquella carta. Sin querer ni por un momento compararme ni a la levita de Emerson, aspiro a mi Walt Whitman, solo y castigado por la incomprensión de los demás.

Creo sobre todo en la utilidad de la crítica constructiva y positiva. Ciertas cartas, ciertos telegramas que he recibido, me han preocupado profundamente. Jóvenes actores que daban las gracias, conmovidos por una observación agradable. Me di cuenta al recibir la primera que con una palabra acertada y justa podía decidir (quizás peque de inmodesto) el rumbo de una vida, y con otra palabra, torpe o subjetiva, torcer el de otra. Esto no me gustó nada. Detesto el papel de juez y mucho menos el de hacedor, aunque sea de modestos destinos. Pero me di cuenta de que, si abandonaba la crítica, otro juez, menos consciente de esto, podría hacer más daño, y como el destino me ponía en las manos la encomienda en la nueva Cuba, decidí ser lo menos destructivo y lo más constructivo posible. No sé si lo he logrado.

No me engaño. No creo que ningún autor ni actor ni director corrija un defecto en su obra o en su actuación por el hecho de que un crítico se lo haya señalado. Pero sí creo firmemente, y ahí está la labor constructiva de la crítica, que un autor, actor o director se sentirá inmensamente estimulado cuando un crítico sitúe correctamente su labor dentro de la tradición (o fuera de ella) y elogie la excelencia de una obra, o de una actuación o una dirección, y que de ese estímulo resultarán nuevas y mejores cosas.

Desgraciadamente, a veces hay que esperar para que esto se produzca. Dichoso el crítico capaz de discernir un brillante movimiento teatral y de estimularlo con su perspicacia. La nueva ola teatral que ha sacudido profundamente el teatro inglés y que ha producido dramaturgos de la talla de una MacKenna y de un Osborne, debe no poco al estímulo de un crítico como Tynnan, de gran inteligencia, capaz de entusiasmarse ante la profundidad del contenido o la excelencia de la forma en una obra y de flagelar el mal gusto o el oportunismo en otra.

Creo en el respeto al creador y al hombre que construye, que inventa, que rompe la inercia terrible de la naturaleza, que divierte, que hace pensar, que deleita. He trabajado algo, muy poco, en el teatro, en cargos que van desde secretario de actas hasta utilero, todo estrictamente honorífico. Pero lo suficiente para saber que cualquier esfuerzo en el teatro, por inútil que sea, lleva tras sí una alta dosis de malas noches, amargura, irritación, frustraciones, malos sandwiches y café con leche frío. Y sobre todo de ilusiones, de esperanzas, y ¿por qué no? de ambición. Por eso insisto en una crítica respetuosa, aunque esto decepcione a los que se complacen en el ridículo o en la poca fortuna de los demás. Es muy fácil hacer frases felices a costa de la creación ajena. Tengo demasiado presente que para que los críticos sobrevivamos es preciso que los dramaturgos creen y que los actores actúen.

Detesto la crítica hecha en tono despectivo. Escribir desde lo alto, en tono protector y despectivo sobre la obra ajena, de la que posiblemente somos incapaces, es tan torpe como debe serlo la risa del eunuco, si es que esas tristes criaturas pueden reír.

Por último, creo que la crítica para ser efectiva exige plena libertad. No creo en fórmulas ni esquemas para criticar, partiendo –como parto– del supuesto que el crítico tiene un mínimo de honestidad y buena fe, y antecedentes (cuantos más mejor) sobre la materia. La libertad en que creo es exactamente la misma que he tenido para redactar mis críticas –atinadas o miopes– desde que asumí estas ingratas funciones.

Notas:

[1] Casey confunde el anfiteatro con el teatro griego, siendo el primero un edificio público exclusivamente romano destinado a espectáculos como la lucha entre gladiadores o la lucha contra animales.

[2] Nota al pie de la fotografía que acompaña al texto: “El teatro. Divertirse no es alegrarse”.

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RICARDO HERNÁNDEZ OTERO
Ricardo Luis Hernández Otero (La Habana, 1946) es investigador y profesor universitario. Por cuatro décadas laboró en el Departamento de Literatura del Instituto de Literatura y Lingüística de Cuba. Sus campos de especialización comprenden aspectos como la prensa cubana, el vanguardismo y la obra de José Martí, entre otros. Es coautor, con J. Domingo Cuadriello, de Nuevo diccionario cubano de seudónimos y autor de las compilaciones Escritos de José Antonio Foncueva, Revista Nuestro Tiempo, Crónicas [de Excelsior] de Alejo Carpentier, Sociedad Cultural Nuestro Tiempo: resistencia y acción, Mirta Aguirre: España en la sangre; España en el corazón. Actualmente se desempeña como Jefe de una Redacción en la Editorial Nuevo Milenio y está al frente de la Revista de Literatura Cubana en su nueva época.

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