No hay hechos, solo interpretaciones.
Nietzsche
Aunque al final de su película Fausto (2011), el director ruso Alexandr Sokúrov aclara que esta es la “última parte de la tetralogía” que integra junto a las precedentes cintas Moloch (1999), Taurus (2001) y Sol (2011), su más reciente filme Fairytale (2022) puede considerarse, de un primer vistazo, una quinta parte o epílogo de esta serie dedicada al poder y al ocaso de hombres (Hitler, Lenin e Hirohito) que lo han poseído y esgrimido en su forma más monstruosa.
Estos personajes se han visto equiparados muchas veces con la divinidad ante la mirada de millones que los odian o adoran, pero que certificarán al unísono sus respectivas trascendencias en la trama de la Historia, obliterando preguntas claves como: ¿para qué les sirvió tanto poder?, ¿cuál es el fin del poder, de las hegemonías, aparte de seguir concentrando más poder y fortalecer la hegemonía totalitaria?, ¿qué objetivos trascendentales y misteriosos perseguían estos dioses?
En el caso japonés, el emperador era oficialmente un dios por decreto. En los casos alemán y ruso, el ateísmo sutil de Hitler y el declarado de Lenin los connotaron como subrogaciones de la deidad, o si acaso de sus profetas terrenos, a partir de la minuciosa operación de reemplazo del misticismo religioso por el misticismo patriótico, para una final metamorfosis de las respectivas ideologías nazi y comunista en dogmas incontestables, y del respeto a sus líderes en adoración rotunda.
Cuando la rendición de Japón al final de la II Guerra Mundial, fue más “sencillo” consumar la desacralización de Hirohito. Solo bastó revelarlo a los ojos mortales, y ante los suyos propios, como un inofensivo ser de carne y hueso, hacerlo declarar y aceptar su naturaleza terrena –de este proceso va Sol–. Pero los casos de Hitler y Lenin permanecen irresolutos, pues su deificación no entró en contradicción con el reconocimiento de sus naturalezas perecibles, sensibles al dolor y la enfermedad, a la duda y la locura, al error y el capricho.
Hirohito heredó un poder y un linaje. Lenin y Hitler emergieron de la niebla indiferenciada del pueblo para construir reinados desde las cenizas de sus antagónicos predecesores. Son deidades llegadas del desierto para predicar grandezas, futuros brillantes, ambos bajo estandartes rojos.
Sobre Fausto y el poder
Con Fausto, Sokúrov aborda precisamente el dilema y transmutación del ser humano ante la tentadora oferta de acceder y hacerse con un poder que lo supera y lo devora con toda la potencia de un agujero negro. Termina diluyéndose en el poder, deviniendo un mero recipiente de esta potencia abstracta que rellena una piel vaciada de órganos, huesos, músculos, nervios y alma tras un riguroso proceso de licuefacción ¿O es que la esencia humana es sencillamente el poder? ¿Estamos predestinados a ser meras larvas y crisálidas de dictadores y esta posesión final –solo alcanzada por unos pocos, los más aptos como para que el Diablo se interese de veras en comprar sus almas– es solo la consumación de una fatalidad más fuerte que cualquier voluntad?
Más preguntas se derivan de esta pentalogía aún no declarada. Las obras de arte que generan más cuestionamientos que respuestas, que inquietan más que tranquilizan, que delatan descarnadamente las contradicciones del ser humano consigo mismo, son las más trascendentes y atractivas. Quizás la belleza, en su forma más pura, se acurruca junto al costado más horroroso de la naturaleza de la especie.
Fausto, además, introduce en la tetralogía del poder la posibilidad de la dimensión infernal y del mismo Diablo. Quiebra la pretensión realista –aunque Taurus parece una película de fantasmas, una parábola espectral, más que un relato apegado a “hechos reales” llanos– y la hace transitar desde los predios ontológicos hacia el territorio cósmico de la teleología. Tras todas las películas, incluso (sobre todo) Fairytale, subyace la gran interrogante acerca del objetivo final del poder, acerca de sus fundamentos, quizás más misteriosos que los del propio Yahvé de los Ejércitos. Por qué y para qué se añora, se persigue y se ejerce esta fuerza, que parece ser el motivo último y siempre insaciable de la humanidad.
En un aparente ejercicio de completamiento del modelo sokuroviano del universo, que ya cuenta con la tierra y el Infierno, Fairytale le agrega las posibles nociones de Paraíso, Limbo y Dios. Devela la versión del cineasta de los parajes del estrato convencionalmente considerado en los esquemas mitopoéticos cristianos como superior, santo, sutil, la esfera donde reina el ser máximo, la fuerza definitiva que dispensa justicia y castigo de manera unívoca.
Acorde la convención más extendida, Paraíso, Tierra e Infierno son estratos aislados por límites infranqueables, que terminan dividiéndolos en territorios mutuamente excluyentes, en antítesis irresolutas. Son puras negaciones del otro. Pero en ya desde Fausto, Sokúrov apuesta por una contaminación irónica que vadea cualquier lectura maniquea: mezcla los niveles ctónicos con el cieno que hienden la plantas de los humanos, logrando la fusión simbólica entrambas zonas y nociones, resultando en un nuevo, único e inquietante territorio.
En una operación semejante, el relato de Fairytale puebla las inalcanzables e impolutas alturas celestiales, solo destinadas en apariencia a los virtuosos más excelsos, con los muy “infernales” Adolf Hitler, Iosif Stalin, Benito Mussolini, junto a Winston Churchill –una curiosa añadidura que matiza el conjunto y enriquece significativamente (casi de manera definitoria) el espectro de lecturas, y vadea la tentadora zona de confort a que nos convidaría la sola presencia de los tres dictadores sin la compañía del primer ministro británico, gran vencedor que camina entre vencidos con aires de sorna y conmiseración.
Sobre el castigo y el aburrimiento
El umbral del cielo, que ya por sí solo resulta ambivalente fusión del limbo y el purgatorio, aparece poblado por seres que “deberían” habitar al Averno. A este lugar profundo y lleno de sufrimiento los ha condenado la historia y la moral. Son espejos ahumados que solo reflejan lo peor de la humanidad; aunque la humanidad bien pudiera ser lo peor y los espejos apenas la reflejan con honestidad.
Una quinta figura complica más el paisaje: el melancólico Jesucristo que languidece entre las ruinas de un sepulcro con aires de calabozo, como si llevara dos milenios sin comer, consciente todo el tiempo del hambre que se acumula y le impide dormir o pensar en otra cosa que no sea lo hambriento que está.
El cielo de Sokúrov sufre el sitio de estas pandas de dictadores que aguardan por acceder al premio que consideran merecido, a la absolución celestial, ya no histórica, que reafirmará lo acertado de sus ideas y maneras, que santificará sus desbordadas visiones. O bien Sukúrov propone un Infierno travestido de Paraíso que tima y anega a estos poderosos en una eterna y alucinada espera por acceder a la bienaventuranza que yace a infinitas distancias, o no existe en realidad.
Asimismo, sus pueblos-víctimas de Rusia, Italia y Alemania nunca pudieron ver concretadas todas las promesas de felicidad absoluta y permanente que les hicieron bajo sus enseñas fascistas y comunistas. Igualmente, permanecieron sumidos en la marisma de una espera igualmente estéril y sacrificada, retenidos en un pantano al borde de la historia y el sentido común.
El castigo definitivo para estos falsos profetas y falsos ídolos sería entonces aguardar para siempre, diluirse en una esperanza inconclusa. Ahogarse en el ocio cósmico. Deambular sin rumbo en un páramo, justo en el umbral de los portones del Paraíso. Se miran a sus propias caras. Saludan fantasmas, rumian las esperanzas de ganar una guerra mundial que no reconocen perdida. Le hablan y le prometen nuevas abstracciones (o las mismas, siempre las mismas) al fantasma multitudinario y encrespado de la masa que se les viene encima como un maremoto sin rostro. Y acaso presienten fugazmente que el fin último del poder es el vacío, el aburrimiento infinito.
Al final del arcoíris negro no hay nada para los tiranos omnipotentes, solo la revelación de que nunca existió el arcoíris ni la felicidad. Se consuma así la intención teleológica de la pentalogía –aceptémosla como tal.
Como el arte, el poder es la razón de sí mismo, no tiene utilidad práctica, es una esfera autosuficiente, pertenece al mundo de los arquetipos, aunque las sombras que proyecte sobre la caverna de las ideas derruyan medio universo, y sus resonancias desaten el caos y la muerte; aunque exija tributos tan altos como las voluntades y el hambre.
Las pantagruélicas visiones de mundos mejores que ofrecen los tiranos son solo formas de la ceguera. El peor ciego no es el que no quiere ver, sino el que impide que los demás a su alrededor vean. Se dedicaron a sacar ojos, a crear manadas, piaras de ciegos obedientes que confunden alucinaciones con paisajes concretos, que aceptan que las ficciones del fascismo, el nazismo y el comunismo están basadas en “hechos reales”.
Sobre el tiempo, la multiplicidad y el kitsch político
El limbo o falso limbo (o falso Purgatorio) de Fairytale, más que un espacio sin tiempo, acusa ser un territorio donde el tiempo transcurre de manera fractal, y adquiere una naturaleza simultánea que facilita la confluencia de múltiples avatares de cada personaje en el mismo exacto momento plural. Toda paradoja enunciada por la ciencia ficción para los crononautas que se encuentran con sus yoes de otros momentos de la historia, queda descartada en el ambivalente territorio donde transcurre el relato de marras.
La aparición de muchos Stálines, muchos Mussolinis y muchos Hítleres de diferentes edades –extraídos por Sokúrov y su equipo de los múltiples archivos fílmicos disponibles– también parece hablar de la sensación de ubicuidad que estos líderes buscaron transmitir a sus ciervos y súbditos.
Una y otra vez estamos ante la usurpación de la omnipresencia divina, de la omnipotencia cósmica, ante el secuestro de la sobre-naturaleza trascendental a favor de la mascarada dictatorial a través de la que se pretende hacer pasar hombres por dioses ante los ojos crédulos de multitudes necesitadas de adorar algo, de obedecer algo, lo que sea: ya un cordero, ya un austriaco desquiciado, ya un italiano nostálgico de la grandeza imperial romana, ya un ruso con ínfulas de zar.
En vez de emplear en Fairytale actores para interpretar a sus protagonistas, Sokúrov opta porque ellos se autorrepresenten, porque se conviertan en versiones ficticias de sí mismos, una vez más. Porque estos archivos, sin adulterar, son ya grandes danzas de la representación, orgías de la impostura. Las imágenes conservadas de estos líderes fueron construidas con prolijidad propagandística con el gran objetivo de enaltecer, ponderar y glorificar a los líderes.
Todas fueron cribadas a través del filtro del kitsch político, que se guardaba muy bien de mostrar la mierda, como lo define Kundera; se preocupaban por editar cada momento en que aparecían las manos temblorosas de un Hitler aquejado de Parkinson, sajaban cualquier otra seña inconveniente de debilidad o maldad que revelaran el padrecito o el Duce. O cualquier angustia que aquejara a un Churchill cargado con la responsabilidad de librar a su imperio británico de ser colonizado por una potencia extranjera.
La satírica profanación de los archivos que se opera en la película, lejos de una injuria a la “verdad histórica”, es un gesto de impugnación del artificio que casi siempre se hace pasar por esta inamovible verdad histórica, tanto como los hombres poderosos se enmascaran de dioses intachables. El propio hieratismo extraño con el director deja que se desplacen en pantalla los personajes en sus paseos lunares, enfatiza todo lo que de pose falaz e impostura tienen estos registros dizques históricos.
Sokúrov expone estas imágenes como meras construcciones a las que no se debe ninguna veneración ni respeto sagrado. Vota por el libre y herético desmembramiento de este gran imago, de estas colecciones de fetiches políticos de celuloide. Convierte la danza palaciega de representaciones en un juego visceral de reformulaciones y antípodas. Drena las imágenes de todos sus significados sagrados originales, desuella los ídolos y una vez que se hace con las pieles significantes, procede a urdir la meticulosa obra de taxidermia paródica que es Fairytale. El cine vino tanto a contribuir como nunca antes a la difusión de los programas de estos poderosos, como a someterlos al más punzante escrutinio que nunca previó ningún tirano de siglos previos.
Cristo y Napoleón no corren con la misma suerte en la película. El Hijo del Hombre es un grabado que se anima, y el emperador es interpretado sin ambages por un actor. De ellos no existen registros fílmicos ni fotográficos que se puedan desollar. Las representaciones pictóricas, escultóricas o gráficas que han trascendido no esconden la naturaleza espuria que el cine ha tratado de disimular muchas veces. Son interpretaciones, apropiaciones, que implican pactos de lectura muy conscientes, contrario a los registros fílmicos que buscan suplantar la realidad con la instrumentación de la realidad, y lo consiguen las más de las veces. Por eso Fairytale es tan perturbadora y desprende un olor tan fuerte a sacrilegio.
Más allá de la posible “ofensa” a sensibilidades beatas que deben lidiar una vez más con otra parodia del cristianismo –ya Monty Phyton les provocó bastante sinsabores con La vida de Brian–, Fairytale ofende las concepciones seguras de la realidad y de la historia como asentamiento de la realidad, que la mayorías tienen y gracias a las que consiguen mantenerse cuerdos. Por suerte para muchos, sus audiencias serán escasas, su alcance mínimo o nulo, ahogado entre tanto realismo barato y consensuado.