Debo a la conjunción del mero azar y la perspicacia de un gran ensayista británico el descubrimiento de Annie Dillard: mientras perseveraba en la lectura de un denso ensayo sobre el cine de Tarkovski escrito por Geoff Dyer descubrí, camuflada en las innúmeras notas al pie que amenazan con devorar el texto, una extraña alusión a “la comedia del éxtasis” en la obra de cierta escritora norteamericana a quien Dyer consideraba “una de las grandes prosistas contemporáneas en lengua inglesa”. Semejante apotegma, proferido por un tipo como Dyer –casi siempre acertado en sus juicios sobre cuestiones estéticas y nada propenso a prodigar elogios inmerecidos– me pareció como mínimo enigmático,[1] y decidí hojear el volumen que había suscitado su entusiasmo: Una temporada en Tinker Creek, de Annie Dillard.
No esperaba demasiado: aunque admiro a Dyer y, a menudo, comparto sus afinidades electivas en el espacio literario, desconfío cuando un artista verbal elogia tan efusivamente a uno de sus contemporáneos,[2] y en ocasiones me gustaría decirle “¡Modera tu entusiasmo!”. Así comencé a leer: primero con escepticismo, pronto, sin embargo, con asombro y creciente fascinación. En efecto, el excéntrico libro de Dillard representa la Literatura Absoluta[3] en una de sus manifestaciones más extremas: apenas tiene precedentes en la literatura anglosajona –o en cualquier otra–[4] y, en su sublime extrañeza, solo admite comparación con las gélidas, perfectas narraciones de la suiza Fleur Jaeggy, cuyo adamantino rigor también informa todo cuanto escribe la norteamericana.[5] Se trata entonces de un volumen estrictamente inclasificable y resulta inútil escrutar la historia literaria anglosajona –o cualquier otra– para establecer una genealogía: aunque Dillard, con insidiosa modestia, alude frecuentemente a Thoreau como su gran predecesor y modelo,[6] en rigor de verdad su narración –por así llamarla– no se parece a casi nada escrito antes o después en lengua inglesa. Solo dos excepciones se me ocurren: Las llanuras, del gran excéntrico australiano Gerald Murnane y El halcón peregrino, de J. A. Baker[7]. Sin embargo, incluso esos ilustres volúmenes difieren ostensiblemente de Una temporada en Tinker Creek: la clave para dilucidar en qué consiste la enérgica singularidad del libro se encuentra, según creo, en una célebre máxima de Thomas Bernhard: “En el fondo no me interesa narrar: cada vez que veo aproximarse un argumento comienzo a socavarlo”.
Esta frase del gran prosista austríaco podría haber sido pronunciada por Dillard: en efecto, la digresión es el procedimiento fundamental de su toda obra y nada podría interesarle menos que “contar una buena historia”[8] (ese perenne lugar común que suele figurar en las contraportadas de los más insulsos bestsellers). No, lo que tenemos aquí es un texto de primer orden, un complejísimo artefacto verbal que mezcla la observación fascinada y paciente de la naturaleza con meditaciones metafísicas, trances extáticos y una prosa purpúrea de casi inaudita plenitud: “Vivo junto a un arroyo, el Tinker, en un valle entre las montañas Blue Ridge de Virginia […] los arroyos son un misterio activo que se renueva minuto a minuto. El suyo es el misterio de la creación continua y de todo lo que supone la providencia: la incertidumbre de la visión, el horror de lo inamovible, la disolución del presente, el acendramiento de la belleza, la presión de la fecundidad, la esquivez de lo libre y la naturaleza defectuosa de la creación”.
Tratamos entonces aquí con una auténtica “mística en estado salvaje” (y apenas existen en la literatura anglosajona), una escritora excepcional que explora los alrededores de su morada “con temor y temblor”, descubriendo el horror y la gloria de la creación en los seres y fenómenos más inverosímiles: chinches acuáticas gigantes, estorninos, mantis religiosas, “las sombras que dan forma y distancia al color”, “tiburones destellando en la costa atlántica […] como si fueran escorpiones fosilizados en ámbar”.
Dos rasgos me parecen esenciales para comprender su poética: la idea de que solo en el mundo visible, en las incesantes metamorfosis de la materia reside el auténtico –el único– mysterium tremendum et fascinans, y la densidad, la casi inabarcable riqueza de su retórica, como si a la representación de un mundo enigmático correspondiesen necesariamente todas las pompas y fastos del lenguaje: muy pocos textos en la literatura contemporánea de cualquier idioma consiguen acercarse a la exuberancia estilística y profundidad metafísica de la ermitaña norteamericana: “aquí afuera el mundo es hostil y lo azaroso no es ninguna sorpresa […] ¿qué pensamos del universo creado que abarca un vacío inconcebible con una inconcebible profusión de formas? ¿O qué pensamos de la nada, esos espeluznantes lapsos de tiempo que se extienden en cualquier dirección? […] Pero si describimos un mundo que se limite a eso, un mundo que no es más que un juego largo y brutal, nos topamos con otro misterio: el influjo del poder y la luz, el canario que canta sobre el cráneo. A menos que todos los seres humanos de todas las edades y razas hayan sido engañados […] parece que la Belleza existe, una gracia completamente gratuita”.
Este extraordinario pasaje es, según creo, la cifra, la roca del fundamento que sostiene todo cuanto ha escrito Dillard: aunque el sentimentalismo no es su fuerte y puede ser, cuando lo desea, tan extrema en su representación de la brutalidad como el propio Cormac McCarthy,[9] resulta obvio para cualquier lector atento que la gran prosista norteamericana se sitúa muy lejos de aquello que Nietzsche llamó “el invitado más extraño”, el nihilismo occidental, y está bien que así sea: la ambigüedad esencial de su postura (“¿Existía un sentido y Dios se fugó con él?”) estriba en el reconocimiento de la radical indiferencia de la naturaleza ante el destino de todo ser viviente y el modo en que articula, de forma simultánea, una intensa percepción de lo enigmático, de lo numinoso inmanente a la portentosa plenitud de la materia: “no sabemos qué ocurre aquí […] nuestra vida es una tenue traza en la superficie del misterio […] pero la exageración es la verdadera esencia de la creación […] la danza eterna de la forma y el significado”.
Es la imaginación creadora encarnada en una artista verbal de primer orden que combina la videncia de Rimbaud o Blake con la precisión de un entomólogo. Y aunque, con frecuencia niega cualquier rigor académico a sus meditaciones (“No soy científica. Exploro los alrededores”), y afirma que solo pretende “examinar el paisaje, descubrir al menos dónde hemos aterrizado”, semejante modestia no nos engaña por un instante: estamos ante un artefacto estético de ambición desmesurada que, en definitiva, articula lo que podría definirse como una gnosis privada: el saber esotérico adquirido por una secta de un solo miembro que –a diferencia de toda religión establecida– no ofrece respuesta alguna y se limita a hundirse con fruición en el misterio: “dicen que la naturaleza se oculta con indiferencia y que la visión es un regalo deliberado […] deambulo buscando una señal. Pero no veo nada. El terror y la belleza insoluble son un hilo púrpura cosido en los flecos de todas las cosas, grandes y pequeñas. Ninguna cultura explica, ningún refugio ofrece un paraíso o un descanso real […] pero a veces salgo a pasear, veo algo […] o algo me ve, algún poder enorme me roza con su ala límpida y resueno como una campana tañida”.
Este es el lenguaje inconfundible del éxtasis místico, de la comunión con lo absolutamente otro, pero una diferencia fundamental perdura, sin embargo: la mujer que escribe estas páginas admirables no adscribe sus percepciones de lo sagrado a dogmas fabricados por diligentes teólogos:[10] mucho más cerca se encuentra de lo que Proust, hacia el final de su vida, llamó “la fe experimental”, allí donde, anonadada por la inaudita intensidad de su experiencia, la narradora comprende que “lo más importante no nos viene dado por el razonamiento sino por otras potencias. Entonces es la inteligencia misma la que, dándose cuenta de su superioridad, abdica de ella por vía del razonamiento”.[11]
Esta idiosincrásica perspectiva le permite articular una obra que, como la poesía de Saint-John Perse, es una alabanza incesante del mundo visible, un cántico nietzscheano que afirma la sacralidad de la materia, la agonía y el éxtasis en el centro de la creación: vertiginoso misticismo pagano que conduce a la escritura de algunos pasajes que rozan lo sublime y apenas tienen paralelo en la prosa anglosajona contemporánea: “Algunos indios solían tallar prolongados surcos a lo largo de los astiles de madera de sus flechas […] yo soy el astil de la flecha, tallada de arriba abajo por inesperadas incisiones del mismo cielo y este libro es el rastro perdido de la sangre”; “La sombra es primordial: define lo real. Informa a mis ojos de que me encuentro aquí, en la escultura defectuosa del mundo, en la sombra parpadeante de la nada que hay entre la luz y yo”; “Pieles de castor, latitud de cero grados, oro”. Dillard, inopinadamente, va incluso más allá de la grandeza estética: muchos de sus mejores fragmentos y aun los títulos de ciertas secciones sugieren la extraordinaria[12] noción del texto como ascesis, como sistema de ejercicios espirituales[13] que, por medio de un esfuerzo constante,[14] intentan convertirse en una prolongación, un remanente verbal del éxtasis no comunicable para transformar de forma definitiva la conciencia de la autora e influir, quizás, en la del lector: concepción casi taumatúrgica de la escritura cuyo único predecesor –y solo hasta cierto punto– parece ser el exaltado Proust de El tiempo recobrado. Así, en el inabarcable panorama de la literatura anglosajona contemporánea, Annie Dillard es una ley para sí misma, un portento y un enigma: solo Cormac McCarthy puede comparársele.
Notas:
[1] Desconocía la existencia de Annie Dillard y, en cualquier caso, ¿qué significaba exactamente esa frase extraña, abstrusa, casi oximorónica –la comedia del éxtasis– que Dyer citaba como si fuera lo más natural del mundo?
[2] Cuestiones que nada tienen que ver con la grandeza estética y todo con las intrigas de los diversos conventículos literarios suelen agazaparse tras las así llamadas rave reviews –traducción aproximada: reseñas sumamente elogiosas– especialmente si hablamos de la escena literaria en Londres o New York.
[3] En el complejo sentido conferido por Roberto Calasso al concepto.
[4] Con la excepción de Thoreau, el gran predecesor a quien, sin embargo, supera con creces.
[5] Pero toda semejanza se detiene ahí: sus poéticas son, en rigor de verdad, muy diferentes.
[6] “Me propongo llevar a cabo lo que Thoreau llamó un diario meteorológico de la mente, contando algunas historias […] mientras exploro, con temor y temblor, algunas de las ignotas y tenues extensiones a las que nos conducen tan vertiginosamente esas historias e imágenes”.
[7] Sin duda uno de los textos más extremos de la literatura anglosajona en su utilización de ciertos procedimientos narrativos: allí el autor intenta representar el flujo incesante de la naturaleza desde el punto de vista de un halcón peregrino, eludiendo toda presencia humana, y, en cierto sentido, lo consigue. Este libro extraordinario, apenas conocido en lengua española, merecería un extenso ensayo, pero no seré yo quien lo escriba.
[8] Como alguien dijo sobre Proust –que podía dedicar 150 páginas a representar una velada en el palacio de la duquesa de Guermantes— “sería absurdo leerlo con la intención de entretenerse”. Pero, en rigor de verdad, si el lector no se arredra, puede percibir la inexorable progresión de un argumento en la casi infinita novela francesa. En el texto de Dillard, por el contrario, nada remotamente parecido a una trama se despliega, a no ser que consideremos como tal el mero fluir del tiempo, que la autora enfatiza con su meticulosa descripción de los cambios en la naturaleza.
[9] Verbigracia, sus descripciones de los repulsivos hábitos de la chinche acuática gigante o la mantis religiosa: pocas veces un estilo tan refinado se ha utilizado para describir semejante fenómeno.
[10] Que, irónicamente, son a menudo místicos frustrados.
[11] Proust, El tiempo recobrado.
[12] Al menos en el siglo XX.
[13] En el sentido que el filósofo Pierre Hadot ha conferido al término.
[14] Esto es: llevando la prosa al límite más extremo, allí donde consigue sugerir la existencia de emociones y percepciones que se encuentran más allá del lenguaje. Naturalmente (y esta es la suprema paradoja o ironía intrínseca a cualquier intento de comunicar la unio mystica ), esto solo puede conseguirse aprovechando todos los artificios de la retórica: precisamente aquello que la experiencia intransferible pretende abolir.