Raymond Carver

Si Chéjov era un escritor de personajes obsesivos, confusos, amorales, breves (nunca escribió una novela), atrapados, a contrapelo de sí mismos, en su propia trampa cotidiana, Carver, discípulo confeso del ruso (tenía una foto de Chéjov clavada a la pared justo allí donde otros ostentan un crucifijo o una virgencita), amplificaba las obsesiones del gran prosista y dramaturgo de Taganrog, pero añadiéndole quizá más precisión, como si a los personajes de La gaviota los sacáramos de Sorin, aquella finca donde se desarrolla la pieza de teatro, y los encerráramos en un ático.

Su grandeza, además de en una escritura casi sin adjetivos (escritura que con el tiempo se apodó minimal), estaba en narrar de manera exacta ese foco donde sus personajes: chejovianos venidos a menos, no decían nada, no hablaban nada, no conversaban casi, sino que se limitaban a vegetar hasta que aburrimiento o muerte llegaba.

De estos chejovianos es precisamente que habla Carver Country (2013), la antología de fragmentos de textos y fotos preparada por Tess Gallagher, viuda del autor, y Bob Adelman, fotógrafo y amigo (véanse sus imágenes de Malcolm X o Martin Luther King, por ejemplo), quien, durante años, y gracias a su cercanía a la familia Carver, fue dejando constancia del mundo más personal del exalcohólico Raymond, ese donde Real y Realidad se confunden.

Cosa que explica por qué en el libro lo mismo aparecen tanto fotos de Frank Sandmeyer, amigo de Carver y pescador como él de salmones (“carácter” que usó en varios de sus textos), que de Richard Ford, uno de los mejores narradores del muchas veces mal llamado Dirty Realism. Fotos de los diferentes moteles donde se desarrollaron algunos de sus relatos (esos armatostes llenos de hombrecitos que siempre llegan de algún lugar y se van a otro sin ningún contexto o justificación ad hoc) e imágenes de bares, teléfonos, interiores de apartamentos, botellas vacías, etc. Es decir, todo eso que identificamos con el mundo etílico y pop-existencial del escritor norteamericano. Mundo donde muchas veces da la impresión de que lo único que pasa es la escritura misma, esa alcahueta.

¿No fue a su modo Raymond Carver un escritor de escrituras propiamente dicho?

¿Un escritor que hablaba de neones y tragos y ciegos que se sientan en un sofá (como tan bien ilustraron muchos pintores del fotorrealismo americano) precisamente para no d-escribir nada, para no parlar de otra cosa que no sea el ritmo y la tensión que imponen en sí las palabras, esa musiquita que siempre queda después que se ha olvidado una historia?

Carver, quien como hemos dicho en sus mejores relatos solía contar pedazos de historias que ya habían comenzado en alguna parte y terminaban de pronto, como si alguien les hubiera dado un hachazo, era un escritor en esencia de “musiquitas”, artefactos donde lo menos importante es lo que se narra –esto es algo que en verdad sólo preocupa a los malos escritores–, sino la tensión que lograban sus palabras, esa sequedad y brevedad y forcejeo que diferentes encuentros entre hombre y pasado o entre hombre y cotidianidad lograban transmitir.

Y lo mejor es que ofrecía esto sin alarde ninguno, con cero construcción estrambótica; lo que no significa crítica a otra manera de construir literatura, por ejemplo, la de Gertrude Stein o Pynchon, sino un reconocimiento a una zona psicodélicamente chejoviana, aparentemente anti-construida y siempre exacta.

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¿No es esa naturalidad –o anti-construcción o exactitud– una de las cosas más difíciles de lograr en el inframundo literatura?

La obra de Carver, compuesta por un poco más de diez libros (¿para cuándo en español su guion Dostoievsky: A Screenplay sobre los excesos del monstruo de Moscú?) y una muerte temprana (Oregon, 1938 – Port Angeles, 1988), es, sin dudas, una de las que mejor canaliza toda esta adicción de la que venimos hablando. Una zona que comienza con san Chéjov, sigue con Hemingway –el de los relatos no el de las novelas– y fluctúa entre narradores como Anderson, Chandler, Carver y Ford. Narradores todos que vieron en cierta banalidad y cierta contrametafísica toda una manera de reinventar los géneros: el del relato, el del cuento y el de la nouvelle. Narradores todos que, para levantar su mundo, se compraron el mismo escalpelo que usaba el de Taganrog y… rasparon.

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CARLOS A. AGUILERA
Carlos A. Aguilera (La Habana, 1970). Escritor. En 1995 ganó el Premio David de poesía, en La Habana, en 2007 la Beca ICORN de la Feria del libro de Frankfurt, y en 2015 la Cintas en Miami. Sus últimos libros publicados son: Umberto Peña. Bocas, dientes, cepillos, restos (monografía, 2020), Teoría de la transficción (antología, 2020), Archivo y terror. Operaciones entre literatura, política, teatro y arte (ensayo, 2019), Luis Cruz Azaceta. No exit (monografía, 2016) y Matadero seis (nouvelle, 2016). Codirigió la revista Diáspora(s) entre 1997 y 2002. Coordina en Rialta la colección FluXus. Reside en Praga.

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