
Si algo consigue explicar la sensibilidad de una época es el tratamiento que esta le confiere al pasado. Justamente, la intervención estética en la Historia es una de las operaciones críticas más postuladas por los artistas cubanos contemporáneos.
Vale aclarar que “intervención” en la Historia, más que a reescritura, se refiere a negociaciones con la memoria del país en cuanto ella define los modos en que leemos la realidad nacional. Diría incluso que una de las ganancias más contundentes del arte cubano en la actualidad es su voluntad de participar de la administración de la memoria insular, al punto de convertir ese propósito en un programa político.
Al tiempo que crean mecanismos discursivos enfocados en interpelar su contexto, los artistas ensayan estrategias de recuperación de determinados pasajes históricos burlados por los relatos “oficiales”. En otras palabras, (re)articulan fragmentos de tiempo que, de algún modo, han sido expulsados de la Historia o forzados a una interpretación unívoca. De esta manera, los creadores diseñan una alternativa ante la confiscación del pasado por parte de las “voces autorizadas”.
La exposición virtual Cuando el recuerdo se convierte en polvo, del artista cubano Ricardo Miguel Hernández, participa activamente de esta operación crítica. Curada por Yenny Hernández Valdés y patrocinada por South Florida Latin American Photography Forum, la muestra fue inaugurada el pasado 1ro de agosto en la plataforma the exhibit y se extenderá hasta el 27 de octubre próximo.
Cuando el recuerdo se convierte en polvo está compuesta por un grupo de foto collages pertenecientes a la serie homónima del artista, que recoge trabajos realizados entre 2018 y 2020. Como apunta la curadora en las palabras de presentación, Ricardo Miguel Hernández “acumula fotografías datadas entre los años veinte y ochenta del siglo XX; las clasifica por temas, formatos y posibilidades de representación”, en las mismas “cada recorte o añadidura constituye un micro-documento que, al ser maridado con otra parte de un archivo diferente, deviene un enunciado estético nuevo, cargado de lecturas […]”.
Y, en efecto, con esas fotos intervenidas objetualmente, tomadas como archivos de la cultura y la sociedad cubanas, el artista construye un grupo de textos con la facultad de manipular la memoria, en sí misma, y en su condición de instancia productora de Historia. Además de radiografiar el pasado –entretejiendo sucesos públicos y privados–, los collages remiten a la polidimensionalidad desde la que se expresa la Historia, al rearticular en una trama diseminada el testimonio fotográfico. Estas obras muestran –siempre que se tomen como un inventario (de citas) de la realidad– el modo en que el pasado es una empresa abrumadoramente ideológica, además de un pacto con el recuerdo.
En términos sintácticos, las fotos collages de Ricardo Miguel Hernández ostentan una suficiencia rotunda. Dado el principio simbiótico que los anima, se debe destacar la síntesis y la organicidad con que se resuelven sus estructuras compositivas, al conseguirse un acoplamiento elocuente entre los distintos fragmentos interrelacionados. La integración interna entre los planos combinados no llamaría tanto la atención si no fuera por la fuerza de las codificaciones semánticas que el gesto determina. La alta capacidad asociativa de Ricardo Miguel Hernández y su destreza para imbricar los recortes, garantizan la productividad del discurso. Si un aspecto me motiva de esta serie –algo evidente también en Ella, exposición del artista que acogió, en 2019, la Fundación Ludwig de Cuba–, es la contundencia con que la autoría se origina, antes que en el estilo, en el pensamiento movilizado por el artista.
Como bien escribe la comisaria Yenny Hernández Valdés, “las obras son testamentos de una sociedad –la cubana principalmente– que se regodea en la nostalgia […] en la entelequia de un presente incierto y un futuro borroso”. La interrelación que materializan los collages de una iconografía cultural, geográfica y política perteneciente a épocas tan distintas –vestuarios, espacios urbanos y rurales, personajes históricos, edificaciones, rutinas cívicas…– genera una dinámica interpretativa capaz de dar cuenta de sinuosos recodos de la Historia cubana. Al entretejerse estos archivos fotográficos –unas veces con humor o ironía, otras con nostalgia o dolor–, se registran múltiples tramas socioculturales latentes en la memoria de la colectividad insular, y no sólo.
Creo –y esto ahora no es más que una hipótesis– que, de un tiempo acá, los mecanismos de representación y las estrategias discursivas practicados por un grupo amplio de creadores cubanos –lo mismo artistas visuales que cineastas, dramaturgos o poetas–, buscan transgredir cualquier enunciado totalizador que se tienda sobre la realidad nacional.
En el campo de lo artístico se experimenta hoy una reconfiguración de los significados que posibilitan a los sujetos –políticos, raciales, sexuales…– acceder a ella; a través de tal reconfiguración de los significados se vislumbra una relación nueva con la Historia. Son numerosas ya las obras artísticas en las que se aprecia la representación de un Yo en plena renegociación de su identidad, fluctuante entre modelos de conciencia, tramas ideológicas, discursos políticos… El arte ha devenido un medio desde el cual recombinar los trazados discursivos del mundo en que él mismo se emplaza, y se ha vuelto un espacio simbólico para el reconocimiento del sujeto.
Decía Susan Sontag que “el fotógrafo es una versión armada del paseante solitario que explora, acecha, cruza el infierno urbano, el caminante voyeurista que descubre en la ciudad un paisaje de extremos voluptuosos”. Ricardo Miguel Hernández es un flâneur que explora nuevos sentidos para la Historia.
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Ricardo Miguel es de esos artistas cuya evolución denota una sabiduría y audacia basadas en solidas investigaciones formales y conceptuales. La Nación, como eje de estas averiguaciones, prevalece en el objetivo de sus propuestas.