Una polémica a más de sesenta días vista resulta, por lo menos, un espectáculo bastante aburrido. El lector espera siempre una respuesta inmediata a cada cuestión planteada por uno u otro polemista y ha de esperar, en cambio, un mes o dos a que ellas aparezcan con un inevitable sabor a ranciedad. Esta “contrarréplica” –para llamarla de algún modo– se refiere, por partida doble, a sendos artículos de Ambrosio Fornet y de Manuel Díaz Martínez, aparecidos en el número 41 (noviembre de 1964) de La Gaceta e Cuba. Responde principalmente a Fornet, porque Díaz Martínez se limita a bromear, con harta ligereza, sobre un tema que se le escapa de las manos. Su contigüidad en La Gaceta al artículo de Fornet perjudica grandemente a la “broma” de Díaz Martínez y nos obliga a todos a no tomarlo demasiado en serio. Lo mejor que podemos hacer es olvidarlo. “El poeta” trató de hacer un chiste, “el profesor” se sonrió y los lectores se encogieron de hombros. Es bastante.

Fornet, en cambio, viene “hablando en serio”. Su artículo es un largo y denso alegato, con notas y cuidadas referencias bibliográficas, empeñado en demostrar determinadas afirmaciones estéticas. Y como en el caso de su artículo “De provinciano a provinciano” (La Gaceta de Cuba, n. 39, La Habana, 5 de julio, 1964; Cultura 64, n. 8, Santiago de Cuba, agosto, 1964), que iniciara esta polémica, esta contribución suya de ahora vuelve a ser –me veo obligado a repetirlo–, “por su fondo y por su forma, un vivo ejemplo de lamentable confusión que padecen aún algunos intelectuales, no importa su edad, en esta etapa de integración de una conciencia socialista en nuestra patria”. Porque el ensayo de Fornet, más serio y cuidado esta vez, más erudito, confunde signos y factores en el planteamiento de los problemas y, al apoyarse en diversos autores para avalar sus tesis, concede idéntica autoridad a marxistas como Fischer y a revisionistas como Goldmann, defiende a brazo partido posiciones que nadie ha atacado, subraya apasionadamente principios justos y válidos y desliza, como al descuido, críticas injustas y proposiciones divisionistas. El lector ingenuo hundido en cinco páginas espesas, a tres columnas, con letra de ocho puntos, mareado de citas fragmentarias, de referencias que van de la Ilíada a Robbe-Grillet, de la estatuaria griega a la batidora, tiene que resultar, por fuerza, intoxicado con esta mezcla de elementos contradictorios, total y definitivamente confundido.

Desde el inicio de su trabajo y a todo lo largo de él, Fornet realiza una apasionada defensa de Alain Robbe-Grillet, cosa perfectamente inobjetable si se trata de subrayar la excelencia estética del novelista francés, que nadie, por otra parte, ha pretendido negar o disminuir siquiera. Lo que hemos dicho, y repetimos ahora, es que Robbe-Grillet expresa, con extraordinaria maestría, una visión de la realidad que no conviene en nada absolutamente con la visión de la realidad que debe tener un joven escritor cubano, en esta etapa nuestra de la edificación socialista. Resulta aleccionador que, en el mismo número de La Gaceta en que aparece el ensayo de Fornet, figure una entrevista con Jean-Paul Sartre (p. 7) en la que el filósofo afirma lo siguiente:

Lo que le pido al escritor es que ignore la realidad y los problemas fundamentales que existen. El hambre universal, la amenaza atómica, la alienación del hombre; me sorprende que estas cosas no influyan en nuestra literatura. ¿Cree usted que yo pueda leer a Robbe-Grillet en un país subdesarrollado? Él no se siente mutilado. Creo que es un buen escritor, pero su obra está dirigida a una burguesía acomodada. Me gustaría que comprendiera que existe una Guinea. En Guinea yo podría leer a Kafka. En mi desazón lo volví a descubrir. Allí nuestro mundo está acusado. También en Almagestes, pues por medio del lenguaje nuestro mundo está siendo juzgado. Como ve, el escritor contemporáneo debe escribir impulsado por sus intimidaciones de inquietud, al mismo tiempo que trata de esclarecerlas. Podría ser alguien como Beckett, pero que no se sentiría completamente abrumado por la desesperación. La forma poco me importa, ya sea clásica o no. Ya sea la de Guerra y paz o la de Almagestes. Todas son adecuadas. El único criterio para juzgar una obra es su validez: que nos ¡emocione! Y que perdure.

Sartre pone el dedo en la llaga de la producción de Robbe-Grillet: “Él no se siente mutilado. Creo que es un buen escritor, pero su obra está dirigida a una burguesía acomodada.” Esto es terriblemente exacto. Cuando Robbe-Grillet expresa con vigor, como señala Fornet, la deshumanización de la realidad, la cosificación del hombre, su total alienación en el mundo capitalista, nos ofrece esa realidad como fatal e inevitable, como insuperable, porque, como advierte Sartre, “él [Robbe-Grillet] no se siente mutilado”. Él se limita a darnos una visión de la realidad en forma estática como la que nos daría una cámara cinematográfica que funcionara automáticamente, sin fotógrafo inspirador, limitada a transcribir con helada fidelidad el transcurso cotidiano de las cosas, de los objetos, vivos o no. Y es cierto que el novelista francés no es el causante de la deshumanización de la realidad, pero se responsabiliza con ella, no asume frente a ella una actitud crítica, juzgadora, sino que se limita a consignarla. Fornet argüirá: “Pero Robbe-Grillet no es un sociólogo.” Y tiene toda la razón. Pero el autor de El mirón es un hombre contemporáneo, y aunque tengamos derecho a pedirle que nos interprete como sociólogo la realidad que con tanta minuciosidad describe, sí podemos exigirle que, como hombre, nos ayude a transformarla. Y a eso es lo que expresamente se niega el novelista francés. Léase si no, su artículo “La literatura perseguida por la política”, cuyo título no deja lugar a dudas, reproducido en la revista de la Casa de las Américas (n. 26, octubre-noviembre de 1964, pp. 152-154). En ese artículo Robbe-Grillet se duele de que en los congresos de escritores no se hable más que de política y pone como ejemplo los celebrados recientemente en Rusia, sobre la novela moderna, y en Escocia, sobre el teatro. Y añade: “Como es costumbre, en ambos no se habló más que de política, y naturalmente al nivel más elemental y estereotipado: denuncia del fascismo, condenación de la guerra, lucha contra la injusticia, etc.”

Los escritores –sostiene Robbe-Grillet– no tienen por qué ser políticos brillantes [Ni nadie les ha pedido semejante insensatez. J.A.P.]. E indudablemente es normal que en este campo la mayoría de ellos se conforme con ideas simples y vagas. Pero ¿por qué empeñarse en expresarlas públicamente cada vez que se les presenta la ocasión? ¿Por qué jamás tienen algo distinto que decir cuando se les pide subir a la tribuna? ¿Por qué se empeñan en rebajar sus propias obras asimilándolas a la expresión e ilustración de banalidades humanitarias de más de cien, si no tres mil años de antigüedad?

He aquí, en sus propias palabras, la concepción que Alain Robbe-Grillet tiene de su misión como escritor. ¿Podemos aceptar ese modelo para nuestros jóvenes narradores cubanos que son los llamados a expresar la nueva visión de la realidad determinada por la Revolución Socialista? Como ha señalado con justeza Jean-Paul Sartre, la obra de Robbe-Grillet “está dirigida a una burguesía acomodada”, partícipe de su visión de la realidad, pero es totalmente inadecuada para una sociedad que edifica el socialismo. No quiere esto decir que neguemos calidad a esa misma obra y menos que pongamos reparo a su difusión entre nosotros ni al aprovechamiento de sus indudables hallazgos formales. Saludamos inclusive la simpatía que pueda mostrar el escritor por nuestro proceso revolucionario y hasta veríamos con gusto su presencia en nuestra tierra. Pero los narradores cubanos deben afinar su sentido discriminativo a fin de no confundir lo positivo y lo negativo, lo útil y lo nocivo, lo asimilable y lo repudiable en la obra de los maestros foráneos. Es fácil deslumbrarse por la novedad y por la moda y, dóciles a un heredado colonialismo intelectual, así como ayer padecimos de irracionalismo germánico, ingerido a través de la Revista de Occidente, de sus excelentes ediciones y por el embrujo estilístico de D. José Ortega y Gasset, hoy vengamos a sufrir los efectos intoxicantes de esta literatura de la alienación capitalista, difundida en nuestra lengua por las espléndidas versiones de Seix Barral. Hay que leerlo todo, conocerlo todo, aprovecharlo todo, pero con fino e inmarcable sentido crítico, partiendo de una inconmovible concepción de la realidad. No podemos jugar con las palabras. Estamos todos metidos hasta el cuello en la más trascendental empresa de nuestra historia: Estamos realizando una Revolución, y una Revolución Socialista. Todo lo que hagamos ha de ser para esto. Y sólo haciéndolo para esto merecemos la atención de la humanidad. Porque sólo por esto que estamos haciendo, por la Revolución que estamos llevando a cabo, es por lo que los pueblos miran hacia nosotros. Y sería sencillamente absurdo que el modo de expresión de esta nueva existencia nuestra fuera un pastiche o una pobre reproducción de Alain Robbe-Grillet, que aceptáramos por “nueva” y por nuestra su visión de la realidad, su “método que permita extraer de la nueva realidad conclusiones dinámicas”, según pretende Fornet.

Claro está que este no se limita a hacer la apología del novelista francés, aunque su insistencia en el ejemplo justifica la extensión que le hemos concedido en nuestra “contrarréplica”. A propósito de Robbe-Grillet y de su obra, Fornet cita sin discriminación a Garaudy y a Gisselbrecht, a Fischer y a Goldmann, señala como posible una próxima rectificación de Lukács y trae a colación alguna que otra afirmación de Ortega y Gasset. Es lamentable que un escritor inteligente como Ambrosio Fornet haya examinado tan a la ligera a los autores citados. Porque el texto íntegro del artículo de Gisselbrecht se vuelve contra lo afirmado por él, que se apoya en una mención fragmentaria. Y lo mismo ocurre con el excelente libro de Fischer, La necesidad de arte, y hasta con el muy mediano de Garaudy, De un realismo sin riberas. Y es triste que sólo parezca conocer a George Lukács por su pequeño y, en realidad, no muy afortunado, libro Significación actual del realismo crítico, obra que por otra parte tampoco puede comprenderse íntegramente si se ignora una obra capital del gran esteta húngaro, traducida desde hace varios años al español: El asalto a la razón. Sólo por ignorancia de la obra total de Lukács, la más importante y orgánica en cuanto se refiere a la estética y la teoría literaria marxistas, pese a cuantos errores políticos puedan señalarse a su autor, es posible explicar que algunos escritores jóvenes de nuestras tierras, que se inician apenas en tales disciplinas, pretendan ingenuamente perdonarle la vida al autor de El joven Hegel. Nadie pretende erigir en dogmas lo afirmado por Marx, Engels o Lenin, ni que haya que aceptar sin discusión doctrina alguna filosófica, económica o política. Pero no cabe tampoco igualar conceptos fundamentales del marxismo-leninismo, que es la ideología de nuestra Revolución Socialista, con opiniones harto discutibles del revisionista Lucien Goldmann, a quien nuestro amigo mexicano Víctor Flores Olea presenta, sin que nadie le haga la menor advertencia, como “uno de los pensadores marxistas más calificados de Europa” (Vid. Casa de las Américas, n. 25, 1964, pp. 113-117). Es precisamente de esta “conversación” con Goldmann de donde extrae sus citas Fornet, no sin aclarar, en la nota correspondiente, que “en algunos aspectos las opiniones de Goldmann muestran un criterio bastante mecanicista”. Lucien Goldmann es la más destacada figura contemporánea del revisionismo francés y es perfectamente conocido en Hispanoamérica, gracias a las traducciones de dos de sus libros, realizadas en Buenos Aires (1958) y en Caracas (1962). Goldmann se dice “discípulo” de Lukács, pero reclama su descendencia de la etapa inicial del pensamiento del maestro húngaro, repudiada expresamente por éste en su ensayo Mi camino hacia el marxismo del cual hay traducción española (Universidad Nacional Autónoma de México, Ediciones Filosofía y Letras, no. 40, 1959).

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Como se ve, resulta lamentable toda esta confusión, nada favorable a la formación ideológica de nuestra juventud. No hay que cerrar a ésta las ventanas del espíritu, ni limitarle las lecturas ni obligarla a ignorar las opiniones contrapuestas, pero como a todo el que se inicia en una nueva concepción del mundo, hay que situarle cada doctrina y cada hombre en su justo lugar, orientarlo en el océano revuelto de la lucha ideológica, no sumirla en la más absoluta confusión. Está bien que conozca a Goldmann y que lo lea directamente, pero que sepa quién es este autor y qué posición asume en la batalla de las ideas, que es expresión de otra pelea más cruenta y definitiva. Otra vez tenemos que repetirlo. Estamos metidos hasta el cuello en esta Revolución Socialista y no podemos permitir que, por ignorancia o por mala fe, se nos cuelen los enemigos en la casa. Hay que salirles al paso a todas las formas, francas o encubiertas, de revisionismo. Porque hay todavía, dentro y fuera de Cuba, quienes alientan la esperanza de que nuestro proclamado marxismo no pase a ser la etiqueta de otro producto tropical, sui géneris, que adapte algunos lemas de Marx o de Lenin a las “conveniencias” de una nueva burguesía antillana. Y eso hay que combatirlo desde la raíz y denunciar cualquier intento revisionista de colocarse entre nosotros, aunque venga disfrazado de esteticismo o, como es frecuente, de antidogmatismo.

Yo no he dicho, y quiero que se entienda muy claro, que Ambrosio Fornet ni quienes citan con asentimiento a Lucien Goldmann o ayudan a divulgarlo sean revisionistas. Digo, en cambio, que es absolutamente necesario que tanto ellos como todos nuestros escritores se percaten de lo que significa el revisionismo y de los peligros que entraña para nuestra formación socialista. Que una cosa es la amplitud de criterio y el respeto a la libertad de expresión y otra la falta absoluta de criterio discriminativo, por ignorancia o por carencia de firmeza ideológica, y el culpable libertinaje que dé entrada a la confusión o impida la indispensable unidad de pensamiento del pueblo revolucionario.

Al lado de estas cuestiones capitales resultan académicas las puras discusiones estéticas. No debemos rehuirlas, sin embargo. El ensayo de Fornet contiene afirmaciones que es necesario contestar, y a eso vamos. En una oportunidad precisa:

Espero que hayan quedado aclarados tres puntos: (a) Robbe-Grillet expresa artísticamente los valores de un mundo deshumanizado, despojándolo de la aureola mágica con que trata de envolverlo la burguesía. (b) La obra de arte no es una resultante ni un subproducto de la realidad, es, dentro de ésta, una sujeta a las leyes propias. Por lo tanto, no se agota en el análisis sociológico ni se justifica por su valor documental. (c) Una sociedad decadente no produce necesariamente un arte decadente; es más, el concepto de decadencia no tiene sentido al juzgar una auténtica obra de arte, pues ésta es por definición un ejemplo del máximo grado de plenitud a que puede llegar el hombre en un momento dado; por lo demás, es un concepto inadecuado para explicar el fenómeno artístico.

Y aquí, otra vez, volvemos a tropezarnos con la confusión. Vayamos por partes. (a) Absolutamente correcto, con las salvedades que antes hemos expresado. (b) La obra de arte, como parte de la superestructura cultural, como manifestación de la conciencia social, es una resultante, es objeto y efecto, pero, dialécticamente, es igualmente principio, sujeto, causa. La obra de arte es, dentro de la realidad total, un elemento autónomo de esa misma realidad, con características y leyes peculiares que no la independizan, sin embargo, de las leyes generales que rigen todo lo real. Estamos íntegramente de acuerdo en que el conocimiento de la obra de arte no se agota en el análisis sociológico (es muy vieja la lucha del marxismo contra el sociologismo vulgar) ni se justifica por su valor documental. (c) Absolutamente cierto que una sociedad decadente no produce necesariamente un arte decadente. Contra tal concepción mecanicista se había pronunciado Marx en su prefacio a la Contribución a la crítica de la Economía Política (1859) y en otros lugares más.

En la obra citada afirma: “En cuanto al arte, ya se sabe que los periodos de florecimiento determinado no están, ni mucho menos, en relación con el desarrollo general de la sociedad, ni, por consiguiente, con la base material, el esqueleto, en cierto modo, de su organización.” Contra la interpretación mecanicista del materialismo histórico también reaccionó Engels en diversas oportunidades, entre ellas en dos cartas famosas: a José Bloch (21 de septiembre de 1890) y a Hans Starkemburg (25 de enero de 1894). En esta última carta dice: “El desarrollo político, jurídico, filosófico, religioso, literario, artístico, etc., reposan sobre el desarrollo económico. Pero, a su vez, reaccionan los unos sobre los otros, así como sobre la base económica. No es cierto que la situación económica sea la causa, que sea la única activa y que todo el resto no ejerza más que una acción pasiva. Al contrario, se trata de una acción recíproca sobre la base de la necesidad económica, que es, en última instancia, la determinante.” Por lo tanto no podemos asimilar mecánicamente los períodos de decadencia social y los de decadencia artística, cosa que, por otra parte, confirma con sobrada elocuencia la historia de la cultura. Estamos, pues, de acuerdo con la primera parte de la proposición de Fornet. No estamos, en cambio, dispuestos igualmente a suscribir el resto de su planteamiento que elimina radicalmente el concepto de “decadencia” referido al proceso artístico. Sobre este punto sería saludable estudiar con cuidado un enjundioso ensayo de Lukács, “Marx y el problema de la decadencia ideológica”, contenido en su importante libro El marxismo y la crítica literaria (hay versión italiana, Einaudi, 1953, pp. 150-217). Sin tiempo para adentrarnos en un análisis cuidadoso del problema, nos limitaremos a sostener, frente a Fornet, que el arte, como todo fenómeno social, es susceptible de decadencia, aunque ella no se produzca mecánicamente como consecuencia de la decadencia económica, política o social. Puede inclusive producirse un florecimiento del arte como reacción frente a la decadencia social, como ocurre, por ejemplo, con los Siglos de Oro españoles, pero casi siempre un arte decadente revela estrechas conexiones con la decadencia ideológica. Hay aquí mucha tela que cortar y vale la pena discutir el tema con mayor tiempo y espacio que ahora. Quede pues sobre la mesa.

Hay muchos temas más planteados por Fornet en los que una harto ligera apreciación de ciertos factores reales lo lleva a conclusiones inadecuadas. Como cuando, por ejemplo, plantea

El drama del artista en las sociedades subdesarrolladas: tener que utilizar más técnica afinada gradualmente por otros –y es ese proceso el que garantiza el dinamismo de una cultura– para expresar de sopetón una realidad que ni social ni culturalmente está suficientemente jerarquizada. No es lo mismo recorrer en un siglo el camino Balzac-Stendhal-Flaubert-Proust-Grillet (con todos sus cruces y ramificaciones) que saltar de Meza a Carpentier, de Mi tío el empleado a El acoso. Este conflicto marca casi todas las obras literarias y artísticas de países como el nuestro: nos parecen anacrónicas o inauténticas, demasiado rancias o demasiado a la moda. Somos verdaderas ranas de la cultura: nos quedamos inmóviles en el agua estancada o avanzamos a saltos.

Es cierto que en las sociedades subdesarrolladas el artista es proclive a un grave padecimiento: el colonialismo intelectual, la dependencia de métodos que, como los capitalistas explotadores, les vienen siempre de afuera, de las metrópolis culturales. Pero no es menos cierto que los artistas auténticos, sin despreciar el aporte foráneo, las lecciones metropolitanas, han mantenido siempre bien hincadas sus raíces en la tierra y en la propia tradición literaria nutricia. Sin pretender paralelos imposibles, hay una indudable continuidad entre Meza y Carpentier, entre Mi tío el empleado (1887) y El acoso (1956), a través de Leonela (1893), de Nicolás Heredia; Frasquito (1894), de José de Armas y Cárdenas; Conjura (1908), de Jesús Castellanos;   Las honradas (1918) y Las impuras (1919), de Miguel de Carrión; Juan Criollo (1927), de Carlos Loveira; Cómo opinaba Damián Paredes (1916) y La conjura de la Ciénaga (1924), de Luis Felipe Rodríguez; El negrero (1933), de Lino Novás Calvo –aparecida el mismo año en que Alejo Carpentier publica su primera novela, Ecue Yamba-O, editada, como la de Novás Calvo, en Madrid–; Caniquí (1936), de José Antonio Ramos; Hombres sin mujer (1938), de Carlos Montenegro; Contrabando (1938), de Enrique Serpa; La sangre hambrienta (1951), de Enrique Labrador Ruiz; para no citar sino a las más representativas. Es igualmente significativo el hecho de que El acoso no aparezca sola, sino integran do todo un ciclo de novelas que giran en torno a un tema común: las luchas de pandillas tras la caída de Machado; ciclo en el que figuran, entre otras La trampa (1957), de Enrique Serpa, y Una de cal y otra de arena (1957), de Gregorio Ortega. Todo esto demuestra que también entre nosotros existe una continuidad y un camino, una trocha, al menos, o una simple serventía, pero una tradición al fin. Lo que hay es que detectarla, y eso es lo que hacen los escritores como Carpentier, que a una gran capacidad creadora unen una sólida información literaria.

Fornet incluye en su ensayo planteamientos en los cuales no parece que nos esté “hablando en serio”, como cuando lanza esta proposición claramente divisionista: “Sería bueno también que se crearan dos o tres revistas literarias que estuvieran en manos de otros tantos grupos con un criterio similar hacia los problemas de la creación y la cultura. Que los experimentalistas tengan su revista y los populistas la suya, y vamos a ver qué pasa.” ¿Y por qué, preguntamos, hemos de establecer divisiones en grupos, con órganos de expresión propios e independientes, si nadie se opone en Cuba a la libertad de expresión de los escritores y artistas y Fornet y Portuondo polemizan en páginas fronteras del mismo número de revista? Si lo que urge y demanda la Revolución es la unidad férrea de todos sus colaboradores, ¿por qué inventar artificialmente divisiones? ¿Es que no colaboran en igualdad de condiciones “experimentalistas” y “populistas” en todas las revistas y editoras del país ¿Y por qué oponer “experimentalismo” a “populismo”? ¿Es que el “experimentalista” debe desdeñar las inquietudes del “populista”, según plantea en su artículo antes citado Alain Robbe-Grillet, y el “populista” debe ignorar los logros alcanzados por los “experimentalistas”? En todo esto hay una manifiesta confusión que se agrava considerablemente por su inmediata proximidad a un párrafo que no puede dejarse sin comentario. Dice así:

Los creadores están en desventaja si no pueden dirigirse al pueblo igual que a los críticos y los burócratas de la cultura. De un novelista o un poeta cubano joven no se edita nunca más de dos o tres mil ejemplares; de un tratado escrito hace quince años por un teórico soviético que ya nadie lee en la Unión Soviética, se editan miles de ejemplares que van automáticamente a las escuelas y a los organismos de masa. Es la pelea del león suelto contra el mono amarrado.

De todos los escritores jóvenes de Cuba, posiblemente sea Ambrosio Fornet, en lo que pueda tocarle de “burócrata de la cultura”, como funcionario de la Editora Nacional de Cuba, quien menos deba sostener afirmaciones como la precedente. Porque a él ha de constarle, mejor que a muchos, que el monto de las ediciones en nuestro bloqueado país está sujeto a la inevitable limitación de las cuotas de papel y demás elementos indispensables en cualquier trabajo de imprenta. Que jamás como ahora tuvieron entre nosotros posibilidad de editar nuestros escritores jóvenes, saliendo del anonimato en que los mantuviera el régimen capitalista y que cuando una obra de creación ha logrado despertar el interés de los lectores, se han hecho de inmediato nuevas ediciones. En menos de dos años se han hecho dos ediciones de El justo tiempo humano, poemas de Heberto Padilla, y en un año otras dos de las Memorias de una cubanita que nació con el siglo, de Renée Méndez Capote, para citar dos ejemplos tomados al azar. Podría, sí, aumentarse el tiraje de cada obra, pero, como lo sabe muy bien Fornet, tendría que ser a costa del número total de títulos publicados en el año. En cuanto a los libros de texto y de formación política, es justo que se editen en cantidades masivas, aunque pueden cometerse errores como el apuntado por él. Es necesario formar la conciencia socialista entre las nuevas generaciones y en las masas todas del país y por eso hemos de darles, a manos llenas, las fuentes indispensables de esa formación. Es posible, repito, que cometamos errores y que por escasa información se nos escape alguna mercancía rancia, importada o del país, pero de aquí no podemos deducir pelea alguna entre el león suelto y el mono amarrado. Porque aquí no hay pelea ninguna entre facciones en pugna ni nadie azuza a león alguno contra mono que nadie ha amarrado. Aquí andamos todos sueltos y pensando en alta voz y cada cual tiene igual derecho a imprimir lo que produzca, como sabe, mejor que muchos, Ambrosio Fornet. Aquí el que se sienta mono amarrado es porque se ha atado a sí mismo a coyundas y prejuicios pequeñoburgueses, incompatibles con la nueva existencia socialista. Es lástima que un hombre inteligente, un crítico agudo como Fornet no se percate del daño que pueden hacernos afirmaciones aventuradas como las anteriores. Y si ellas no tenían otro fin que servir de introducción al penúltimo párrafo de su ensayo en que arremete contra ciertas afirmaciones de Gaspar Jorge García Galló, ¿por qué andarse con rodeos y no discutir de frente lo sostenido por García Galló? Las opiniones de este no constituyen una definición de la política cultural del Gobierno Revolucionario y están sujetas a discusión como las de Ambrosio Fornet o las de José Antonio Portuondo. La política cultural del Gobierno Revolucionario está claramente definida en las Palabras a los intelectuales de Fidel Castro y se resume en el tantas veces repetido apotegma de “Dentro de la Revolución: todo; contra la Revolución ningún derecho”.

Esta polémica nuestra, como todas las polémicas, comporta en cada oportunidad –sesenta o más días vista– el peligro de extraviarse por sendas que se apartan del camino principal, perderse en divagaciones o en el planteo superficial de temas que exigen un tratamiento más serio y profundo. Es obvio que muchas cuestiones se quedan sin respuesta y se abren de continuo nuevas vías que apuntan a renovados horizontes. No pretendemos contestar ahora cada afirmación de Fornet, con muchas de las cuales, ya lo hemos dicho, estamos perfectamente de acuerdo. Nos interesa sólo reiterar, frente a la confusión y al caos a que pueden llevarnos estas divagaciones, nuestra posición inicial, la de siempre, frente a tales problemas:

Nuestro país está iniciando la ruta del Socialismo y presencia el nacimiento de una nueva conciencia. Los artistas y escritores cubanos, cualquiera que sea su edad cronológica, porque lo que importa es su madurez ideológica, han de esforzarse por expresar con nueva conciencia, nuestra renovada visión de la realidad. Es perfectamente justo y normal que los artistas ensayen modos probados afuera e intenten una acomodación de los métodos foráneos a nuestra propia realidad. Nadie debe oponerse a tales ensayos, experimentos o tanteos. Ni debe impedirse tampoco que los críticos señalen las virtudes y las limitaciones de tales aventuras y propongan también caminos para hallar nuestra propia y peculiar expresión. Creemos que esa expresión tendrá que surgir en contacto estrecho con la nueva realidad que se forja entre nosotros cada día, en los medios mismos en que se edifica la sociedad socialista. Y si le pedimos a los escritores y artistas que vivan de modo directo, con plena y consciente participación, la existencia de nuestros campesinos y trabajadores, estudiantes y soldados, no es, naturalmente, para que nos reporten con fidelidad de grabadora los detalles de esa existencia, sino para que abran su sensibilidad no sólo a estímulos librescos que nos vienen de afuera, sino a la vida misma que emerge entre nosotros. Y no podemos aceptar que quienes son capaces de vibrar hasta la histeria frente a la fría y aburrida –así acaba de calificarla con toda justicia Vargas Llosa– objetividad de la nueva novela francesa, permanezcan insensibles ante el hirviente trajín de todo un pueblo que atrae hoy sobre sí las miradas asombradas del mundo. Creemos que a un tiempo y a una sociedad nueva corresponde una nueva expresión, que no puede derivarse de la que refleja la alienación del mundo capitalista. Tiene que ser otra cosa, algo aún indeterminado, que toca descubrir a los escritores y artistas cubanos. Y aunque estemos persuadidos de que ese empeño será más hacedero para las nuevas generaciones, crecidas dentro de la nueva realidad, emergentes con ella, entendemos que es deber de los escritores y artistas ya formados luchar por alcanzarla. Lograr, por caminos de dura penitencia, lo que otros conseguirán sin esfuerzo, por vías de inocencia. Realizar conscientemente, en la trinchera intelectual, nuestra parte en la pelea común por el establecimiento del Socialismo. Sabemos que la tarea es larga y difícil, que es más fácil proponerla que realizarla, pero es la única digna de nuestra Revolución, la única que puede justificar, en el terreno cultural, la atención puesta en nosotros por todos los pueblos del mundo. La que habrá de mostrarnos nuevos y distintos en una tierra que marcha con paso firme hacia el porvenir.


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