Detalle del retrato de Miguel de Molinos por Johann Hainzelman, 1687

Miguel de Molinos. Retórica y teología

“Si Meister Eckhart es el único escolástico que puede ser leído aún es porque en él la profundidad va acompañada de glamour, cualidad rara en épocas de fe intensa”, escribe Cioran. Llevando al límite su agresiva lucidez y rutilante laconismo, el meteco rumano consigue definir la esencia de una cuestión muy compleja que ha suscitado la diligente redacción de voluminosos e ilegibles tratados. En efecto, la profundidad es una condición necesaria pero no suficiente para que un lector contemporáneo se adentre en la lectura de un texto teológico: es preciso, además, que el estilo despliegue cierta elegancia, cierta cortesanía y dominio de los procedimientos retóricos que confieren esplendor a un objeto verbal: en pocas palabras, debe ser también literatura. Y si esto es cierto para los densos tratados escolásticos (entre los cuales, por lo demás, no incluiría las obras de Eckhart),[1] lo es mucho más en el caso de los así llamados escritos místicos, a menudo soporíferos más allá de lo concebible.[2] Hay, sin embargo, algunas perlas ocultas en todo ese fárrago y dedicaré este texto a comentar una de ellas: La guía espiritual de Miguel de Molinos.

El santo y el hereje

Los grandes místicos en lengua española son, sin duda alguna, San Juan de la Cruz y Miguel de Molinos.[3] Uno fue canonizado por la Iglesia y el otro condenado por la Inquisición, pero cuando analizamos sus textos resulta sorprendente cuánto se asemejan. Consideremos, por ejemplo, el siguiente pasaje de Subida al monte Carmelo: “Y de aquí es que la contemplación por la cual el entendimiento tiene más alta noticia de Dios llaman teología mística, que quiere decir sabiduría de Dios secreta; porque es secreta al mismo entendimiento que la recibe y por eso la llama San Dionisio rayo de tiniebla. De la cual dice el profeta Baruc (3:23): No hay quien sepa el camino de ella ni quien pueda pensar el camino de ella. Luego está claro que el entendimiento se ha de cegar a todas las sendas que él puede alcanzar para unirse con Dios”. Hay dos rasgos que percibimos por encima de todo cuando analizamos este pasaje: primero, la singularidad extrema de una retórica que opera mediante las antítesis (oscuridad-luz; entendimiento-ignorancia; visión-ceguera) y el oxímoron (“rayo de tiniebla”); en segundo término, pero no menos importante, la invocación explícita de San Dionisio[4] como autoridad fundamental (junto a la Biblia, por supuesto) de lo que San Juan llama “teología mística” y que no es sino lo que los especialistas contemporáneos denominan teología apofática o vía negativa.[5]

Ahora bien, si dirigimos nuestra atención a la Guía espiritual de Molinos inmediatamente encontramos el fragmento 185: “Sabrás que esta aniquilación,[6] para que sea perfecta en el alma, ha de ser en el propio juicio, en la voluntad, los afectos, inclinaciones, deseos, pensamientos y en sí misma, de tal manera, que se ha de hallar el alma muerta al querer, al desear, procurar, entender y pensar, queriendo como si no quisiera; deseando como si no deseara; entendiendo como si no entendiera; pensando como si no pensara, sin inclinarse a nada”. ¿Acaso no es evidente que comparten no sólo un lenguaje, sino también una idea muy similar del método más adecuado para acceder a la unión hipostática?: ascetismo extremo, rechazo de toda percepción sensorial, negación de todo conocimiento y el anhelo de precipitarse en las tinieblas de la ignorancia absoluta, de abismarse en esa Nada que es Dios. Y sin embargo, el primero fue canonizado e incluso nombrado “Doctor de la Iglesia” (sea lo que sea que eso signifique) y el segundo anatematizado. Inútil buscar una explicación racional para esta diferencia (quizás no pueden admitir más de dos o tres místicos por siglo, quizás Molinos era demasiado orgulloso: ¿quién puede saberlo?): la Iglesia Católica nunca se ha caracterizado por su amplitud de miras y, en cualquier caso, lo que sí está claro es que el autor de la Guía espiritual fue demasiado lejos y su doctrina tenía un potencial corrosivo nada desdeñable: de haberse difundido podría haber sido tan perniciosa como el protestantismo que un siglo y medio antes socavó para siempre los cimientos de la autoridad papal.

Esta es la inscripcion que se lee en el grabado a buril de Molinos por Johann Hainzelman | Rialta
Esta es la inscripción que se lee en el grabado a buril de Molinos por Johann Hainzelman: “Michel Molinos du Diocése de Saragosse Chef des Quietistes, fit abjuration de 68 propositions hérétiques le 3e. Septembre 1687 dans l’Eglise de Ste. Marie de la Minerve a Rome en presence des Cardinaux, d’un grand nombre de Princes et de grands Seigrs. Ensuitte. jl fût vestu d’un Scapulaire jaune, marqué d’vne Croix rouge deuant et derriere, apres quoy jl fut condamné a vne prison perpetuelle”

El último de la estirpe

De hecho, Miguel de Molinos puede ser considerado como la espléndida culminación del linaje inaugurado por el Pseudo Dionisio:[7] a la vez apoteosis y ruina de una tradición magnífica que, tras su muerte (1696), desaparecerá casi por completo de la teología occidental, al menos superficialmente: en realidad ni siquiera el terrible anatema eclesiástico arrojado sobre su doctrina pudo erradicar por completo su influjo sobre los hombres atraídos por la introspección extrema y la promesa de alcanzar una fusión total con la Divinidad. Lo que sucede es que se volverán mucho más cautos al exponer sus opiniones.

Todo eso indica que no es insensato ver en la derrota de Molinos un símbolo de algo mucho más profundo que una mera disputa por la supremacía dentro de la curia romana a finales del siglo XVII: en rigor de verdad, lo que allí tuvo lugar fue el triunfo –relativo– de la otra gran tradición preponderante en el pensamiento teológico occidental desde San Agustín: aquella que desconfía de la experiencia individual y busca sistematizar toda la doctrina cristiana en un vasto corpus dogmático que perdure “por los siglos de los siglos”. Se trata de esa enorme producción textual que se extiende desde La ciudad de Dios (siglo V) hasta la descomunal Suma teológica de Santo Tomás (siglo XIII).[8] El Concilio de Trento (1545-1563), en plena Contrarreforma, se limitó a confirmar el triunfo de esa tendencia: a partir de ese momento ya todo estaba fijado para siempre[9] (o al menos eso pretendían: sabemos ahora que no fue precisamente así) y había mucho menos espacio para la subjetividad extática de los escritores místicos.

Así, cuando leemos en la sección 150 de la Guía Espiritual que “La divina sabiduría es un conocimiento intelectual e infuso de las divinas perfecciones y de las cosas eternas, que más debe llamarse contemplación que especulación” y, como si eso no fuera suficiente, que “La ciencia es adquirida y engendra el conocimiento de la divina bondad. Aquella quiere lo que no se alcanza sin trabajo y sudor; esta quiere ignorar lo mismo que conoce, aunque lo alcanza todo”, no nos extraña en absoluto que Molinos atrajera las sospechas del Santo Oficio: en efecto, la Guía espiritual postula la superioridad de la contemplación (vía mística en su expresión más radical) sobre “la ciencia especulativa” (con lo que, naturalmente, se refería a la teología católica en su totalidad).[10]

Para Molinos, la contemplación es la fusión absoluta con Dios, la disolución del sujeto en esa plenitud inconcebible fuera del espacio y el tiempo, es decir: un conocimiento inmediato de la Divinidad superior a cualquier “ciencia especulativa” (teología), especulación que, por lo demás, despliega siempre una voluntad de poder, una arrogancia que resulta francamente irrisoria desde el punto de vista místico (sub specie aeternitatis) porque Dios no puede ser conocido por medio de la Razón (al menos en su esencia inescrutable). Finalmente, según Molinos –y esto debe haberles parecido a muchos inquisidores algo así como “la abominación de la desolación” invocada por el Antiguo Testamento– este camino conduce a “la deificación del alma” (también postulada por Eckhart pero no por eso menos audaz: sabemos cómo terminó el místico alemán y al español le estaba reservado un destino incluso peor). En definitiva, la iglesia tenía excelentes motivos para desconfiar de semejante doctrina: era absolutamente inaceptable para la curia romana porque, de haber proliferado, los habría transformado en poco más que autómatas parlantes: después de todo, ¿quién necesita a los sacerdotes cuando puede tener un acceso directo a Dios?

Un gran heresiarca

Pero acaso sea mejor analizar el pensamiento de Molinos con más detenimiento para mostrar por qué resultaba tan inquietante. Existen muchos rasgos heterodoxos en su doctrina, pero aquí me concentraré en los tres que, a mi juicio, la epitomizan. Comencemos con una muy curiosa coincidencia entre su idea de absoluta soledad y recogimiento del alma en la contemplación y el postulado protestante (cuáquero, puritano, anabaptista) sobre la necesidad de purificar la mente de todo pensamiento y el espíritu de toda emoción para alcanzar el “silencio absoluto” que precede a “la luz interior que Dios infunde en el alma de todos los creyentes”.[11] Por supuesto, semejante “experiencia interior” (el conocimiento de Cristo sin intermediarios) es el fundamento de la lectura y exégesis que cada individuo hace de las Escrituras. Este énfasis en la autenticidad de la interpretación individual de las Biblia[12] conduce directamente a la idea (devastadora para el catolicismo) del “sacerdocio de todos los creyentes” o, en las poderosas palabras de Milton, “el derecho de cada hombre regenerado bajo la nueva ley del Evangelio: acceder a Dios sin ninguna limitación eclesiástica […] reemplazar la falsedad papista por el agua viva de Cristo”. Bien, sólo una vaga semejanza con estas tesis habría bastado para hundir a Molinos, pero la cuestión es que la Guía espiritual rebosa de afirmaciones casi idénticas, por más que intente disimularlas con su espléndida retórica y su declaración final: “Todo lo sujeto, postrado humildemente, a la corrección de la Santa Iglesia Católica Romana” (aquí los inquisidores debieron pensar que se burlaba de ellos abiertamente).

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Pero quedaba aún otra idea mucho más insidiosa y en absoluto protestante que había inficionado (desde la perspectiva ortodoxa) el pensamiento de Molinos: su escandaloso postulado sobre “la deificación del alma” y el lenguaje casi desenfadado con el que habla de “la centella divina” que yace en nuestro espíritu y sólo puede ser conquistada por medio de la contemplación, esa “docta ignorancia” que conduce a lo más sublime. ¿Acaso no reaparecía en esos fragmentos la “impía doctrina gnóstica”, condenada en los términos más severos por el Concilio de Calcedonia (451 D. C.) o incluso la mucho más cercana herejía cátara que la Iglesia creyó haber erradicado para siempre en el siglo XIII?

Por supuesto que sí, y quienes sabían de esos asuntos lo advirtieron inmediatamente. Sólo queda asombrarse de que Molinos haya sido tan ingenuo como para pensar que una breve fórmula de sumisión tras 270 páginas de manifiesta heterodoxia tranquilizaría a los censores romanos. Pero precisamente él estaba muy lejos de cualquier ingenuidad: otra explicación es necesaria.

Busto de Miguel de Molinos en Zaragoza | Rialta
Busto de Miguel de Molinos en Zaragoza

Radix omnium malorum est cupiditas[13]

Tal vez, pero en el caso de Molinos debemos sustituir cupiditas por superbia. En efecto, si no nos dejamos impresionar por el aluvión de expresiones (a menudo magníficas)[14] que pretenden cimentar una humildad bastante dudosa, comprendemos la descomunal soberbia inmanente a todo su proyecto teológico: resulta muy irónico que tras la superficie de esta singular doctrina, tan obsesionada con la sumisión, la modestia y, en definitiva, la negación del sujeto, descubramos el orgullo más desenfrenado que sea posible concebir: la voluntad de poder de un gran teólogo negativo y estilista de primer orden que no cree en la Iglesia, ni en la casi totalidad del pensamiento cristiano anterior[15] ni, con toda probabilidad (y por increíble que parezca), en Dios mismo: “el cántico védico a la Nada”[16] que cierra el volumen (por lo demás uno de los textos en prosa más sublimes de la literatura en lengua española de cualquier época) no hace pensar precisamente en Jesucristo sino en Nagarjuna, ese gran teórico del vacío en la doctrina filosófica Madhyamaka (siglo II de nuestra era). Pues, para el implacable lógico budista (que tantos han asociado, acertadamente, con Meister Eckhart),[17] enconado en una vasta empresa de demolición de las apariencias (y para el budismo toda la realidad no es más que un brutal espejismo), la vacuidad (shunyata) es el objetivo último de toda meditación, la auténtica plenitud y el camino más rápido hacia el satori (iluminación liberadora).

¿Y acaso no es también ese difícil diamante de los santos el que Molinos anhela en las páginas postreras de su libro?: “Anégate en esa Nada y hallarás en ella sagrado asilo para cualquier tormenta […] últimamente no mires nada, no desees nada, no quieras nada, no solicites saber nada, y en todo vivirá tu alma en quietud y gozo descansada. Este es el camino para alcanzar la pureza del alma, la perfecta contemplación y la interior paz. Camina por esa segura senda y procura en esa Nada sumergirte, perderte, abismarte, si quieres aniquilarte, unirte y transformarte” (sección 195).

Protestantismo, budismo, gnosticismo: al parecer no había herejía sobre la tierra que Molinos no estuviese dispuesto a utilizar para la edificación de su obra. Y es que leyéndolo recibimos la más agradable de las sorpresas: descubrir un escritor allí donde esperábamos encontrar un escolástico. Según una conocida anécdota –por lo demás, probablemente apócrifa– Tomás de Aquino (acaso el más grande de los teólogos católicos), tuvo en sus últimas horas una experiencia mística y dijo: “He escrito miles de páginas, pero nada se compara con lo que he visto; mi obra es sólo un montón de yerba seca”. Molinos habría estado de acuerdo con la primera afirmación, pero habría rechazado con firmeza la segunda: era ante todo un artista verbal y si continuamos leyéndolo es precisamente por la audacia de sus paradojas y la perdurable belleza de su estilo.


Notas:

[1] Meister Eckhart sólo puede ser considerado un escolástico en un sentido cronológico: tuvo la mala fortuna de vivir entre 1240 y 1328: época que, ciertamente, coincide con el desarrollo del así llamado pensamiento escolástico, pero poco propicia a la recepción de un talento tan heterodoxo como el suyo (decenas de sus proposiciones fueron anatematizadas póstumamente).

[2] Intenten leer, si desean comprobarlo, la Autobiografía de Santa Teresa de Ávila: con la excepción de Hegel, Heidegger y algunos escritores españoles del siglo XVIII, no conozco un libro más aburrido: escribe tan mal que –al menos entre lectores de nuestro siglo– el efecto sólo puede ser el contrario del que ostensiblemente se propone.

[3] Aquí me refiero estrictamente a la calidad de la escritura y aplico también el conocido principio borgiano: “Estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y de maravilloso”.

[4] Se trata, obviamente, del autor conocido por nosotros como Pseudo Dionisio Areopagita, autor del muy influyente tratado Los nombres de Dios.

[5] La bibliografía sobre el tema es abrumadora, pero para nuestros propósitos bastará con decir que el Pseudo Dionisio, en el libro ya mencionado, elaboró esta doctrina que sería refinada durante siglos por diversos teólogos (verbigracia, Nicolás de Cusa, con su De la docta ignorancia, 1440). La idea fundamental es que sobre Dios no puede decirse, en rigor de verdad, nada: es decir, no es posible predicar atributo alguno más allá de su existencia: podemos decir que ÉL es pero no cómo ni qué sea. Por tanto, la tarea de la teología negativa consistirá (y en esto prefigura curiosamente el Tractatus y las teorías de Wittgenstein sobre el lenguaje y lo indecible) en despojar de sentido a cualquier aserción que pretenda establecer algo inequívoco sobre Dios: ejercicios de demolición que intentan preservar el misterio y la majestad inconcebible de lo numinoso.

[6] Con esto se refiere a la disolución del alma en Dios o fusión perfecta con la sustancia divina, como ya veremos.

[7] Y también, sin duda alguna, el último gran místico en lengua española.

[8] Esta tradición ha sido denominada catafática, por contraposición a la teología apofática o negativa.

[9] También declararon sagrado e infalible el texto de la Vulgata aunque ya sabían (o quizás precisamente porque lo sabían), gracias a las investigaciones de Erasmo de Rotterdam y otros filólogos renacentistas que esta traducción de las Escrituras contenía numerosos errores.

[10] Que precisamente no es una ciencia sino todo lo contrario, pero esa es otra cuestión.

[11] “En esta versión extrema del protestantismo, el mero pensamiento se equipara con la idolatría porque toda idea se orienta necesariamente hacia el exterior y la mente tiene que ser vaciada de sus ídolos externos para que la fe silenciosa y absolutamente interior en Cristo pueda triunfar” (Alistair Heys, The anatomy of Bloom).

[12] “La fuerza de la voluntad protestante en su primitiva intensidad que alcanza su cénit en los textos de Milton […] esa absoluta soledad interior que es la esencia del Protestantismo” (Harold Bloom, Ruin the sacred Truths).

[13] “La codicia es la raíz de todos los males”, Timoteo, 6:10.

[14] Mi perspectiva aquí, por supuesto, es rigurosamente estética.

[15] Con las excepciones de rigor: el Pseudo Dioniso Areopagita, Eckhart y San Juan de la Cruz.

[16] Así se refirió al libro (en mi opinión, muy atinadamente) un amigo de María Zambrano.

[17] Verbigracia, Rudolf Otto en su Mística de Oriente y Occidente.

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