Fotograma de 'Nostalgia', Andréi Tarkovski dir., 1983
Fotograma de 'Nostalgia', Andréi Tarkovski dir., 1983

A la memoria de Salvador Redonet

Abierto el cuadro, escrutado poco a poco el paisaje gracias a la lenta aproximación de la cámara (en un zoom tan lánguido que parece caricioso), lo que vemos es la niebla del amanecer, unas campesinas, un perro dócil y un caballo en lontananza. El caballo, blanco e inmóvil, espera. El perro y las campesinas van al encuentro de algo. Caminan lejos de la cámara, de espaldas a ella, y se detienen. Después hay un árbol solo. Y más niebla.

Así, con esa parquedad de lo taciturno, pero con algunos sonidos del día naciente, empieza Nostalgia (1983), de Andréi Tarkovski.

Un poeta ruso ha viajado a Italia en busca de las huellas que dejó allí un músico, también ruso, pero de fines del siglo XVIII. Este ha vivido por algún tiempo en Bologna, estudiando y creando una música que despierta admiración. Sin embargo, se trata de un súbdito, un siervo, una especie de genio que no por ello deja de ser un cautivo del Poder, lo mismo en Bologna que en Moscú.

Desde siempre, en especial desde la formación y el surgimiento de las ciudades-Estado, el poder, la política y los políticos han querido dictarles pautas y normas a los artistas. Ese deseo sigue vivo hasta hoy.

El poeta, un buscador, se llama Andréi y deviene, así, un peregrino en tierra ajena y un hombre-de-las-palabras capaz de certificar la locura del mundo (todo en él es meditativo) y la comunión del pensamiento con la idea de las pruebas de la existencia de la fortaleza del alma. He aquí un Tarkovski al uso, diríase. “Estoy cansado de estos enfermizos paisajes extraordinarios”, dice el poeta cuando Eugenia, su traductora italiana, lo invita a recorrer el lugar adonde acaban de llegar.

Habría que repetir esa idea y esa historia porque en ellas se instaura una tipología: un músico de talento que estudia y vive en Bologna y que, teniendo la oportunidad de permanecer allí (aunque siempre a las órdenes de algún noble), no puede sino ceder al impulso de regresar a la tierra natal, a los suyos, a la patria. Y se suicida tras ese retorno.

(Recuerdo ahora un documental sobre José Lezama Lima donde he visto llorar a Eliseo Alberto Diego cuando, citando a Lydia Cabrera, habla de la abrupta lejanía de la tierra natal y de la felicidad de estar en ella, regresar tal vez, de recordarla viva dentro de sí).

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La nostalgia ya va, explícita, en el título, cuya revelación a Tarkovski no le preocupa (sabe que hay mucho más en el pasmoso poder sugestivo que él descubre en ciertas imágenes, que son prácticamente únicas en la historia del cine). Nostalgia de un espacio, nostalgia de un pasado mítico (acaso inexistente como pasado comprobable) en el que sí había fe. Nostalgia de un territorio especulativo como ese claustro eclesial lleno de columnas, en el que entra Eugenia, y donde se reza y se pide y hay una multitud de velas encendidas frente a la Virgen, madre dolorosa –madre orgullosa, sacrificada, atormentada, inspirada, iluminada–, de cuyo vientre, en una efigie traída por las fieles que quieren ser bendecidas por la maternidad, salen decenas de pájaros volando.

Hay un iconostasio con la Madonna del Parto, y Tarkovski no pierde oportunidad de desnudar el temple y el hálito que animan la destreza del pintor (Piero della Francesca, ni más ni menos) como anatomista, su maña para destacar las texturas de la piel y las formas de los músculos de sus figuras, incluido el embarazo de la Madonna.

Por nostalgia se quema una casa, cuando la casa es ajena y, de tan ajena, te impide volver al más profundo yo de ti mismo. Por nostalgia se regresa, incluso, al sitio donde te esclavizan. Aun así, la patria no es un suelo, ni un conjunto de vistas, ni una ideología, ni un grupo de soberanos enarbolando ideas mañosas sobre la redención y la Utopía. La patria le da la espalda a todo eso.

La acción de la película es muy simple, pero por debajo de ella corre una tensión magnética que el lenguaje hablado apenas puede expresar. De ahí los cuidadosos encuadres de Tarkovski, la forma en que hace zoom sobre ciertos objetos que adquieren, de repente, el prestigio de lo entrañable. El agua se convierte en un objeto interior, como sucede en la poética de su trayectoria hasta El sacrificio (1986), su última película.

El escritor y la traductora se instalan, con habitaciones separadas, en un hostal. Prácticamente todo lo que hablan es un trazado melancólico hecho sobre el trasfondo de la añoranza, y esos diálogos se producen en la penumbra física, que acaba siendo una penumbra sentimental. La intimidad se subraya allí con discreción, puesto que hay pocas cosas más íntimas que determinados dolores, aunque el dolor puede producir ruido. Hay imágenes en blanco y negro que revelan la aflicción del escritor. Este queda mirando fijo a la cámara, como si contemplara a la mujer de la que se acuerda, una joven en un campo con un perro. Su mujer, su esposa: el mundo que lo forma, lo reforma, lo transforma.

Y así se rompe esa cuarta pared que da libre curso a la visualidad del recuerdo, o la ficcionalización del recuerdo. Por otro lado, la nostalgia es también aquí una comarca que abre sus puertas a lo fantástico: el escritor se queda dormido tras examinar su habitación, y, de pronto, un perro (el perro de su vivencia añorada) sale del baño y se echa junto a él. Después vemos a la esposa del escritor que se encuentra con Eugenia, la traductora, en un plano onírico. Eugenia llora. La otra la acoge, abrazándola. Por último, asistimos al encuentro del escritor con la evocación de su esposa embarazada. Son mujeres y, de cierto modo, están enlazadas por una vibración universal.

El hospedaje está junto a unos baños con aguas azufradas. Tarkovski pasea lenta su cámara, y allí va progresando una minuciosa descripción de índole ensayística, que funciona como interpolación dentro de la historia. Entonces aparece el “loco” Doménico, un popular personaje de la zona, en quien, tiempo atrás, una especie de crisis religiosa lo llevó a encerrarse con su familia durante 7 años.

Los bañistas ven a Andréi, lo llaman “el poeta ruso”. Y ya sabemos que este empieza a comprender que su identidad, dentro de la poesía, se identifica tanto más frente sus propios enigmas irresueltos, en su condición de buscador incesante, cuanto más expresa su curiosidad humanística por el otro. Y, así, va a casa de Doménico, procurando hablarle, y Tarkovski acentúa esa translocación de paisajes (veladuras, corrimientos, cambios del color hacia el blanco y negro), y cada encuadre genera una foto en la cual lo doméstico deviene cordialidad, afecto, memoria.

En la fijeza de la foto (un conjunto de fotos que casi contrarían el movimiento) está la fijeza de la emoción, la durabilidad de las emociones esenciales.

Este es un poeta a quien un hombre del trastorno (mutuamente desconocidos, hay que aclararlo) le hace escuchar a Beethoven y le brinda un poco de vino y una tajada de pan. Así se conduce Doménico: con alimentos primordiales, de la hermandad, de la cercanía. Y todo esto en un espacio semejante al de Stalker, la insólita película que Tarkovski estrenó en 1979: agua, goteras numerosas, objetos caseros en el suelo, ordenados como si ese paisaje (donde también hay un perro) mantuviera un nexo ignoto con el pudor, la paz y lo privado en un acuciante “rastreo de emociones” que se presenta aquí como un proceso interior.

Ver dichos objetos es como llegar, por otro camino, a la pintura de Giorgio Morandi, sus gamas estrictas, sus grises cromáticos, su falsa escasez.

Doménico le da al poeta un trozo de vela y le propone cruzar la alberca de Santa Caterina con la vela encendida. La cámara recoge el espacio vital: un sorprendente homenaje a la belleza postrera de la ruina.

A estas alturas del filme, cuya “precariedad” (en cuanto a su entramado y su argumento) no deja de hacer advertencias acerca de la insuficiencia del lenguaje hablado, Eugenia siente que debe leer en voz bien alta una carta que el músico ruso le ha enviado a un amigo. Ella es una mujer sensible y hermosa, pero no comprende por qué Andréi se deja atrapar por un laberinto que el amor (¿su amor, el poderío de su seducción?) podría deshacer con facilidad.

La carta del músico explica cuánto necesita el aire de su infancia rusa, los abedules, el campo, el aroma de las mujeres del hogar, el hijo, el perro, el caballo y la forma de la salida del sol. Eugenia lee la carta para hacerle saber al poeta, por analogía, que ella es capaz de comprender su ya próximo desconsuelo, el curso de su congoja. La trama de Nostalgia se “reduce”, pues, a las etapas de un hombre de la poesía que viaja, sin saberlo al inicio, al encuentro de un yo tan posible como probable. El agua continúa por todas partes. Andréi va confundiéndose dentro de diferentes paisajes, algunos mentales, otros reales. Tarkovski se adueña de las analogías objetivas, como había solido hacer desde Andréi Rubliov (1966). ¿Acaso es un vanguardista? No, en ese sentido no lo es. Es un poeta de estados “clásicos”. Ni siquiera se caracteriza por usar música ad hoc.

Hacia el final de la película, cuando se entera, a través de Eugenia, de que Doménico ha decidido dar un discurso en una plaza de Roma, el poeta resuelve cumplir lo prometido (más importante que ir a escuchar a ese otro yo extremado, acaso abismal) y regresa al sitio donde están los antiguos baños, aguas testificadoras de miles de ofrendas que no hacen más que perpetuar la fe, cualquier tipo de fe que alcance a preservarse en el interior de la esperanza.

Hay un armario de madera, con espejo, en medio de la calle. Cuando el poeta se mira allí, a quien ve es Doménico transfigurado en el músico ruso de fines del siglo XVIII.

Atravesar el agua con una vela encendida, pero rescatar del agua la verdadera fiereza de la vida, que se aferra a la perduración: una botella, un candado, una lámpara de hierro, una bicicleta, unas monedas. Pecios del naufragio humano.

En la plaza, Doménico grita: “¡Oh, madre! ¡Oh, madre! ¡El aire es ligero cuando se mueve en torno a nuestras cabezas, y se hace más claro cuando sonríes!” Y, después de declarar que el dilema de nuestra época es que los grandes maestros ya no existen y/o no son escuchados, se echa encima un recipiente lleno de gasolina y se prende fuego. Pero la actitud de los espectadores que por allí merodean insufla a ese momento un toque de futilidad, excepto en los rostros alienados de algunos. Y llegan los carabineros y Doménico, envuelto en llamas, cae de la estatua ecuestre donde está y muere.

Está en la Piazza del Campidoglio, encaramado en el pedestal de la estatua ecuestre Marco Aurelio. Ni más ni menos.

Tarkovski filma esa secuencia como si se tratara del ensayo de alguna obra cuya resolución no es definitiva. Acaso para distanciar al espectador de un suicidio cruel, el matiz que le imprime es performativo, coral, como de retablo. Usa un dispositivo simbólico. Por su lado, y en medio de un dolor casi metafísico, Andréi hace con la vela encendida el camino que le toca. La vela se apaga dos veces, pero el poeta insiste y logra atravesar la alberca con la llama firme, aunque protegida, venciendo el dolor moral (y ahora físico) que lo acomete. Pero cae muerto, o acaso extenuado.

Mientras quede un hombre con fe, parece decirnos Tarkovski, el mundo está a salvo. La fe está en confiar en el valor trascendente de recordar, con felicidad, lo bueno de la existencia. Lo bueno en tanto origen y destino. Al desfallecer (evito sugerir que muere: de hecho, no sabemos si está muerto), el poeta recuerda a su hijo y a su esposa. En el desenlace, sentado ya sobre la tierra, desde una estancia ignota, lo vemos frente a un charco de agua, junto a su perro, observando la cámara. Ha regresado. Empieza a nevar.

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ALBERTO GARRANDÉS
Alberto Garrandés. Narrador, ensayista y editor. En años recientes ha publicado Sexo de cine (Premio de la Crítica en Cuba, 2013), Body Art (cuentos, 2014), El ojo absorto (ensayo, 2014), Una vuelta de tuerca (ensayo sobre cine de autor y películas de culto, 2015), y Demonios (novela, 2016, Premio Alejo Carpentier). En 2018 reunió lo esencial de sus cuentos en Mar de invierno y otros delirios.

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