Haruki Murakami
Haruki Murakami

Lo mejor de la música no se encuentra en las notas.
Gustav Mahler

Nada hay de novedoso en hablar de música cuando se trata de Haruki Murakami. En sus novelas, cuentos y ensayos hay referencias constantes al jazz, la música clásica, y –menos– al rock y al R&B. A nivel anecdótico, siempre se menciona que fue dueño de un jazz café –Peter Cat– por siete años (1974-1981). Ha publicado dos libros sobre jazz y una entrevista de más de trecientas páginas con Seiji Ozawa.[1]

En su recién publicado libro de cuentos First Person Singular, Murakami vuelve sobre temas centrales a su obra: la pérdida, el vértigo de la identidad, la memoria, su juventud. De los ocho relatos, tres tienen a la música como eje, hilo conductor o metáfora: “With the Beatles”, “Charlie Parker plays bossa nova” y “Carnaval”. El primer relato usa el segundo disco de Los Beatles para hilvanar una curiosa anécdota sobre su primera novia y su hermano; el segundo es una especie de fantasía sobre una grabación imaginaria; el tercero se sirve de una composición de piano de Robert Schumann para narrarnos una amistad misteriosa, centrada en una obra célebre del músico decimonónico. En Murakami, la música va más allá de lo temático o del leitmotiv. Habría que pensar su obra como una conversación infinita con la música.

La obra del novelista japonés es también un mundo de mitos, emblemas, arquetipos, dentro de un contorno posmoderno, globalizado. Aunque rica en incidentes, no trata de hazañas homéricas. Murakami recoge una mitología cotidiana con sus modestas epifanías, repleta de añoranza y deseo. Sus héroes no son guerreros (ni samuráis), son personajes venidos a menos que emprenden andanzas en el tiempo y en el corazón, más que en campos de batalla: seres de clase media, algo cosmopolitas, frágiles, que van dando trastazos en el camino de la vida, perplejos, enfrentando situaciones misteriosas, inexplicables, a veces absurdas, que dejan al lector con un sabor agridulce. Tampoco hay dioses tradicionales en su obra, sino fuerzas o brotes espirituales que ondulan en lo cotidiano, aportándole cierta resonancia cósmica.

Algunos de los mitos en la obra de Murakami son de naturaleza musical: rock o pop, Los Beatles; el jazz, Charlie Parker; samba y bossa nova, Jobim; clásico, Schumann. Otros corresponden al mundo de los grandes intérpretes –Glenn Gould, Arthur Rubinstein y Arturo Benedetti Michelangeli–, al de insignes directores –Bernstein, von Karajan, y Ormandy–, o de compositores clásicos –Beethoven, Brahms, Berlioz, Mahler, Stravinski.

Charlie Parker y bossa nova

Empecemos con el relato “Charlie Parker toca bossa nova, originalmente publicado en la revista Granta (agosto de 2019). Ya el título provoca una sonrisa porque Parker murió en 1955, pocos años antes de que el género brasileño tomara el mundo por asalto, encabezado por artistas como João Gilberto, Antônio Carlos Jobim, Vinícius de Moraes y Baden Powell. La historia se centra en una reseña imaginaria de un disco inexistente de Bird que escribe el narrador de joven para una revista de la universidad, de cuya superchería el director de la revista no se percata hasta que lectores comienzan a escribir cartas indignadas, alegando que se trataba de una “broma idiota” y un “sacrilegio desconsiderado”.

La broma delirante de Murakami se concreta en detalles sobre el LP imaginario: el conjunto glorioso incluye al propio Jobim (piano), Jimmy Raney (guitarra), Jimmy Garrison (bajo) y Roy Haynes en batería (¡solo falta Miles Davis o Dizzy Gillespie en trompeta!). De igual forma, nombra las pistas, cuatro en cada lado, y seis de las ocho son de Jobim, incluyendo “Corcovado”, “Chega de Saudade”, “Insensatez” y “Dindi”; dos son de Parker (“Out Of Nowhere”, “Just Friends”), pero estas interpretadas a ritmo de bossa nova. En las composiciones de Parker, Hank Jones sustituye a Jobim.

El narrador se olvida del asunto, pero quince años más tarde, en un viaje de negocios a Nueva York, entra a una tienda de discos usados de Manhattan y, husmeando en la sección de jazz, encuentra el disco inexistente. Un poco atónito, mira bien el LP, que tiene una carátula blanca sin fotos con el título en negro Charlie Parker plays bossa nova. En la contraportada, examina las pistas: son las ocho que había descrito en su reseña imaginaria. Primero piensa que es una versión pirata, o más exactamente, que alguien había tomado una grabación de Jobim y le había pegado las etiquetas con la información inventada. Le pide al dependiente de la tienda que, por favor, le ponga el disco para oírlo, pero este responde que el tocadiscos está roto. La única alternativa es comprarlo, pero el precio (35 dólares, una cantidad notable en los años ochenta) lo disuade. Sale a cenar y allí decide que volverá luego para comprar el disco, pero ya la tienda está cerrada. Aun así, está empeñado en obtenerlo y la próxima mañana vuelve justo cuando la tienda abre. Rápido se dirige a la sección de jazz a buscar el disco y no lo encuentra. Decepcionado, habla con un señor mayor que supone es el dueño, le pregunta sobre la grabación y el señor lo mira algo incrédulo. “¿Charlie Parker y bossa nova?”, responde en tono burlón, “no lo hay, pero sí tenemos Perry Como canta Jimi Hendrix”.

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De allí el relato pasa a un recuerdo más cercano, un sueño del narrador en el que Parker toca “Corcovado” sin acompañamiento. Su cara está envuelta en sombra y toca un saxofón sucio y en mal estado. Un fuerte olor a café permea todo. El autor lo esboza así:

¿Cómo describir esa música? Retrospectivamente, esa música que Bird tocó solo para mí en mi sueño era menos un río de sonido que una irradiación total y momentánea. Puedo recordar intensamente la música allí. Pero no lo puedo reproducir. Con el tiempo se ha esfumado, como la inhabilidad de poder describir el diseño de una mandala. Lo que sí puedo decir es que era música que llegó a las profundidades de mi alma, taladrando hasta la esencia. Tenía la certeza que esa música existía en el mundo –música que te hacía sentir que algo en la misma estructura del cuerpo ha sido reconfigurado muy levemente, ahora que uno lo ha experimentado.[2]

La descripción de Murakami puntualiza aspectos sobre música, memoria y narración. El narrador lucha con la (im)posibilidad de la palabra cuando se trata de narrar, describir, explicar y comprender la música. A la vez, Murakami está consciente de que la música es algo que activa la memoria, igual de poderoso que los olores (el sueño sobre Parker, no olvidemos, va acompañado por el aroma de café).

Después de tocar el saxofón, Parker le habla al protagonista sobre la muerte joven y el tiempo. Le confiesa que, al momento de morir, estaba pensando en una melodía de Beethoven (tercer movimiento del Concierto de Piano No. 1, Opus 15) que tiene “tremendo swing”. Termina dándole las gracias al narrador por la “vida nueva” insuflada, aunque sea por un breve momento, que le ha hecho posible tocar bossa nova. Cuando Bird se va, el narrador despierta. Recuerda el sueño, pero no lo que tocó Parker, sino sus palabras, que pronto apunta en una libreta un poco maravillado: Charlie Parker interpretó “Corcovado”, le habló y le dio las gracias.

El relato nos recuerda a otro cuento de 1983 titulado “The 1963/1982 Girl from Ipanema” (“La chica de Ipanema 1963/1982”), en el cual el narrador recrea y revive a la chica de la playa carioca con una especie de nostalgia y picardía que también evoca los escritos de Bergson sobre materia y memoria. Increíblemente, la bella muchacha no ha envejecido. Murakami recrea la canción casi veinte años después (¡para ti María Teresa Vera!) e interesantemente empieza la evocación con una “cita” filosófica: “«Hace mucho mucho tiempo», escribió un filósofo, «hubo un momento cuando la materia y la memoria estaban separadas por un abismo metafísico»”.[3] La playa se describe como una “playa metafísica” y el narrador, bajo una sombrilla que lo protege de un sol inclemente, le ofrece una cerveza a la chica de Ipanema y –de modo distinto a la letra de la canción– ella no solo le hace caso sino que acepta la bebida. La canción y la chica le hacen recordar un largo pasillo oscuro durante sus años de secundaria. Le pregunta a la chica de Ipanema el porqué de esa asociación y ella responde: “La esencia humana reside en la complejidad. Los objetos de la investigación científica no se encuentran en el objeto, sabes, pero sí en el sujeto contenido por el cuerpo humano”.[4] El narrador indaga en su memoria, describe estos enlaces inexplicables entre una canción de Jobim y un pasillo oscuro de una escuela secundaria. Concluye que esas conexiones son enlaces entre corazones, dice que ese enlace “probablemente esté en lugar extraño de un mundo lejano”. Trata de imaginar ese enlace como lugar, como una coherencia de cierto tipo: “En ese lugar soy yo mismo y ese yo mismo soy yo. Sujeto es objeto y objeto es sujeto. Todas las brechas esfumadas. Unión perfecta. Tiene que haber un lugar extraño como este en algún lugar del mundo”.[5]

Tanto en este cuento como el de Parker, Murakami usa la música como elemento motivador de la memoria y la imaginación. En “La chica de Ipanema…” la memoria (de la canción y de su adolescencia) desata un tableaux parecido al sueño de Parker.[6]

La cita filosófica viene de Bergson, quien trazó una línea aparentemente definida entre materia y memoria. El espíritu reside en el pasado, el cuerpo vive en el presente. El espíritu tiene que ver con la memoria, con la imaginación y el sueño; la materia con el cuerpo, la percepción y la acción. Pero la memoria incide e informa nuestra percepción, nuestro presente. Por lo tanto, tener conciencia implica ver las cosas desde el punto de vista del pasado, a la luz del pasado. Esto tiene enormes implicaciones para entender la obra de Murakami. Bergson, además, dice lo siguiente: “La materia, para nosotros, es un conjunto de imágenes. Por imagen entendemos una cierta existencia que es algo más que lo que un idealista llama representación, pero menos de lo que un realista llama una cosa –una existencia situada a medio camino entre la cosa y la representación”.[7] Bergson evita los dualismos idealista-realista y mente-cuerpo que han perseguido a la filosofía desde los tiempos de Descartes, porque destaca que la imagen está hecha de percepción y materia. Dice Bergson: “Para evocar el pasado bajo la forma de imagen, es preciso abstraerse de la acción, es preciso valorar lo inútil, es preciso querer soñar”.[8] Este enlace entre memoria y sueño se capta a la perfección en el cuento sobre Charlie Parker.

Murakami y sus personajes habitan, en el cuento de la chica de Ipanema, esa existencia entre cosa y representación, pero vale aclarar que, cuando se habla de ese lugar extraño que debe existir, solo es posible pensarlo e imaginarlo en el tiempo. En términos que usaría Bergson, Murakami subraya la diferencia entre presencia y representación, y la temporalidad de dicha diferencia: “las cuestiones relacionadas al sujeto y al objeto, a su distinción y a su unión, deben plantearse más en función del tiempo que del espacio”.[9] Solo en el tiempo puede resucitar a Bird y prolongarle la vida. El homenaje se convierte en alquimia.

Teclado y máscara: Schumann

Si “Charlie Parker toca bossa nova” resucita, de alguna manera, a la figura del saxofonista, en “Carnaval”, el relato dedicado a Schumann, la resurrección es musical. De nuevo encontramos un narrador en primera persona innombrado que narra una historia del pasado. Esta vez se trata de un hombre casado, aficionado a la música clásica, que regularmente asiste a conciertos. Una noche –en el intermedio– encuentra a una amiga que le presenta a una mujer. La mujer desconocida, descrita por el narrador como fea, lo impresiona y, días después en otro concierto, la vuelve a encontrar. De allí empieza una amistad que se centra en la música y en encuentros durante los conciertos. Después de los eventos, van a beber y conversan sobre lo que escucharon. Discuten animadamente sobre sus compositores e intérpretes favoritos. Se dan cuenta de que la música predilecta de ambos es la de piano y, cuando se preguntan mutuamente cuál es la pieza que escogerían para acompañarlos en una isla desierta, ambos eligen Carnaval de Robert Schumann.

Deciden formar un club exclusivo de dos para dedicarse a esta composición temprana de Schumann. Si hay algún concierto donde el pianista habría de tocar la pieza, hacen el compromiso de asistir. Si no, se dedican a discutir sobre las cuarenta y tantas versiones que tiene el narrador en su colección: él prefiere la de Rubinstein en RCA (1963), ella la de Arturo Benedetti Michelangeli (1975) en Angel Records. (Para ser exactos, también discuten sobre Mozart y Brahms, entre otros, pero Schumann es el eje de sus conversaciones).[10]

Después de unos seis meses, F*, el nombre que se le da a la mujer en el relato, deja de comunicarse con el narrador, a pesar de que este intenta contactarla de varias maneras. Hasta un día en que la esposa del narrador le dice que su “novia” (una broma entre ellos) salió por la tele. Efectivamente, su acompañante de concierto estaba en el noticiero, esposada y escoltada por mujeres policías. Fue detenida por un caso de fraude masivo, en el cual su marido era el conspirador principal; habían estafado a inversionistas por más de 10 millones de dólares. Para muchos de los estafados, la pérdida borró los ahorros de la jubilación. Después de varios días en las noticias, F* desaparece de su mundo. El narrador termina el cuento con una anécdota de sus años universitarios, sobre una chica con quien salió una vez y con la que no resultó en nada porque perdió su teléfono. Concluye con una pequeña reflexión sobre estos dos incidentes que, por un lado, no tienen mucha importancia, pero cuando son recordados lo conmueven sobremanera.

En este cuento, Murakami maneja como elemento estructural y metáfora la composición de piano Carnaval, Opus 9 (1834-1835) de Schumann y alude a figuras de la commedia dell’arte como Arlequín, Pierrot, Pantalón y Colombina. Como sugiere el título, la pieza de Schumann tiene que ver con el carnaval y concretamente con el baile de máscaras. El baile de máscaras fue un tema recurrente en la literatura (Hoffmann y Jean Paul) y en la música romántica. La Sinfonía fantástica (1830) de Berlioz contiene una parte sobre un baile de máscaras y la ópera de Daniel Auber Gustav III o le bal masqué se estrenó en 1833 (las obras de Verdi y Offenbach aparecieron más tarde, pero dejan constancia de lo popular que fue el tema en el siglo XIX).

Pero ¿por qué Schumann, y, en particular, Carnaval? Schumann es una de las figuras emblemáticas del romanticismo y de la composición pianística: es un territorio que comparte con otros grandes de la época como Chopin, Liszt, Brahms, y Schubert, para no hablar de una de las grandes pianistas de la época, la joven Clara Wieck, que luego sería su esposa.[11]

En su biografía sobre Schumann, Judith Cherniak comenta que fue uno de los compositores más literarios e incluso, en su adolescencia, pugnaron impulsos literarios y musicales (escribió una novela inacabada). Su padre fue vendedor de libros y editor, Schumann fundó una revista musical –la Neue Zeitschrift for Müsik (La Nueva Revista de Música)– y escribió extensamente sobre música y otros temas. Fue ávido lector, y las obras de Jean Paul, E. T. A. Hoffmann, Goethe, Schiller, Shakespeare, Byron, Thomas Moore y Heine formaron parte de sus composiciones. En eso Schumann es emblemático del romanticismo alemán y dicha confluencia literaria-musical es de gran interés para Murakami, ya que figura ampliamente en su obra.[12]

En cuanto a Carnaval, estamos ante una obra muy conocida e interpretada por decenas de grandes pianistas, desde Schnabel y Horowitz hasta Young-Ah Tak y Juan Carlos Fernández-Nieto. Está construida por oposiciones: máscara y cara, hombre y mujer, música y letra, Eusebio y Florestán, Pierrot y Arlequín, los filisteos y los creadores-promotores del arte nuevo. En cuanto a música y letra, hay un acertijo que nos propone Schumann: A-S-C-H y S-C-H-A. Asch era el pueblo natal de Ernestine von Fricken (1817-1845) una joven que lo había arrebatado, a tal punto que se comprometieron secretamente. (Schumann ya conocía a Clara en esta época, pero todavía no se había enamorado de ella.) El joven Schumann le dedicó la obra a Ernestine. En alemán, las notas musicales de A-S-C-H corresponden a la, mi bemol, do y si. Y claro, S-C-H-A son cuatro de las siete letras en el apellido de Schumann. Esta combinación de notas figura en muchas de las miniaturas que constituyen Carnaval. Schumann se refería a las cuatro notas como esfinges. La obra tiene veinte y una partes: un preámbulo, una marcha final y diecinueve miniaturas, que varían de 33 segundos a dos y medio minutos cada una. (Hay una vigésima miniatura, la nueve, “La esfinge”, que no se toca).

Schumann fue un gran retratista, musicalmente captaba la esencia de una persona con un brochazo sonoro. Durante toda su vida retrató a sus amistades o seres queridos con sus composiciones y Carnaval no es excepción: diez de las nueve miniaturas llevan el nombre de una persona, lo mismo abiertamente (Chopin, Paganini) que de manera encubierta (Chiarina es Clara, Estrella es Ernestina); o denominan un personaje de la commedia dell’arte (Arlequín, Pierrot, Colombina, Pantalón). Los nombres Eusebio y Florestan son significativos porque representan dos lados de Schumann: el primero es el aspecto introvertido y soñador del artista; el segundo, el lado extrovertido e impulsivo.

La dialéctica de cara-máscara, lo transparente y lo (o)culto es central al relato y al personaje de F*, quien el narrador tiene dificultad en descifrar. Se podría entender el cuento como una metáfora del desciframiento, en el que F* es la cifra. La composición de Schumann está repleta de cifras. Va con el tema del baile de máscaras, y su juego de superficie y profundidad, que también suscita inquietud sobre la identidad y la intimidad. En este sentido, Roland Barthes ha escrito: “Schumann es verdaderamente el músico de la intimidad solitaria, del alma enamorada y enclaustrada, que se habla a sí misma”.[13] Esa intimidad está velada para el narrador, su amiga es opaca, cuando le pregunta sobre su vida privada se muestra evasiva. Conversan sobre música, ella incluso habla muy convincentemente sobre la obra de varios compositores y de la vida de Schumann, pero el narrador no sabe nada de ella (su trabajo, su vida familiar, su pasado).

Hablando de otra composición de Schumann (Humoresk, Op. 20), Charles Rosen comenta que “estas páginas de Schumann pueden contener un secreto, pero no lo esconden”.[14] Lo mismo vale para Carnaval, y, por extensión, la vida de F*. Ella anuncia discretamente que hay un secreto, pero el narrador no se da cuenta. Primero, se queda en la superficie del asunto, obsesionado por el aspecto físico de ella (su carencia de belleza), pero un poco más tarde se da cuenta de que ha sido superficial en su pensar: “Era precisamente su apariencia inusual lo que le permitía poner en marcha con efectividad su poderosa personalidad, su poder para atraer a la gente, por así decirlo. Lo que quiero decir es, que es justo la brecha entre su físico y su refinamiento la que creó un dinamismo propio y especial. Y ella estaba consciente de ese poder, y era capaz de usarlo cuando fuera necesario”.[15] A estas alturas es obvio que el mismo narrador ha sucumbido a la fuerza de su personalidad.

Como parte del gentío que asiste al baile de máscaras, Schumann emplea personajes de la commedia dell’arte como Arlequín, Pierrot, Colombina, Pantalón y Coquette. ¿Existe una analogía de este tipo en el cuento de Murakami? No con una correspondencia perfecta. En la commedia dell’arte, Colombina es una mujer del pueblo, aunque inteligente y sagaz, y usualmente toca un instrumento o canta. Pantalón es un comerciante y viejo verde, algo brusco y un poco pesado. Los personajes de Murakami son de clase media, profesionales, cultos, discretos y refinados, no pueden constituir préstamos directos del mundo bufo. Ella se viste bien y vive en un buen barrio. Si se parece a un personaje bufo, es un poco al Arlequín (carismático y el que impulsa la acción) y otro tanto a Brighella (pícaro, manipulador, a menudo retratado físicamente feo), con un dejo de Colombina. El narrador tal vez se acerca más a Pierrot (trabajador, leal y un poco el payaso triste).[16]

Carnaval es una obra de gran energía y humor, aunque tiene pasajes contemplativos, hasta introspectivos. Sin embargo, F* la interpreta de una forma que suscita otras dimensiones más oscuras: dice que los sonidos juguetones sacan a la luz los espectros ocultos en las tinieblas. A continuación, agrega: “Todos nosotros, más o menos, usamos máscaras. Porque sin máscaras no podemos sobrevivir en este mundo violento. Debajo de una máscara de espíritu malo descansa la cara natural de un ángel, debajo de la máscara de un ángel la cara del espíritu malo. Imposible tener el uno o el otro. Es lo que somos. Y eso es Carnaval. Schumann fue capaz de ver las muchas caras de la humanidad –las máscaras y las caras verdaderas– porque el mismo fue un alma dividida, una persona que vivía en la brecha asfixiante entre los dos”.[17] He aquí donde Murakami revela parte del secreto, por vía de Schumann, pero de la boca de F*. Nos deja saber que hay una especie de doble máscara que el narrador tiene que descifrar, pero que, en última instancia, resultará inútil. La tentación de descifrar resulta ser un engaño.

F* tal vez peque un poco del tipo de crítica que trata de ver la obra de Schumann a nivel anecdótico. Es harto sabido que Schumann sufrió de mucha ansiedad, pasó varios estados de depresión en su vida (hoy lo más seguro es que lo clasificaríamos como bipolar), intentó suicidarse, vivió obsesionado con volverse loco y, de hecho, pasó los dos últimos dos años de su vida en un asilo. Para colmo, contrajo sífilis desde joven y fue tratado con mercurio, cosa que solo acrecentó su ansiedad y estados depresivos.

Pero la obra de Schumann no es análoga a su vida ni tampoco a la vida de F*. Sería provechoso recordar, en este sentido, el célebre ensayo de Barthes “La muerte del autor”, en el cual aboga por el lector sobre el autor. Dice: “La escritura es un lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que va a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba de perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe”.[18] Con la escritura no se explica el autor (y sus “secretos”), hay una serie de hilos que desenredar, pero nada que descifrar. Hacia el final, Barthes puntualiza que “la unidad del texto no está en el origen, sino en el destino”, o sea, el lector.[19] El lector tiene una cuádruple tarea de lectura: la de Schumann, la de F*, la del narrador, y la del autor. En el cuento “Carnaval”, Murakami nos retrata el mundo del lector indagando en los trazos de la escritura; cada trazo es un misterio.

Roll over Beethoven, que llegaron Los Beatles

El tercer cuento se titula “With The Beatles” y es el más extenso de la colección. Como los otros dos, es narrado como evocación de un recuerdo, en este caso vinculado a una muchacha en el pasillo de su secundaria que andaba con el disco de Los Beatles. With The Beatles fue el segundo LP del grupo, se grabó de julio a octubre de 1963, y se lanzó a la venta el 22 de noviembre de de ese año, fecha del asesinato del presidente Kennedy. Pese a la coincidencia infeliz, el disco tuvo un enorme éxito. Contiene catorce canciones: siete de Los Beatles (seis de Lennon y McCartney, una de George Harrison), siete de otros autores como Chuck Berry (“Roll Over Beethoven”), Smokey Robinson (“You Really Got A Hold On Me”) y los Marvelettes (“Please, Mr. Postman”), entre otros. Es un álbum típico de la obra temprana del grupo, focalizado en canciones de amor y ritos de adolescencia. Increíblemente, una semana después del lanzamiento, el grupo estrenó el sencillo (45rpm) “I Want To Hold Your Hand”.

Esta fase de Los Beatles se puede ver como la de su época de inocencia y el cuento de Murakami evoca ese candor y frescura que se asocian con los primeros amores y el asombro –y angustia, a veces– de la incipiente adultez. Se podría decir que para Murakami este libro, y más todavía este cuento, es su “canto de inocencia y experiencia”. La historia de “With the Beatles” combina el despertar erótico y amoroso con la muerte, filtrado por una memoria que a veces traiciona, pero no demasiado.

Además del presente, el relato toma lugar en tres momentos distintos del pasado. Comienza con el incidente que desencadena toda la historia: ver una joven bella en el pasillo de su secundaria agarrando tenazmente el LP de “With the Beatles”, con su famosa portada con las caras medio en sombra tomada por Robert Freeman, que algunos dicen puede ser una referencia a las cuatro personas del futuro de La Jetée de Chris Marker. El recuerdo de una muchacha que curiosamente nunca volvió a ver. Esta memoria le trae otra, la de su primera novia, Sayoko, de 1965. Según él, fue su primera relación seria que duró un par de años. A ella, sin embargo, no le gustaba los Beatles ni el jazz sino lo que hoy en día llamamos música de “easy listening”: Percy Faith, Roger Williams, Andy Williams, la Orquesta Mantovani y Nat King Cole.

Portada del album Whit the Beatles y fotograma de La Jetee | Rialta
Portada del álbum ‘With The Beatles’ y fotograma de ‘La Jetée’

Mientras el narrador recuerda sesiones de besuqueos y manoseos en el sofá de la casa de su novia, también le viene a la mente su profesor de secundaria que se suicidó en 1968. Es un recuerdo extraño, en que el motivo por el cual su maestro se tomó la vida es que había llegado a un “callejón sin salida ideológico”. El narrador añade que, aunque el fenómeno no fue masivo, a finales de los sesenta, algunos que se encontraban en semejante encrucijada se tomaron la vida. Siente un poco de culpabilidad en tener recuerdos de su novia mientras, a su vez, su profesor estaba encaminado hacia un impasse que le quitaría la vida. Este recuerdo, que evoca la muerte y la ausencia, marca todo este relato.

Luego, el cuento vuelve al verano de 1965, a un suceso que tuvo lugar en casa de la novia. El narrador fue a recogerla un domingo a las once de la mañana y no encontró a nadie en casa salvo a su hermano mayor. El hermano de su novia lo invita a entrar a la casa a esperarla. De allí empieza una conversación que ocupa un buen trozo del cuento, que acaba con el narrador leyendo en voz alta la parte final de un cuento de Akutagawa. Titulado en inglés “Spinning gears” (“Engranajes giratorios”), el cuento trata de un escritor que describe su descenso a la locura. Escrito en lo que se ha llamado el estilo novela del yo (o sea, donde el autor y el personaje de ficción son análogos), el relato de Akutagawa retrata a un ser desintegrándose, obsesionado por un espíritu que usa un impermeable (se nos revela que el cuñado del narrador se suicidó vestido solo con un impermeable en pleno invierno). En un momento de desolación, el narrador dice: “empecé a sentir que cualquier detalle y todas las cosas eran una mentira. La política, el negocio, el arte y la ciencia: todo parecía una capa abigarrada de barniz cubriendo esta vida y todos sus horrores”.[20] El cuento avanza con un ritmo implacable y termina así: “No tengo la fuerza para seguir escribiendo esto. Vivir con este sentimiento es sufrir un dolor que no tiene descripción. ¿No hay alguien lo suficientemente amable para estrangularme mientras duermo?”[21] A los pocos días de escribir estas frases, Akutagawa se suicidó. El cuento se publicó póstumamente.

Después de la lectura, en el relato de Murakami siguen conversando. El hermano le confiesa al narrador que tiene unos lapsus de memoria preocupantes. No son frecuentes –un par de veces al año–, pero pueden durar varias horas, de las que luego no recuerda nada. Su temor es que se pueda enojar y cometer un acto violento sin saberlo. Curiosamente, el hermano describe los lapsus en términos musicales: dice que es como estar escuchando el segundo movimiento de una sinfonía de Mozart que de repente brinca al cuarto movimiento. Agrega que hay un hilo que se retoma, que sigue con Mozart y no brinca, digamos, a Stravinski.

El texto de Akutagawa sirve de puente en “With The Beatles”, reflejando algo del pasado (el suicidio del profesor) y anticipando el futuro (el destino de Sayoko).

Terminada la lectura y la conversación, el narrador se va de la casa de su novia. La historia salta unos dieciocho años a las calles de Tokio, donde el narrador se encuentra con el hermano de Sayoko de pura casualidad. Pregunta por ella y él le informa que ha fallecido de su propia mano, dejando atrás un marido y dos niños chiquitos. Trata de averiguar el porqué, pero no hay explicación ni tampoco dejó una carta exponiendo sus motivos. Según el hermano, no fue una decisión repentina ya que fue guardando pastillas de dormir por seis meses antes de suicidarse.

Le pregunta al hermano de Sayoko si todavía padece de lapsus de memoria y este le informa que poco después de la conversación, hace dieciocho años, dejaron de ocurrir hasta el presente. El cuento concluye con un regreso a la memoria inicial de la joven en el pasillo de su secundaria, en el otoño de 1964, con el LP en mano “agarrándolo con fuerza como si su vida dependiera de ello”.

El narrador, en varias ocasiones, menciona a Los Beatles, no siempre favorablemente. Aunque dice que conocía las canciones y se sabía las letras de las mismas, describe la música de los Fab Four como un empapelado sonoro (“musical wallpaper”). Obviamente, el narrador asume una memoria selectiva de Los Beatles. Es verdad que antes de 1964 la letra de sus canciones –por más que pegaran– no eran verdadera poesía oral, ni mucho menos de la calidad de Bob Dylan, que en 1963 había sacado The Freewheelin’ Bob Dylan, con canciones como “A Hard Rain’s A-Gonna Fall” y “Blowing In The Wind”. Pero ya en 1964 Lennon compuso “I’m A Loser”, “Yesterday” es de 1965 y “Eleanor Rigby” de 1966, todas muestras de un notable cambio cualitativo que culminaría en su LP emblemático, Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (1967). Esto son los años de secundaria del narrador del cuento.

Vale la pena subrayar la diferencia entre el narrador y el autor en cuanto a los comentarios culturales. En un texto sobre la originalidad, Murakami dice lo siguiente del cuarteto de Liverpool: “La primera vez que escuché una canción suya en la radio, “Please Please Me” creo recordar, me recorrió de arriba abajo un escalofrío. ¿Por qué? Jamás había escuchado nada igual, un sonido como aquel. Por si eso fuera poco, encima era maravilloso. Soy incapaz de explicar con palabras más exactas el impacto que me produjo. Fue algo que se salía de lo normal”. Murakami reconoce, de igual forma, lo importante que fueron Los Beatles para su generación de jóvenes en Japón y cómo permearon la cultura del momento. Más adelante cita un artículo de The New York Times sobre los Beatles: “Crearon un sonido fresco, enérgico e inconfundiblemente propio”. Es notable que haya escogido a Los Beatles como centro de un ensayo sobre la originalidad artística, aunque también menciona a Stravinski, Mahler, The Beach Boys y Thelonious Monk.

El cuento lleva el título de un LP de Los Beatles, pero no hay que dejarse llevar solamente por ese disco. Obviamente “All My Loving”, “You Really Got a Hold On Me”, “It Won’t Be Long” y “Roll Over Beethoven” son canciones que ambientan o reflejan los tiempos narrados en el cuento, sin olvidar “I Want to Hold Your Hand”, que salió casi a la par. Por ejemplo, el recuerdo de la joven con el LP suscita asociaciones con varias canciones, especialmente las primeras dos mencionadas en la frase anterior, pero también “I’ve Just Seen a Face” (de Help!) y “Something” (de Abbey Road).

“Something” refleja una confluencia perfecta entre el movimiento fascinante del cuerpo amoroso y el movimiento temático y rítmico de la música, y habla sobre el hecho de cómo los dos configuran la memoria. Compuesta entre 1968 y 1969 por George Harrison, “Something” hace referencia al movimiento de su amada. Todos pensaron que la había escrito para su esposa Pattie Boyd, pero Harrison dijo que no, que la escribió pensando en que Ray Charles la cantara. Después de “Yesterday”, es la canción de Los Beatles más interpretada por otros cantantes. Charles –que ya en 1967 había interpretado “Yesterday” y “Eleanor Rigby”– la cantó más en estilo de blues, aunque el arreglo con orquesta completa y abuso de cuerdas es muy azucarado (1971). Años después, Harrison admitió en una entrevista que su versión favorita era la de James Brown (1973), que es excelente, por cierto.

Metáforas de movimiento abundan para describir la música. La canción de Harrison es idónea porque establece una analogía entre amor y música y, en el caso del cuento de Murakami, el movimiento de la memoria. Estas metáforas están ancladas en las experiencias corporales del movimiento físico: por ejemplo, decimos que una melodía fluye, que un ritmo es acelerado o lento, que el sonido de una orquesta asciende o desciende. Todas estas metáforas tienen una dimensión espacial, aunque se trate de fenómenos temporales: el tiempo y la música (que solo podemos entender en el tiempo).

El musicólogo Steve Larson argumenta que hay dos formas principales de entender el movimiento temporal y/o musical. En la primera, el observador es estacionario y los movimientos ocurren alrededor del sujeto. Los objetos se mueven en el tiempo e indican el paso de lo temporal. El sitio que habita el observador es el presente; frente a él lo que no ha ocurrido (el futuro), a sus espaldas lo transcurrido (el pasado). En la segunda, el observador se mueve en un paisaje y el habitar de distintos sitios describe el camino temporal. Las distancias indican cuánto tiempo ha pasado y, de igual forma que en el primer caso, el espacio del momento es el presente. Estas dos metáforas representan los polos del modelo figura-fondo. Es decir, en la primera, el tiempo es la figura y el observador es el fondo; en la segunda, el tiempo es el fondo y el observador es la figura. En nuestras vidas, vamos oscilando entre estos dos estados.[22]

Es justo lo que hace Murakami en sus cuentos. Aunque en “With The Beatles” el narrador es la figura, en momentos dados el hermano o Sayoko ocupan su lugar. Pero como la canción de Harrison, el relato evoca un enigma, o más bien tres enigmas: el de la joven con el LP (¿por qué lo hechizó y por qué no la volvió a ver en los dos años siguientes hasta graduarse?), los lapsus de memoria del hermano de Sayoko y su suicidio.[23] Ninguno de los enigmas se resuelven, lo que queda es una disonancia; el narrador está construyendo (o reconstruyendo) un mapa cognitivo de su pasado, pero resulta un mapa incompleto. Tal vez otro título de Los Beatles nos ofrezca una salida para aliviar nuestra frustración: “Let It Be”.

El relato nos recuerda, además, otra canción del cuarteto de Liverpool, la célebre “Eleanor Rigby”, que también trata de un enigma: la soledad de Rigby y del padre McKenzie que se describe en la letra, pero no sabemos el porqué. Colin Campbell, un gran estudioso de Los Beatles, describe la canción como una especie de ópera o ballet donde se nos presenta el primer y el tercer acto, pero no el del medio y, por lo tanto, lo que tenemos que hacer es imaginar el segundo acto. Finaliza diciendo que la canción es como una tragedia griega, con el coro que representa la humanidad (“Ah look at all the lonely people/ All the lonely people where do they all come from?”).[24] Algo parecido ocurre en el cuento de Murakami: sabemos algo de Sayoko en su adolescencia, cuando es novia del narrador, y que se suicidó a los treinta y dos años. Sí, nos enteramos de que se casó a los 26 años y tuvo dos hijos, pero fuera de eso los catorce años desde el noviazgo hasta su muerte permanecen como el segundo acto que hay que imaginar. ¿Y el coro? Tal vez le toca a Murakami, o a nosotros los lectores.

En cuanto a la música, “Eleanor Rigby” resultó algo novedoso, siendo la primera canción en que el grupo no tocó como músicos. La instrumentación fue de un doble cuarteto de cuerdas y McCartney en la voz (el coro es con el grupo), todo esto gracias a la perspicacia de George Martin (1926-2016), compositor, músico y arreglista conocido como el “quinto Beatle”. El tema tiene una melodía y ritmo implacables, las cuerdas serruchando, una melodía propulsada y a la vez girando sobre sí misma. En esto se asemeja a los ritmos de la memoria en la narrativa de Murakami que fluyen, pero van regresando a un momento original.

Si se trata de música y memoria, la canción emblemática de Los Beatles es sin duda “Yesterday” (1965). En esta melodía clásica el arrepentimiento del autor es auténtico, expresado abiertamente (“I’m not half the man I used to be”; “No soy ni la mitad de lo que era”) y las cuerdas realzan la tristeza general. Paul toca guitarra con un cuarteto de cuerdas sin acompañamiento de los otros tres, otra excelente intervención por parte de George Martin. Como dice Wilfrid Mellers, la canción es “nostálgica pero no sentimental”. Esa nostalgia no sentimental permea muchos cuentos de Murakami como una sombra, como dice la canción.

Pese al título del relato, The Beatles no constituye su única referencia musical, aunque sí la más importante. Hay numerosas alusiones a otras canciones rock o pop (Beach Boys, Rolling Stones, The Supremes, Chuck Berry, las Marvelettes) y también de otros géneros (John Coltrane, The Sound of Music, Mozart, Stravinski, Percy Faith). Como Murakami, el narrador es amante del jazz y la música clásica, cosa que lo diferencia de su novia, a quien le gusta la música “easy listening”. Hay un pasaje donde la pareja va a ver la película The Sound of Music (1965), basada en la obra musical de Rodgers y Hammerstein de 1959, con Julie Andrews de protagonista. Ahí se hace referencia a muchas melodías conocidas, como “I am Sixteen Going Seventeen” (que podría servir como trasfondo musical de la relación Sayoko-narrador), “Climb Every Mountain” y, claro, “My Favorite Things”. El narrador expresa su preferencia por la interpretación de John Coltrane, que ya había grabado la canción en 1960, en versión de casi catorce minutos. Dudo que Murakami haya podido ver su concierto en Japón (julio de 1966; en LP, 1973); allí Coltrane realizó una versión de 57 minutos, empezando con un solo de bajo de Jimmy Garrison de quince minutos. ¡Eso sí que es atrevimiento!

En ciertos pasajes del cuento, se navega por el mundo del pop y el “easy listening”. Hay comentarios a una película de la época, A Summer Place (1959), y a su tema principal, escrito por Max Steiner, uno de los grandes compositores de Hollywood, con más de 300 bandas sonoras en su haber, incluyendo las de King Kong, Gone with the Wind, The Big Sleep y The Searchers. La versión cantada fue popularizada por Andy Williams en 1962. La canción fue número uno por nueve semanas en las tablas musicales de Billboard (1960). Para muchos, el tema, aunque unos de lo más reconocibles de todos los tiempos, es “música de ascensor”. Vale la pena aclarar que el narrador, que tiene gustos musicales diferentes a los de su novia, cuando habla de dichos gustos no lo hace en tono condescendiente o con esnobismo.

En un momento del relato, el narrador comenta: “He oído decir que el momento más feliz de nuestras vidas es el periodo en el cual las canciones pop tienen verdadero significado para nosotros, que nos afecta. O quizás no. Las canciones pop, puede que sean nada más que canciones pop. Y tal vez nuestras vidas son decorativas, sustituibles, un fulgor de colores evanescentes, y más nada.”[25] El narrador (¿y Murakami?) parece vacilar aquí. La vuelta al pasado hace posible una asociación entre felicidad y la capacidad de ciertas canciones para estremecernos. Pero a su vez hay una duda, las canciones pueden ser mero “empapelado musical” y nuestras vidas ingrávidas. El autor parece borrar esa frontera entre figura y fondo que habíamos visto anteriormente.

A su favor hay que decir que Murakami se resiste a usar a The Beatles como mito supremo de los sesenta, no obstante, la ubicuidad de su obra: por eso las referencias a The Rolling Stones, Chuck Berry, John Coltrane, Mozart, Stravinski, Rodgers & Hammerstein, Percy Faith y Andy Williams. El relato se limita a momentos específicos del pasado: otoño de 1964, el verano de 1965 y luego 1983 (el encuentro azaroso entre el hermano de Sayoko y el narrador), pero la memoria humana es expansiva, se desparrama por todos lados. Escribir sobre Los Beatles de 1964 y 1965 produce un efecto ondulante que se te va de las manos: recordar “All My Loving” o “It Won’t Be Long” nos lleva a pensar en “I’m A Loser”, “Norwegian Wood”, “Yesterday”, “Eleanor Rigby” (mi favorita), “Here Comes the Sun”, “Back in the USSR” o “Revolution 1”, para no hablar del álbum extraordinario que fue –y sigue siendo– Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (1967). Y hay que reservar un lugar especial para esa canción que es juego infantil, Alicia en el País de las Maravillas y dadaísmo puro: “I Am the Walrus”. (Esto sin tomar en cuenta canciones pos-Beatles como “Imagine”, “My Sweet Lord” y “Live and Let Die”). A lo que voy es a que los procesos de la memoria son proliferantes e indisciplinados, y es admirable como Murakami va organizando sus memorias (y las de sus personajes) para construir narrativas bien articuladas que retienen un poco de las libres asociaciones, el caos y misterio del diario vivir.

Murakami con Ozawa: música solo música

El libro de Murakami con Seiji Ozawa es una larga serie de entrevistas a través de unos dos o tres años y está estructurado en torno a seis conversaciones y cuatro interludios. En algunos momentos, Murakami comienza el diálogo poniendo un disco que luego los dos van comentando. Entre las composiciones que se discuten están: el Concierto para piano y orquesta no. 3 en Do menor de Beethoven, la Primera sinfonía y el Primer concierto de piano en Re menor, Op. 15 de Brahms, La consagración de la primavera de Stravinski, La sinfonía fantástica de Berlioz, y tres sinfonías de Mahler (la Primera, la Tercera, y la Séptima). En el caso de Beethoven, se discuten tres versiones del concierto para piano: la de Glenn Gould y Karajan, la de Rudolf Serkin y Bernstein, y la de Serkin con Ozawa. Este es el diálogo más extenso del libro; solo la cuarta conversación (sobre Mahler) la iguala. Murakami está consciente de que el libro está dirigido a un público curioso y culto, pero no necesariamente experto en música clásica, así que las largas discusiones sobre piezas específicas ganan mucho si el lector tiene acceso a las composiciones ya mencionadas de Beethoven, Brahms, Berlioz y Mahler.

Murakami es gran conocedor de la música clásica tradicional, es decir, del repertorio que apenas se asoma al siglo veinte –salvo algunas excepciones como el temprano Schönberg, Stravinski, Prokofiev, Bartok o Gershwin–. Olvídense de Cage, Carter, Berio, Stockhausen, Penderecki, Boulez, Ligeti o Birtwistle. No apunto esto como crítica, sino como advertencia para el lector de lo que debe esperar (o no) de este libro en cuanto a temas y compositores. Frente a una figura de la talla de Ozawa, Murakami afecta cierta humildad o deferencia, pero no se dejen engañar, sabe más de lo que aparenta saber y Ozawa menos de lo que uno espera, aunque el director es un caudal de información, anécdotas y perspicacia, añejado con sentido de humor.

Este es el primer libro serio sobre Ozawa, hasta la fecha no existe sobre el artista una buena biografía (o autobiografía) como en el caso, por ejemplo, de Daniel Barenboim.[26] El libro de Murakami no es una biografía tampoco, aunque sí se tocan muchos aspectos de su vida; una pequeña cronología hubiera sido provechosa para los lectores, como también un buen índice, y tal vez una discografía selecta de Ozawa. A continuación, ofrezco algunos eventos significativos de esta biografía.

Ozawa nació en 1935 en una parte de China ocupada por los japoneses; su padre era budista, su madre presbiteriana. Hizo estudios musicales, por siete años, con Hideo Saito (1902-1974), gran director y violoncelista. El joven Ozawa era pianista, pero un accidente jugando rugby terminó su carrera de músico y lo hizo dedicarse a la dirección. Obtuvo una beca en Tanglewood y pudo hacerse asistente de Herbert von Karajan (1960-1961) y Leonard Bernstein (1961-1962; 1964-1965). Fue director del Festival de Ravinia (1964-1969), la Orquesta Sinfónica de Toronto (1965-1969), la Sinfónica de San Francisco (1970-1977), la Orquesta Sinfónica de Boston (1973-2002; BSO) y la Opera Estatal de Viena (2002-2010). Sus casi treinta años en Boston solo han sido superados en Estados Unidos por James Levine (1971-2016, en la Metropolitan Opera) y Eugene Ormandy (1936-1980, en Filadelfia).[27] Desde 1992, ha sido director de la Orquesta Saito Kinen y, en 2004, estableció una Academia Musical en Suiza enfocada en la música para cuartetos de cuerda.[28]

Sobre el escenario, Ozawa tiene una presencia inolvidable. Parece un duende, combinando seriedad y picardía de manera ensoñadora. Es enérgico y emana un entusiasmo inigualable. Empezó a cobrar fama en los años sesenta por su look transgresor para el medio: pelo largo, collares hippies; además de que abandonó la corbata de moño por los suéteres de cuello alto. Con el tiempo, también descartó la batuta y, con las canas, fue tomando aspecto de director ilustre sin jamás perder su fisionomía de duende. Ya con 77 años, fue descrito por el autor y crítico de música Massimo Rolando Zegna de esta forma:

El paso del tiempo y la pérdida considerable de peso le han dado a su cara el aspecto de un sabio de las montañas, con sus greñas blancas; parece un personaje de Kurosawa, salido de Kagemusha, Ran o Sueños. Pero siempre ha habido un elemento de fantasía o de fábula en cuanto a la imagen de Ozawa, como si hubiese brotado de la mano ingeniosa de un caricaturista cuando el Este no era tan cercano a nosotros como lo es ahora: un gnomo de una tierra lejana, que se puso de moda en los años de inconformidad bulliciosa, por su elegante pero excéntrica ropa, cargado de cadenas y collares con una pelambrera negra que casi le cubría los ojos. Era un semblante que le proveyó a Ozawa una máscara hábil de naturalidad instintiva aparente que encubría un trabajador incansable y frenético, alguien que era un experimentado y dedicado perfeccionista. Un creador con una manía por los detalles, un director virtuoso sostenido por una memoria fotográfica prodigiosa que siempre le permitió mantener las más largas y complejas partituras en la cabeza, un artista que es la culminación de una historia larga e inusual, sellada por el éxito.[29]

Tanto Ozawa como Murakami tienen cosas pertinentes que decir sobre la música, sea sobre sinfonías de Mahler, conciertos de piano de Beethoven, la ópera, hasta el jazz y el blues. Dicen que los directores de orquesta suelen ser lengüilargos, criticones y obstinados, pero Ozawa no es de esa escuela; es amable, diplomático al máximo y reacio al comentario negativo sobre sus colegas, cosa que incluye a músicos, directores, cantantes, y directores artísticos. En lo que sigue, quiero comentar cinco aspectos del libro: su contexto en cuanto a información y análisis, Glenn Gould, escritura y música, Mahler, y la ópera.

Resulta curioso que, en cuanto al jazz, los escritos de Murakami se han centrado en los músicos y compositores norteamericanos, teniendo en cuenta la presencia de un ambiente de alta calidad jazzística propiamente japonés, que el mismo autor podría comentar desde una perspectiva intercultural, ya que tiene un buen conocimiento de ambas culturas. En cuanto al “free jazz”, Murakami nos ofrece un juicio bastante condenatorio y sin matices. ¿Está descartando de un plumazo a los músicos del AACM, el Art Ensemble of Chicago, Evan Parker, Anthony Braxton, William Parker, y Cecil Taylor, entre muchos otros? Esta simplificación ignora el hecho de que estos artistas no sólo incursionan en el “free jazz”, sino también en el bop, post-bop, baladas, canciones de amor, pop, clásica, electrónica y spoken word. Tal es el caso de figuras como Wadada Leo Smith, William Parker, Susie Ibarra y Tomeka Reid.

En cuanto a contexto, el libro que podría entenderse como referente del Murakami-Ozawa sería el de las entrevistas mutuas entre Edward Said y Daniel Barenboim.[30] Publicado en inglés en 2004, el texto es una conversación fascinante entre el gran crítico literario palestino y el pianista-director judeo-argentino. A diferencia de Murakami, Said no es novelista o poeta, así que su acercamiento es de crítico y no de creador, pero además Said fue crítico de música clásica (también tocaba piano) y sus escritos sobre música han sido recopilados.[31] Por su lado, Barenboim ha escrito varios libros, inclusive una autobiografía, otro de charlas y ensayos, y otro más sobre el proyecto que lanzó con Edward Said, la West-Eastern Divan Orchestra, que reúne a músicos palestinos, israelíes, y de otros países árabes.[32] La gran diferencia entre los dos libros podemos situarla en el tratamiento ciertas temáticas sociales que abarcan Said y Barenboim, mientras que Murakami y Ozawa se concentran en la música en sí. Esto quizás suceda por razones geográficas, los primeros son inmigrantes relacionados con una zona conflictiva del mundo. La familia de Barenboim, nacido en Argentina, se mudó a Israel, donde tiene ciudadanía (también tiene un pasaporte palestino) y hoy día vive en Berlín. Said era palestino, nacido en Jerusalén, pero pasó su juventud entre su ciudad natal y El Cairo, estudiando en escuelas británicas. Trabajó cuarenta años en Columbia University, hasta su muerte en 2003. (En lo que sigue quiero ensayar una conversación a cuatro para mejor iluminar el libro de Murakami-Ozawa).

Tanto el autor como el director de orquesta son japoneses, arraigados en su cultura, aunque altamente cosmopolitas. Hay que agradecer a Murakami por su libro, porque Ozawa nunca dominó bien el inglés (y menos el alemán), aunque puede conversar perfectamente bien y hacer entrevistas. Creo que tener un interlocutor que le hablara en japonés hizo posible este valioso proyecto, más todavía con la escasez de escritos sobre él, aparte de lo periodístico. El libro empieza con una anécdota sobre Glenn Gould, contada por Murakami, sobre cuando el pianista canadiense iba a tocar con Leonard Bernstein en la batuta. Bernstein se dirige al público para anunciar que él y Gould tenían serias discrepancias sobre cómo interpretar la obra (Concerto de piano No. 1 de Brahms), pero de todas formas la ejecución se iba a realizar según los deseos de Gould. No es la única vez que tocarán en el libro el tema Gould (1932-1982), destacado y excéntrico pianista que se hizo famoso interpretando las Variaciones Goldberg de Bach; su nombre y obra se mencionan un par de veces más. En sus escritos musicales, Said tiene cinco trabajos sobre Gould, espacio que no le dedica a ningún otro artista.

Murakami
Ozawa y Murakami

Uno de los textos de Said tiene que ver con la película de François Girard, Thirty-Two Short Films on Glenn Gould (1993), una cinta fresca e innovadora, que evita las convenciones típicas del biopic mezclando ficción, recreación (de eventos, objetos y fotos), entrevistas, cartas, y animación. Girard usa un actor para recrear a Gould (Colm Feore); la única imagen del Gould verdadera es una foto durante los créditos finales. Los treinta y dos cortos aluden al número de variaciones de la obra de Bach, se trata de un caleidoscopio sobre la vida y creatividad del pianista, su estilo fragmentario es tan misterioso y excéntrico como el mismo Gould. Esta cinta se acerca a la identidad humana y artística de una manera posmoderna, similar al procedimiento empleado en las obras de Murakami. Aparte de sus dotes técnicas, la limpieza de su sonido, sus admirables cualidades contrapuntísticas, Gould cuestionó muchas cosas del ámbito de la música clásica: su selección de programas, el papel del pianista como artista o megaestrella, la relación entre artista y público, la importancia de la tecnología, por no hablar de lo referido a los matices de la interpretación (tempo y ritmo). En cuanto a programas, Gould rechazó el conservadurismo que escogía –y todavía escoge– obras de compositores canónicos (Mozart, Beethoven, Liszt, Chopin, Schumann, Brahms) y fue enérgico en interpretar a Strauss, Schönberg, Berg, Hindemith, Scriabin, Sibelius, Prokofiev y a los renacentistas Gibbons, Byrd y Sweelinck.

Gould también rechazó el papel del concertista como estrella de rock o de cine, aun cuando el mismo lo fue. Por ejemplo, a sus ocho conciertos en Tel Aviv (1958) asistieron 24 000 personas, casi el 4% de la ciudad, una cifra impresionante para un músico clásico. Sin embargo, el mismo decía: “en conciertos en vivo me siento degradado, como si fuese artista de vodevil”.[33] En 1964, Gould abandonó el escenario para siempre, pero no dejó de grabar, alegando que por medio de la tecnología se podía expresar mejor lo que quería lograr el compositor y el intérprete. (También se dedicó a hacer documentales de radio por la Canadian Broadcasting Corporation o CBC).[34]

La propuesta de Gould es provocadora: sin duda, una grabación bien lograda con un alto nivel de producción, unida a una ejecución inspirada del pianista, y escuchada con buenos audífonos puede ser una experiencia que fluctue desde lo agradable hasta lo sublime. Pero oír música en vivo tiene sus encantos: la presencia del artista y su ejecución, que incluye sus movimientos, digitación, gestos; estar en un público que pueda compartir con uno la emoción y la fuerza de la música, más todo el aspecto visual y táctil de un concierto, es algo conmovedor. Por el contrario, a uno le puede tocar un lugar de acústica pobre, una noche en que el artista no toca con su acostumbrada brillantez, un sistema de sonido que falla, estar distraído por algún problema, o que alguien del público estorbe y, de repente, la experiencia en vivo decepcione. A eso habría que añadirle la variable del lugar. Una cosa es ver un gran artista desde el tercer balcón de un teatro, otra en un pequeño espacio, como lo es un club de jazz.

Por ejemplo, hacia mediados de los setenta vi al trío de Cecil Taylor en un club pequeño del East Village, por la St. Mark’s Place. Era un domingo por la noche y empezaba a las once; Taylor estuvo acompañado por Jimmy Lyons en saxofón y en batería por Andrew Cyrille (creo). Para mi sorpresa casi no había público, apenas siete personas. Sin embargo, Taylor y su trío, con un muy leve descanso, tocaron hasta las tres de la mañana; es decir, tocaron como si estuvieran delante de mil personas en Carnegie Hall. Y claro, tocaron con su típico estilo endemoniado, tierno, un verdadero huracán de sonido, complejo y directo a la vez. Taylor dijo al final de su carrera: “cuando uno toca, cuando uno realiza algo en escenario puede ser que sea por última vez. Así que hay que hacerlo.” Eso que presencié esa noche no hay manera de captarlo en una grabación.

Volviendo a la conversación entre Murakami y Osawa, hay que comentar que la parte sobre Mahler es de las más interesantes e informativas. Dice Murakami: “Cuando yo empecé a escuchar a Mahler, me dio la sensación de que se había equivocado en cómo hacer música, desde la base misma. Todavía hoy lo pienso de vez en cuando. Llega un momento en la composición que se me tuerce el gesto. Y me pregunto por qué. Pasa el tiempo y esa misma parte termina por transformarse en algo placentero hasta llegar al momento de catarsis o algo parecido. Pero sí, a la mitad uno puede llegar a sentirse completamente perdido.”[35] Ozawa le da un poco la razón, pero es más específico y dice que si no se concentra del todo cuando interpreta la Tercera o la Séptima de Mahler termina por ahogarse. Las palabras de Murakami no deben sorprendernos, hay muchos que se confunden cuando oyen a Mahler por primera vez: sus sinfonías son largas, densas y complejas. La Tercera es una obra vasta –y larga: alrededor de cien minutos– sobre el cosmos, organizando enormes sonoridades. Adorno dijo que la Tercera era “cómplice del caos”. La Séptima es algo digresiva y nocturna, y el rondo final (el quinto movimiento) ha sido descrito por De la Grange como “la pieza más insólita y desconcertante jamás escrita por Mahler.”[36] Mahler manejó la ironía de una forma suprema y a veces perturbadora, tal como en la Primera, cuando combina una música fúnebre con una melodía de taberna.

Hay momentos en el libro que piden un poco más de elaboración. Por ejemplo, en la sección sobre ópera, Murakami menciona la posibilidad que tuvo Ozawa de colaborar con Ken Russell en una producción de Eugenio Oneguin de Chaikovski, que no cuajó. En la conversación, mencionan la película de Russell sobre Mahler de 1974. A los dos les gustó, pero después de una larga sección sobre Mahler no comentan nada sobre la película. El filme es típico del Russell de esta época, con sus barroquismos y estilo operático. Aparte de tener un comienzo impresionante (un sueño de Mahler que dramatiza su creatividad, vulnerabilidad y grandiosidad), Russell recrea un viaje en tren con el compositor y su esposa Alma como metáfora del cine y la modernidad, ambos imbricados con la vida de Mahler. Se trata de una serie de tableaux sobre su música –no una biografía convencional– con referencias a otras películas como Muerte en Venecia de Visconti y una trama secundaria centrada en cómo Mahler sofoca la vida artística de su esposa.

Aunque Ozawa y Murakami tienen excelentes comentarios sobre Mahler, quiero compartir con los lectores uno de los más astutos comentarios críticos sobre él, de Adorno. En su libro monográfico dice lo siguiente: “Por eso el sinfonismo de Mahler aboga de nuevo contra el curso del mundo. Lo imita para acusarlo; los instantes en que irrumpe en él son al mismo tiempo los de la protesta. En ninguna parte tapa la fractura entre sujeto y objeto; prefiere quebrarse a sí mismo que simular como lograda la reconciliación”.[37] Adorno logra una síntesis admirable de una obra que todavía nos reta y fascina.

En la parte sobre ópera, se le olvida a Murakami mencionar algo excepcional que hizo Ozawa en colaboración con Julie Taymor: una producción de Edipo Rey de Stravinski. Stravinski la concibió más bien como un oratorio, pero fue Ozawa quien decidió hacerlo más teatral, más operístico. Es una obra maestra, con Taymor usando máscaras, marionetas y maniquíes que circulan en un escenario que evoca la plaga que aflige a Tebas mediante las imágenes de Hiroshima después del ataque atómico. También usa un doble de Edipo, actuado por el bailarín y actor Min Tanaka, algo ausente de la versión de Stravinski. Con un elenco estupendo (Jessye Norman de Yocasta, Philip Landgridge de Edipo y Bryn Terfel de Creón), y una poética escénica memorable, ver esta versión es una experiencia sobrecogedora. Es fascinante comprobar cómo Ozawa y Taymor transforman una obra de Stravinski que era hierático y algo monumental (en cierto sentido, estático) en algo dinámico, movido y visualmente suntuoso. En una entrevista, Ozawa dice que a nivel musical es una obra interesante porque lo que logra Stravinski es un estilo sin estilo, cosa que le permitió mayor libertad como director.[38]

En un interludio breve, los dos discuten sobre música y literatura, aunque Murakami predomina aquí, siendo el escritor. Para él van unidos estos dos mundos: “Me explico. Quizá dedico más atención a determinados pasajes, y tengo la impresión de que escribir ficción ha mejorado mi oído de forma natural. Por el contrario, si uno no desarrolla cierto oído musical no será capaz de escribir bien las frases. En mi opinión, la música mejora la escritura y la escritura el oído. Es un efecto doble, sucede de manera simultánea en ambas direcciones”.[39] Un poco después, Murakami habla del polirritmo, del acto de escritura que logra un balance “entre frases y párrafos, lo duro y lo blando, lo ligero y lo pesado, la puntuación, tonos distintos, el equilibrio y el desequilibrio”.[40] Murakami establece unas analogías interesantes aquí, pero sin duda las diferencias entre lenguajes son enormes. Para empezar, en lo temporal, la lectura de un texto la determina el lector: puede ser rápida, lenta, digresiva, el lector puede parar y volver a una parte que ya había leído (o saltar hacia adelante), cosa imposible con la música en vivo (en grabación es otra cosa, con lo cual Glenn Gould estaría contento). Ese estar en el presente del acto musical confirma lo que dijo Auden de que “la música es la mejor forma para digerir el tiempo”.

Se habla de fraseo en la música, pero no es igual a lo escrito y, aunque usualmente ambas formas narran una historia, con un principio, medio y final, como dice el filósofo-musicólogo Peter Kivy, la música es inepta para declarar hasta lo más sencillo: la música es incapaz de decir “Pepe y Juana subieron la loma”. Hablo aquí de lo que se llama “música absoluta”, no “programática”, que es otro asunto. La noción del sentido se construye de modo diferente en la literatura, con el signo escrito, y en la música con su signo sonoro. Como dice Daniel Barenboim: “nunca deberíamos dejar de preguntarnos qué es exactamente el contenido musical, esa sustancia intangible que solo se expresa por el sonido. No puede ser definido meramente por un contenido matemático, poético o sensual. Es todas esas cosas y mucho más”.[41]

Todas estas inquietudes e incógnitas subyacen a la obra de Murakami, que, como hemos visto, maneja la música muy diestramente como eje, metáfora o hilo conductor para indagar en la memoria e identidad de sus personajes, con todos sus anhelos, fracasos y misterios. Pero por encima de estas incertidumbres y enigmas, no creo que Murakami estaría reñido con la frase de Nietzsche: “Sin música, la vida sería un error.”


Notas:

[1] Cfr. Portraits In Jazz, vol. 1 (1997) and vol. 2 (2001), publicados en japonés, pese al título en inglés. Incluye dibujos del artista Makoto Wada. Hay una traducción al italiano (Ritratti in Jazz, Einaudi, 2015) que reúne los dos tomos del japonés e incluye los dibujos de Wada. El libro dedicado a Ozawa, por su parte, se titula Música, solo música, Tusquets, 2020, la versión en inglés se titula Absolutely on Music Conversations with Seiji Ozawa (Vintage, 2016). La original, en japonés, es de 2011.

[2] Haruki Murakami: First Person Singular, Alfred A. Knopf, New York, 2021, p. 68 [la traducción al español es de Alan West-Durán].

[3] Haruki Murakami: “The 1963/1982 Girl from Ipanema”, en Jay Rubin (ed.), The Penguin Book of Japanese Short Stories, Penguin, Londres, p. 230. La introducción a la antología es de Murakami.

[4] Ibídem, p. 232.

[5] Ídem.

[6] En el caso de Jobim y la chica de Ipanema, hay una gran diferencia: ¡la protagonista todavía vive! (Jobim murió en 1994). Se llama Heloísa Pinheiro (1945) y trabajó como modelo, luego mujer de negocios y tiene cuatro hijos. La versión favorita de “The Girl From Ipanema” para Pinheiro es la de Frank Sinatra.

[7] Henri Bergson: Materia y memoria, ensayo sobre la relación del cuerpo con el espíritu, Editorial Cactus, Buenos Aires, 2006, pp. 25-26.

[8] Ibídem, p. 96.

[9] Ibídem, p. 84.

[10] He escuchado once versiones de Carnaval incluyendo las dos mencionadas en el cuento. Las de Rubinstein y Michelangeli son de primera, pero mis preferidas son la de Mistuko Uchida, Claudio Arrau y Daniel Barenboim. Entre las “históricas” está la de Rachmáninov (de 1929), que a pesar de limitaciones en la grabación es excelente. Es justo mencionar al pianista francés Éric Le Sage (1964), con su Schumann Project, Complete Works for Solo Piano (13 CDs) y Complete Chamber Music with Piano (7CDs), ambos de 2012.

[11] Mendelssohn (1809-1847), contemporáneo de Schumann, tal como Chopin y Liszt, no se dedicó a la composición para piano, pero sí fue amigo cercano del compositor.

[12] Judith Cherniak: Schumann. The Faces and the Mask, Vintage Books, New York, 2018, p. IX.

[13] Roland Barthes: “Amando a Schumann”, Nombres # 1, Universidad de Córdoba, Argentina, 1991, p. 97. El ensayo es de 1979.

[14] Charles Rosen: The Romantic Generation, Harvard University Press, 1998, p. 10.

[15] Haruki Murakami: First Person Singular, ed. cit., p. 170.

[16] En el siglo XX, obras como Pulcinella (1920), el ballet de Stravinski, y Punch and Judy (1968) de Birtwistle, retoman aspectos de la commedia dell’arte.

[17] Haruki Murakami: First Person Singular, ed. cit., p. 184.

[18] Roland Barthes: Image, Music Text, Hill & Wang, NY, 1977, p. 142. Traducción al español: C. Fernández Moreno.

[19] Ibídem, p. 148.

[20] Ryūnosuke Akutagawa: Rashomon and Seventeen Other Stories, Penguin Books, Londres, 2006, p. 216. La introducción es de Murakami.

[21] Ibídem, p. 236.

[22] Steve Larson: Musical Forces, Motion, Metaphor and Meaning in Music, Indiana University Press, 2012, pp. 61-70.

[23] Estas reflexiones me hacen pensar en Enigma Variations (1905), de Elgar, pieza que tiene algunas similitudes con el Carnaval de Schumann, aunque fue escrita para orquesta.

[24] Haruki Murakami: First Person Singular, ed. cit., pp. 88-89.

[25] Haruki Murakami: Música, solo música, Tusquets, Barcelona, 2020. Aunque el libro carece de índice, la tabla de contenido revela bastante de los temas cubiertos.

[26] Seiji Ozawa. An Intimate Portrait, de Lincoln Russell (fotografías) y Caroline Smedvig (texto y edición), Houghton Miflin, Boston, 1998, es, sin embargo, un tomo de gran formato ilustrado, lo que en inglés se llama “a coffee-table book” (libro de mesa de café). Se hizo para conmemorar los 25 años de Ozawa en la Boston Symphony Orchestra (BSO) y tiene excelentes fotos, todas en blanco y negro. Adentro, se encuentran breves testimonios y elogios de Rostropovich, Yo-Yo Ma, Kenzaburo Oe, Jessye Norman, y James Taylor, entre otros.

[27] Entre los vivos, el récord de permanencia en activo para un director de orquesta es de Zubin Mehta (1961-2019), con la Orquesta Filarmónica de Israel. Otros buenos registros son los de Iván Fischer (Orquesta del Budapest Festival, 1983-presente), Yuri Temirkanov (la Filarmónica de San Petersburgo, 1988-presente) y Valery Gergiev (Orquesta del Teatro Mariinsky, 1988-presente).

[28] Hoy en día esta academia se llama la Academia Internacional Seiji Ozawa de Suiza. La Orquesta Saito Kinen es el eje del Festival Saito Kinen Matsumoto, establecido en 1992, celebrado anualmente en agosto y septiembre. Desde 2015, este lleva el nombre de Festival Seiji Ozawa Matsumoto. Ciudad de un cuarto de millón de habitantes, Matsumoto queda unos 230 km al noroeste de Tokio.

[29] Cita que se puede leer en el folleto que acompaña el juego de caja de CD The Art of Seiji Ozawa, Deutsche Gramaphon, 2012 p. 20. Contiene 16 CDs, la mitad con la BSO, otros con la Orquesta Saito Kinen, la Filarmónica de Berlín, la Sinfónica de San Francisco y la Filarmónica de Viena. Es una excelente antología panorámica de Ozawa en la que dirige la música de trece compositores distintos.

[30] Edward Said y Daniel Barenboim: Paralelismos y paradojas, reflexiones sobre música y sociedad, Debate, Madrid, 2011.

[31] Edward Said, Música al límite, Penguin, Barcelona, 2010. Son artículos y reseñas a través de treinta años.

[32] Daniel Barenboim: Mi vida en la música, autobiografía, Esfera de los Libros, Madrid, 2003. (La versión en inglés A Life in Music, es de 1991, con reediciones en 2002 y 2013). Barenboim tiene un tercer libro Everything is Connected The Power of Music que solo está en inglés (Orion Books, Londres, 2008). Este tomo contiene una versión expandida de sus charlas en las Charles Eliot Norton Lecture Series que dictó en Harvard (2006) y ocho breves ensayos adicionales. Hay un libro reciente, con Michael Naumann, The Sound of Utopia, From the West-Eastern Divan to the Barenboim-Said Academy, Seemann-Henschel, Leipzig, Alemania, 2018.

[33] Kevin Bazzana: Wondrous Strange, The Life and Art of Glenn Gould, Oxford University Press, New York, 2004, p. 174.

[34] Esta obra se recopiló en Glenn Gould on Television: The Complete CBC Broadcasts, 1954-1977, en 10 DVDs. Hay buenos videos de Gould en YouTube.

[35] Haruki Murakami: Musica, sólo música, ed. cit., p. 195.

[36] Henry Louis de la Grange: citado en Arved Ashby, Experiencing Mahler, Rowman & Littlefield, Lanham, MD, 2020, p. 144. Henry Louis de la Grange fue el gran biógrafo de Mahler: sus cuatro tomos sobrepasan las 4 500 páginas. Para los que quieren explorar Ozawa y la BSO interpretando a Mahler hay un juego de caja de 14 CDs con todas las sinfonías y el Kindertotenlieder en Decca (Universal) de 2013. Las grabaciones se hicieron de 1980 a 1993.

[37] T. W. Adorno, Obras Completas 13, Monografías Musicales, Ediciones Akal, Madrid, 2008, p. 152.

[38] Afortunadamente, Edipo Rey se filmó y hay un DVD de la producción (1993; el estreno fue en 1992). Hay trozos de la producción en YouTube. La entrevista con Ozawa está en los extras del DVD.

[39] Haruki Murakami: Musica, solo música, ed. cit., p. 115.

[40] Ibídem, p. 116.

[41] Daniel Barenboim: Everything is Connected. The Power of Music, Orion Books, Londres, 2008, p. 12.

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