Ilustración de Alejandro Cañer

Ciudad de La Habana, 30 de julio de 1992, 2:30 a.m. El habitual desorden del estudio, una taza de té a medio consumir —tongas de revistas y libros testificando la inercia-el desenfreno-la incoherencia-la racionalidad-la apatía-la energía-el caos-el absoluto control que convergen, como vectores de fuerzas contrarias sobre este ser consciente que intenta desesperadamente comunicar sus imprecisiones en una apretada hoja de papel.

Las mañanas habaneras empiezan a despabilarse con el “cerelac”, el más reciente sustituto de la leche, mezcla infame de engrudo y levadura que los niños se resisten a tragar y que la polifacética inventiva materna disfraza de innumerables modos hasta hacerlo “consumible” como panetela, o arepa (versión cubana del yanqui hot-cake). Luego será el enfrentarse a la realidad de lo que significa el periodo especial: las largas y agotadoras colas para recibir los productos agrícolas normados, las “vueltas” por la pescadería o la carnicería para comprobar si ya llego el picadillo enriquecido con soya, la ración de tres huevos semanales por persona, o el reducido número de pescaditos que recibirá el núcleo familiar. Y luego a la aplastante mayoría que aún no alcanzó a comprar su correspondiente bicicleta, o que ya teniéndola en su poder, no se anima a enfrentar los largos y accidentados trayectos bajo el achicharrante sol caribeño, el tratar de subirse a una “guagua” —como designa popularmente el cubano a los ómnibus de transporte colectivo– es toda un aventura que ni el mismo Spielberg sería capaz de reproducir si no la ha vivido en carne propia.

Este pueblo gritón, vociferante, dicharachero y manoteador, expresivo hasta la exasperación, heredero del gracejo andaluz, la picardía sevillana, la lujuria gallega, el ritmo congo, la agilidad lucumí, la sagacidad bantú —¿o será todo al revés?—, este insoportable ajiaco que aun hoy es indefinible, impredecible, irreprobable, está protagonizando hoy con no poco desenfado una de las interrogantes más agudas que se hace el mundo entero.

Junto a la imagen inusual del corazón de la capital, que muestra al asombro de eruditos y profanos la estratificación de sus edades, en las barriadas —donde se sustituye la propaganda comercial por los lemas donde la juventud comunista invita a ser seguida; reclamo que va desde la escala urbana, en afiches, muros y supergráfica, hasta la más simple escala peatonal, en el diseño de camisetas aptas para el caluroso bochorno tropical (pueden ser adquiridas en cualquiera de las tiendas INTUR —las Easy Shopping- que se multiplican en su interior)—; el espectáculo del habanero como transeúnte, usuario in-discriminado de su ciudad es algo por lo que algunos cientos de miles de turistas del mundo entero han pagado buen dinero.

Este carnaval delirante, de disfraces inventados por la gente común que a falta de otras referencias va fabricándose su propio look a partir de la incoherente noción que deduce del desfile de esos mismos turistas que pagan por verlos. Es la apoteosis de la retroalimentación de la imagen. Espejo refractario que devuelve centuplicado su destello, sonrisa que se convierte en rictus trágico, en abierta carcajada de payaso despechado.

El atardecer se puebla, en estos meses de verano, de gusto salobre a muro del Malecón. La ciudad que se vuelca sobre el litoral es la recurrente imagen de la pequeña que solo puede salir a tomar el fresco al protector portal de la casa provinciana. Más tarde, a las ocho y media, una telenovela del patio alternará con una extranjera —preferentemente brasileña— en la tarea de tejer el sutil hilo de araña que mantendrá hechizados durante meses a sus consumidores habituales. Pero las progresivas restricciones –más presentidas que anunciadas– eliminan el peligro de que la “pequeña pantalla” se convierta en sucedánea innoble de la otrora agitada vida cultural.

La colmena trata de encauzar la energía no gastada de sus miembros en labores productivas; y cientos de obreras y obreros, de zánganas y zánganos, se abalanzan en febril agitación hacia el campo, en el plan alimentario. Piezas de un gigantesco rompecabezas, un repetido “todo mezclado” donde constantemente se redefinen el afuera y el adentro, espejo mágico en el que no hay límites entre el antes y el después, el mañana y el ahora.

En mis manos, por obra y gracia de fraterna amistad, es están textos publicados recientemente en los dos números de Plural dedicados a Cuba. Mucho de “lo que vale y brilla” está representado en ellos y lo recalco sin ironía. En el primero, la defensa del “adentro”, revelando acuerdos y desacuerdos, mostrando palideces y rubores, pero con los pulcros guantes del cirujano yacentes junto al reluciente bisturí. Los instrumentos y la técnica expuestos en un stand con sus correspondientes identificaciones. En el segundo desde “afuera”, el desgarrado reencuentro con el “adentro” de muchos de los más activos protagonistas de un pasado reciente en el quehacer intelectual de la Isla.

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Este segundo Plural muestra la mesa ensangrentada del cirujano, el tumor lacerante, el latido regenerador. Junto al discurso parabólico y cuasi ininteligible de Ernesto Hernández Busto, plagado de citas eruditas y referencias a la interminable lista de bibliografía selecta, está el análisis no exento de apasionamiento de Madeline Cámara, la racionalidad lúcida de Iván de la Nuez, la coherente deconstrucción de los noventa en el panorama de la plástica cubana hecha por Osvaldo Sánchez.

Entre sus líneas reencuentro las huellas conocidas, la palabra familiar, la idea discutida hasta el grito en las madrugadas ardientes, la fábula y la historia de tantas historias recientes. Ahí están, pues, los enfants, a quienes creíamos terribles y eran de una ingenuidad enternecedora, el condiscípulo admirado, el amigo querido, el petulante, el hábil, el osado; pero mucho más que eso, está la posibilidad del debate, el ejercicio del criterio, como si nos tocáramos con las yemas de los dedos, con las palmas de las manos.

Desde el acá repetido tanta y tanta gente sigue arañando sus sueños, construyendo palmo a palmo su presente. Intentando ser honestos consigo mismos y con la realidad vibrante que supera a cada instante su propia necesidad de definirse. Creyendo en nosotros, a pesar de todo en nosotros, que son también ustedes, que son también ellos. Para que el hoy que veremos desde el mañana no solo merezca la pena ser vivido, sino ser, además, contado.

Más que el fin del milenio que se nos encima, me interesa descubrir, a través de las inciertas brumas de mi presente, el nuevo milenio que construiremos desde nuestro hoy, ese que mi José Javier desde sus despabilados siete años insiste en regalarme cada día con su radiante y desdentada sonrisa, el que harán Sylvita, Fabio o cualquiera de los pequeños eruditos que no faltan en ninguna de nuestras familias, el que construyen ya desde nuestro más reciente hoy los míos, los tuyos, indetenibles.

Este nuevo reflejo de mi contemporaneidad viene si no a contestar, al menos a mostrar que las preguntas que a mí misma me hago cada día, integrante de una generación que sentía perdida, esfumada, agua clara empapando el entretejido de mi cesta, tantas preguntas, que están ahí, pero que también existen para los míos, para el Otro que también soy yo. Espacio de reflexión que, bien sabemos los de “adentro”, necesitamos y que nos falta, palparNos, sentirNos. Solamente así sabremos si la imagen que devuelve mi espejo va reencontrando sus pedazos dispersos, para poder incorporarse sin palideces ni rubores al pulso del milenio que llega.


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