En todos los campos, pero muy particularmente en el de las ideas, el mundo moderno plantea conflictos y urgencias que no puede ignorar el artista. Muchos creadores hacen valer el criterio de que trabajan para las generaciones futuras e, incomprendidos en el presente, se solazan con la esperanza de una curiosa y probable “redención”. Trabajar para el futuro presupone la conciencia del tiempo, y no de un tiempo “inconcreto”. Ese temporalismo, y aun eternismo futurista, deja pues sus raíces en un proceso que comporta la conciencia del presente. A partir de este axioma, el artista queda comprometido. No comprometido por su voluntad, sino por su condición, y condición y voluntad marcharán al unísono o en perenne conflicto. Esto es, que el artista trabajará de acuerdo con los fines concretos de la sociedad en que vive, o en contradicción con ellos. A él le toca decidir. Si la decisión fuese tomada un día, ad aeternum, y con ese día y la decisión tomada bastase para marcar un camino, la orientación de una obra y sobre todo el encuentro de una moral, el compromiso implícito en la toma de conciencia podría reducirse a otros términos: la pérdida de la libertad. Para el intelectual verdadero esto no es posible, y el compromiso se renueva cada día porque ante cada día se le ha de situar en precaria situación. El más corrosivo de los ácidos, la duda, servirá de este modo al movimiento dialéctico, que unas veces barrerá la paja como en un golpe de viento, y otras tomará el camino opuesto. El ácido no disolverá entonces la materia auténtica, sino que poniéndola a prueba, la dejará sin costras y contribuirá a consolidarla. El compromiso queda pues planteado desde fuera, impuesto, pero si arrancamos sus máscaras descubriremos que es la libertad misma. Ella obliga a elegir, e implícitamente impide la no-elección. El único límite a la libertad resulta la libertad. Pero, ¿puede seguirse este tema tomando al intelectual como fuerza viva, creadora, renovadora, libre, consciente, y por consciente prometeicamente estratégica, sin notar que su suerte está ligada a otra fuerza igualmente capaz de vivencia, creación, libertad, conciencia y tragedia?

Si esa conciencia excepcionalmente viva que es el intelectual aflora en Harlem, tendrá que entender la realidad del pueblo negro norteamericano, o si lo prefiere, la de “un” negro norteamericano, y a partir de esa realidad, aceptarla, contradecirla o ignorarla: cualquiera que sea su actitud o su decisión ella lo definirá. Otro tanto tendrá lugar si se trata de un argelino o de un francés. O del más “ario” de los norteamericanos: el problema negro, el capitalismo, el conformismo −como psicología, como imposición y como arma− serán piedras de toque en las que ejercerá su “libertad”, libertad intelectual. Esa libertad, constantemente ejercida, obligando a la conciencia a funcionar receptora y analíticamente, a desmenuzar y a generalizar, se encuentra frente a otra fuerza igualmente viva y cambiante. La sociedad en su conjunto y cada zona o partícula, cada sector y cada clase o subclase, no importa cuáles sean sus características e interpretaciones, está sujeta a un movimiento interno tan complejo y tan necesario como el de la conciencia. Como frente al intelectual −hablamos del “ideal”− se encuentran los sepulcros blanqueados, las conciencias muertas, o no despertadas, así frente a la sociedad sana, actuante, creadora, revolucionaria, viejos y pesados lastres, de fuera y de dentro, tienden a estancarla o blanquearla como sepultura. Pero ni el hombre es cadáver ni la sociedad ahistórica. De ahí que en ella se produzcan también mareas y contramareas, flujos y reflujos, y que en medio de masas aparentemente amorfas corran impetuosas corrientes perfectamente definidas, se formen zonas arremolinadas, se encrespen tempestades y se sigan, se cierren o se abran cursos. Ante una sociedad cambiante −sin entrar a analizar sentidos− el intelectual, cambiante a su vez, debe forzar los pasos y alertar todas las antenas, preparar todas sus armas y piquetas, y no vacilar en marchar contra la corriente o a favor de ella. Conciencia excepcionalmente viva, la conciencia del creador, del destructor, del analista-generalizador no está, según hemos dicho, para acatar la corriente principal. En ocasiones debe crearla. O ayudar a descubrirla. En ocasiones debe inclusive destruirla, o contribuir a hacerlo. Su libertad se confirma de este modo y también su responsabilidad.

Nuestra época es particularmente exigente. No está mal trabajar para el futuro. Pero, entre las revoluciones y la ciencia nos echamos a dormir ayer, y el hoy en que despertamos resulta el que estaba calculado para cincuenta años después. Se han acercado tanto el presente y el futuro que la mente humana, aun la mejor dotada, debe comprender lo que viene por lo que vive, sin que le baste consultar enciclopedias. Por eso la prensa se ha convertido, sin perder su finalidad informativa, en un instrumento de cultura. ¿Por su profundidad? No. Por su actualidad. ¿Cómo escribir un poema para el hombre del año 2000 cuando tal vez para entonces sea un mestizo de terrestre y marciano, con particulares dotes, maravillosas cualidades y lamentables limitaciones? Ante tamañas posibilidades no resulta fácil entender a los preciosos preciosistas que hacen de cada palabra una clave hermé­tica, intocada, y la entregan como un misterio a desentrañar cuando la lengua sea más rica y el hombre más dueño de sus recursos. ¿No les deparará “el futuro” alguna ingrata sorpresa?

No precisa que lo haga una invasión marciana o una terrestre, que parece más probable. Lo ha hecho, en cada caso, cada revolución. Cuidando de su libertad, sin entenderla, puesto que ignoran su correlación con esa otra fuerza, paralela e independiente que es el prójimo, objetivada en la sociedad y su historia −ni arqueológica ni libresca, actuante−, resultan generalmente anonadados al despertar de algún pesado sueño y encontrarse en medio de una sociedad diversa, en la que los fines son otros y otros los resortes. Ya no hay futuro en el sentido etéreo, imponderable, idealista, que les permitía jugar con frases como con nubes y convertir el ingenio en finalidad, del arte, en arma incontaminada por la realidad, y en razón y naturaleza misma de la condición intelectual. El futuro era otro y es presente, y en el horizonte el nuevo futuro, las nuevas metas aparecen claras, libres de zonas nebulosas o de herméticos meandros. Los adoradores del futuro, los deformadores de la realidad, los que caen de rodillas ante el ingenio, los “puros”, resultan ser los “ciegos”. Lo que no pudieron sus contrincantes, lo que no logró la polémica, lo descubre la realidad. Cada revolución es por eso, en todos los órdenes, un replanteo de los valores, de las tablas que los rigen, de las gentes que los encarnan. Con la estructura social se deshace y rehace cada una de sus partículas.

La revolución cubana plantea este problema. Pero no ha logrado resolverlo. Ante una sociedad esclavizada por un complejo de inferioridad nacional impuesto a través de hechos y presiones, teorías falseadoras y recursos de educación y publicidad, ante un rosario de generaciones frustradas, regímenes de corrupción y terror, ante el crimen y el sometimiento, ante una dictadura basada en el hampa, surgida de sus fuentes y controlada por aquella, ante un país saqueado y una cultura arrodillada, no faltaron voces valerosas, voces valiosas, voces precursoras, surgidas y forjadas en medio del combate. Un combate diario, anónimo, fatigante acaso. El combate diario, tesonero, complejo, necesario, de una generación empeñada en encontrar las raíces, en hacer una revolución que pudiera decirse radical con legitimidad a fuerza de ahondar en los problemas y a fuerza de resolverlos desde la raíz y hasta la raíz.

No fueron voces dadas a la evasión, al hermetismo o a los juegos formales, fueron voces aparentemente débiles, momentáneamente dé­biles, voces auténticas sin embargo, porque en el automático replanteo de valores que hace toda revolución, el primero es el de la autenticidad. El primero y el más importante, pues en última instancia este es el problema. Cuando una conciencia se enfrenta a la realidad y la analiza tratando de entenderla, o cuando en acto de introspección busca y ahonda en su propia fisonomía, el proceso intelectual tiene un objetivo, encontrar y definir lo que hay de válido y resistente. Cuando una sociedad a través de un movimiento entre cataclismal y renovador, por el conflicto de fuerzas internas, o por la vía de una insurrección armadas, rompe moldes caducos y derriba obstáculos a su desarrollo y limitaciones de su libertad, la lucha se puede resumir en una frase: esa sociedad lucha por el derecho de ser ella misma y no otra, combate por encontrarse a sí misma, en plenitud, trabaja por su autenticidad.

El triunfo de la revolución marcó en Cuba un fenómeno curioso. El arribismo hizo una nueva zafra. En el campo del arte, “hermé­ticos” y “liberados”, artífices del cinismo ingenioso y del ingenio cínico, se apoderaron de posiciones rectoras y, convertidos en pontí­fices de la cultura, comenzaron a administrarla. No fue desde luego un movimiento de alambicado cálculo. Tampoco el resumen de una larga espera. Pero sí hubo cálculo, y sí hubo, y hay, oportunismo. En medio de la alegría colectiva, mientras en las calles se celebraba el triunfo, pequeñas venganzas y resentimientos mezquinos servían de resorte y motor a las pequeñas figuras y a sus figurines.

Catedrales de paja han sido levantadas. Pontífices de trapo las presiden. Los adoradores son, sin embargo, de carne y hueso, y no siempre deleznables. ¿Qué ha ocurrido? Ha ocurrido que en medio de la construcción todos somos albañiles, y sólo los cómodos, los puros, los que no están dispuestos a comprometer su libertad, “los disponibles”, permanecen leales a la máquina de escribir como instrumento mecánico, tecleable, admirado en su complejidad e inutilizado para la revolución. Ellos prefieren cantar a la máquina de escribir, no a lo que con ella podemos decir, y hacer. Si se hace y se dice con ella afirmativamente se linda con la propaganda; si negativamente, con la contrarrevolución: lo mejor será adorar la máquina y levantarle un altar: un altar al juego, a la complejidad formal, a los resortes. Siempre será curioso, extravagante, inusitado: entonces, y desde esta posición, se podrá posar de inconformista. Para eso sobra el “talento”, el “ingenio”. Además, siempre hay tontos por la tierra, e ingenuos, gentes que andan de rodillas y no conocen otra vía para llegar a…

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Esta es la nueva fórmula, la vieja, la anticuada, la siempre utilizada, la manida fórmula. ¿Qué hacernos con estas corrientes que se titulan nuevas y son antiguas, que se enmascaran con la revolución y se ríen de ella, que apoyan a la revolución y la niegan con su indiferencia en el arte? Sólo hay una fórmula: desenmascararlas en su propio terreno, desenmascararlas con obra. La polémica ideológica puede hacer que los frutos maduren, y puede también humanizar o destruir las catedrales de paja y los pontífices de trapo. Es la polémica ideológica la “rara avis” que nos falta y que debemos promover.

El mundo anda al revés, y los textos y contextos se encargan de confundirlo todo. Son vanguardistas, modernos, contemporáneos, futuristas, avanzados, los más conservadores. Y a más de proclamarse a la vanguardia, hacen de fiscales: los artistas y escritores revolucionarios resultan objeto de su ira. Se les acusa de conservadores.

Los adoradores del ingenio puro, los que vueltos al futuro presienten lo que será el arte de mañana: un juego de cuidados, activos y escalofriantes resortes; los “puros”, los que rechazan el compromiso en nombre de la libertad; los que temen afirmar el presente horrorizados ante los peligros de la propaganda, no tienen mucha confianza en sí mismos ni al parecer en la fuerza y riqueza de nuestra realidad revolucionaria. La libertad no es un dogma. Es el antidogma. No es un principio muerto. No puede ser un lastre.

Enemigos de la corriente principal cuando esta era un peso muerto −sometimiento al extranjero, cultura deforme, falsos valores, conformismo−, no lo podemos ser por inercia, como quien resulta leal a un inalterable principio. Ahora la corriente principal es la revolución: ella puede ser cantada, y también enriquecida mediante el descubrimiento de facetas inéditas, o la eclosión de potencias embrionarias. Ese es ahora el papel del arte, de la cultura toda: mantener viva y activa la revolución, cantarla y renovarla. Es por eso que afirmamos que la libertad se ejerce a diario, y no siempre en la misma dirección, y también por lo que resulta necesario hacer el diario replanteo, el constante análisis de las cosas de acuerdo con el movimiento interno de la conciencia, pero sin olvidar o desconocer la presencia objetiva y actuante del medio que circunda al analizador. La correlación entre la dinámica del hombre y la de la sociedad no tiene fórmulas fijas, pero en una u otra dirección y aún frente a la indiferencia promueve resultados concretos. Es a partir de estos resultados que podemos tener una perspectiva clara sobre la condición conservadora y la renovadora, moderna, de vanguardia. Es posible que un escritor o un artista resulten aisladamente, por sí y para sí mismos, una fuente de valores, incluso una fuente inagotable, plena de riqueza, y que debamos apreciarle por esta razón. Escribimos, sin embargo, en medio de una revolución, sujetos a la presión de una situación límite. ¿Puede hablarse a título de escritor revolucionario, o decir la misa intelectual y hasta administrar la hostia a los iniciados sin tener conciencia de esta situación? Y teniéndola, ¿puede decirse revolucionario quien no afile sus armas para el combate, sus armas de artista? ¿O es que basta inscribirse en milicias y firmar manifiestos?

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ALFREDO GUEVARA
Alfredo Guevara (La Habana, 1925-2013). Funcionario cultural y ensayista, guionista y director cinematográfico. En la década del cincuenta colaboró en la edición de la revista Alma Mater, en la fundación del Grupo Teatro Estudio y participó en la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo. Presidente desde su creación del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos, y director de su publicación oficial, la revista Cine Cubano. Fundador además de la Cinemateca de Cuba, del Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC y director del primer Noticiero ICAIC Latinoamericano. Es autor, entre otros, de los volúmenes de ensayo Revolución es lucidez (1998), Tiempo de fundación (2003), y de ¿Y si fuera una huella? Epistolario (2008). En el 2003 recibió el Premio Nacional de Cine de Cuba en su primera entrega.