FOTO De cuadernos y agendas

No uso agendas. Ni relojes. Y no los frecuento porque no me gustan, acaso porque son afines. En las pocas agendas que he tenido, si he llegado a registrar algo, es lo que ya ha pasado, lo ya hecho; a veces, simplemente, elaboro listas cuyas entradas voy tachando cada tanto. Rara vez consulto una agenda para conocer mi futuro porque no sé de la seguridad en él. En cambio, conservo una colección de cuadernos bastante abundante. Me gusta volver a ellos para curiosear la caligrafía con que me he ido diciendo. La caligrafía, eso es fundamental; y el tipo de pluma y el color de la tinta y la calidad del papel: que sean hojas blancas, que no tengan rayas, que no las determine nada, ni la cubierta ni el cosido ni el elástico ni el peso. Los cuadernos más singulares que he tenido son los de hojas negras que saturé con tinta plateada, y los más comunes –los más copiosos, por cierto­– los que le hurto a los hoteles con sus diminutas plumas como compinches, monerías para el recuerdo.

Necesito tener dónde escribir. Pero no en una agenda. Las agendas me angustian porque sé que su energía es el cálculo, mientras que la del cuaderno es la improvisación. Si acaba el año, me deshago de ellas. Siempre. Vacías o medio llenas, no quiero saber qué hice, no me interesa evocar esas deudas de tiempo que no liquido nunca. Los cuadernos, al contrario, fundan hileras en mis estantes.

Si las agendas se emplean para planear el futuro, me gusta pensar que los cuadernos de notas se reservan para habitar el presente. Y después, naturalmente, para hurgar en el pasado. Alguien afirma por ahí que en el cuaderno se registra lo que se hizo, mientras que en la agenda se anota lo que se hará. Entre la agenda y el cuaderno hay dos intenciones diversas, casi contrarias: frente a la contemplación que ofrece el cuaderno se opone la acción de la agenda; al orden de la agenda lo contradice el bullicio del cuaderno. Y podría seguir. Una agenda es fácilmente descifrable: las horas, los días, las semanas, los meses, los años las determinan: no hay escape. El dueño de un cuaderno, por el contrario, es también el dueño de su secreto. Es posible que una agenda sea al mismo tiempo un cuaderno, es verdad, pero lo es contradiciendo su naturaleza, usurpando su propósito. Está incapacitada de hacerlo, materialmente. La agenda se alimenta de generalidades mientras que el cuaderno está hecho de particularidades. El propietario de un cuaderno detalla y singulariza. La agenda está hecha para el olvido: su utilidad es inmediata y, por tanto, es un objeto desechable; el cuaderno, en cambio, es atesorable porque, paradójicamente, está concebido para todo y para nada. La agenda es repetición; el cuaderno es novedad. Hay cuadernos de apuntes, de dibujos, de citas, de recetas, de viaje, de bitácora, de vida, de raya, blancos, de cuadros. Y hay agendas de actividades. Y nada más. Grandes, chicas, de escritorio, electrónicas, semanales, mensuales, pero en todo caso siempre agendas de actividades.

Pareciera entonces que el mundo se divide entre los que usan agenda y los que prefieren los cuadernos, pero sabemos que esto no es verdad. O no lo es por lo menos de manera consciente de parte de sus usuarios. La oposición es falsa: es tal el relieve de la agenda y de la acción que privilegia que ha llevado a formar el verbo “agendar” –por cierto, no aceptado por la Academia todavía, aunque sí por el Diccionario de americanismos, lo que me parece particularmente significativo–, pero no hay un verbo que diga “cuadernear”, por ejemplo, no obstante sí “anotar”, “apuntar”, “esbozar”, “escribir”, lo que abona a la idea de la indefinición del artefacto “cuaderno”.

Los que conocen el porvenir dicen que las agendas dejarán de ser objetos y que los teléfonos, que sirven para casi todo, también vendrán por ellas. Pero los cuadernos resisten precisamente porque están indeterminados: un cuaderno es simplemente un conjunto de pliegos “cosidos en forma de libro”, dice la Academia, mientras que la agenda se define como un “cuaderno en que se apunta, para no olvidarlo, aquello que se ha de hacer”. Uno es casi un libro; el otro, apenas, un auxilio para la memoria inmediata.

La famosa marca de libretas, Moleskine, insiste en una idea que parece sostener la vida de estos objetos: no tienen batería ni fecha de caducidad y son, por sí mismos, piezas hermosas. En la era digital, hay que repetirlo, lo material sigue teniendo algún peso. El éxito de esta marca comercial es ejemplo del fenómeno. La empresa italiana que impulsó estos cuadernos tenía como objetivo rescatar unas espléndidas libretas de notas que Bruce Chatwin, escritor inglés de literatura de viajes, había usado, admirado, descrito, bautizado y después buscado infructuosamente, porque los cuadernos dejaron de producirse en París en 1986. Si el acierto de Modo & Modo –la empresa italiana promotora de las célebres libretas– es haber vendido sus cuadernos ligados a una idea romántica poco sustentable históricamente, también es verdad que ese ímpetu no se detuvo ante el advenimiento de los teléfonos inteligentes todopoderosos. Aunque estos ofrezcan espacio para notas y reconozcan de hecho la toma de notas como una actividad usual e inevitable, la noción de su inestabilidad impone una garantía material que los cuadernos sí ofrecen. Fenómeno fetichista o no, los cuadernos se han convertido en objeto comercial rentable, y lo que habría que preguntarse es qué tanto se usan efectivamente y para qué fines. Por suerte, ajenos a la red, los cuadernos nunca nos obsequiarán su cifra. Y esa es otra de sus maravillosas cualidades: el dueño de un cuaderno y su contenido son invisibles para la red: se resisten, anónimos e inexistentes.

Lo que sí sabemos es que hubo cuadernos célebres. Y hay textos literarios que parecen conformar cuadernos. ¿No es acaso el Inventario de José Emilio Pacheco –recién editado como selección por Ediciones Era– un enorme cuaderno de notas? ¿No son Los diarios de Emilio Renzi lo mejor de Ricardo Piglia, por ejemplo? Se afirma que para componerlos se utilizaron los 327 cuadernos que Piglia llevó durante toda su vida como una especie de diario, pero, sobre todo, como una suerte de cuaderno de notas: más atrevido que un diario, más independiente que él. Los 327 cuadernos eran idénticos –marca Congreso, de tapa negra de hule, de 100 páginas a raya­–, y en ellos, Piglia escribió durante sesenta años, aseguran. También se dice que hacerse de este tipo específico de cuadernos en algún momento constituyó para él un verdadero problema. Para Piglia, el tiempo de sus cuadernos es el presente, que es el tiempo de la pasión; por tanto, con sus cuadernos pretendía, lo dijo, retener el tiempo, no perder nunca la sensación de estar en el presente.

Otro cuaderno famoso es el Codex Arundel de Leonardo da Vinci que tiene cerca de 570 páginas en las que trata de todo (disponible, por cierto, en línea, en la British Library); o el libro de Chéjov titulado precisamente Cuadernos de notas (por lo menos en su traducción al castellano), hecho, como sostiene Patricio Pron, de “miniaturas y esbozos escritos para un uso personal y privado”. Al acercarse a textos íntimos como éstos, el lector no abandona la condición de intruso que, desde luego, le permite leer perturbado y gozoso a un tiempo. En general, hay que decir que si se piensa en los cuadernos de escritores se piensa en “diarios” y, como de esos hay tantos, se supone que un cuaderno es invariablemente un diario. Es posible que lo sea, pero, otra vez, asumirlo como tal es otorgarle identidad al cuaderno, una de la que en principio carece. Por otro lado algunos escritores han llevado también cuadernos de apuntes (cada vez más escasos, por cierto) que son herramientas de gran valor para sus lectores: constituyen, nada menos, la posibilidad de reconstruir el taller del autor, o vislumbrar la construcción de la construcción de un taller, proceso que también es fascinante.

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La oportunidad que ofrece un cuaderno a su propietario es la de dotarlo de identidad. Si el impulso del cálculo es grande, será una agenda; si no se quiere pensar, como dice otra vez Piglia, hará listas. En el cuaderno se puede tomar apuntes, copiar citas, hacer esbozos, llenarlos de tripas –fotografías, boletos, programas, hojas, cartas, flores–, hacer cuentas, apuntar contraseñas, planes de viaje, convertirlos en dietario.

Mi sobrina de seis años tiene un cuaderno de poemas, uno de cuentos y uno de canciones; y, como me quiere mucho, me deja que los lea. Mi hermano dejó tras su muerte cajas llenas de cuadernos: hay unos hechos de notas de cine, otros, de fotografía, de teatro, de clases; hay guiones. Todo esto lo puedo tocar, lo llego a medir. Mi sobrina y mi hermano los moran: los miro y los leo en un presente familiar que misteriosamente compartimos. Me gusta pensar que todavía hay cosas que se escapan a la Red, que no todo se comunica a todos, que hay un resquicio de intimidad y libertad custodiado en estos artefactos llamados cuadernos. En el lugar en que trabajo decidieron regalarnos este año un cuaderno de notas en lugar de una agenda: si la determinación fue a favor de la creatividad y la libertad, mejor todavía. Si no, da lo mismo: yo pienso usar el mío para lo que quiera; por suerte, para lo que quiera.

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YLIANA RODRÍGUEZ GONZÁLEZ
Yliana Rodríguez González. Doctora en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es Investigadora de tiempo completo en el Seminario de Edición Crítica de Textos, del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. Ha publicado artículos y reseñas en revistas académicas (Hispanic Review, Revista Crítica de Literatura Latinoamericana y NRFH), así como capítulos en libros colectivos. Es autora de Los lugares comunes en la literatura mexicana hacia el final del siglo XIX: perfil y función (El Colegio de San Luis, 2015), y ha editado, por lo menos, cinco volúmenes. Se especializa en literatura mexicana del siglo XIX (narrativa): prensa y literatura, y lectura, lectores y prácticas lectoras en el Porfiriato.

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