Heberto Padilla y Norberto Fuentes en un fotograma del documental 'El caso Padilla', Pavel Giroud dir., 2022
Heberto Padilla y Norberto Fuentes en un fotograma del documental 'El caso Padilla', Pavel Giroud dir., 2022

En los tiempos en que asistía a la secundaria, poco antes del colapso resultante de la caída del campo socialista, las reuniones de análisis y evaluación del comportamiento se sucedían con regularidad mensual y una dramaturgia repetitiva que resultaba siempre sorprendentemente eficaz. Uno por uno, todos y todas íbamos pasando en aquellas reuniones (de acuerdo a un orden predeterminado por la lista de asistencia) a recibir las críticas de los demás estudiantes del grupo y los profesores y, sobre todo, para confesar públicamente las faltas cometidas en el período correspondiente. Crítica y autocrítica eran los dos nodos de una dramaturgia que alternaban para asegurar que ninguna falta quedara sin ser detectada, analizada y resuelta en un proceso que debía concluir con una disculpa o, cuando todo iba bien, con una felicitación ganada por la aceptación de la crítica y la capacidad de superar las faltas señaladas.

Viendo el documental El caso Padilla recordé alguna de las decenas de iteraciones de aquellas puestas en escena, en particular de la sección de la autocrítica. Y fue probablemente porque la autoinculpación que Heberto Padilla realizó con la exuberancia propia del performance y el convencimiento de un actor del que no puede saberse por completo en qué punto se disuelve a sí mismo en la representación, apunta no solo a la revelación del entramado totalitario que lleva de la cárcel a la confesión, sino a las dinámicas de disciplinamiento de toda una sociedad. La autoinculpación política en Cuba aparece, así, como una de las instancias posibles –y extremas, pues deriva de procesos de encarcelamiento y alguna forma de tortura– resultante de las lógicas de la existencia en la vida totalitaria.

En la autocrítica pioneril –el apellido no es imprescindible pero sí ilustrativo del espacio privilegiado de su existencia, la formación educativa en los grados de la educación primaria y secundaria– no solo se educaba para la confesión sino para todo el entramado de corte inquisitorial dentro del cual la autocrítica cobraba sentido. Esta sucedía siempre a continuación (o al menos así quedó registrado en mi memoria) del llamado directo a su ejecución: “¡autocritíquese!”, y consistía en enumerar las faltas en los deberes educativos como tareas, estudio individual o grupal, exámenes o conducta en el aula. También incluía de forma implícita las faltas en el seguimiento de los valores esperables en los pioneros revolucionarios. La autosuficiencia, la negación a colaborar con otros o la avaricia eran faltas que había que mencionar. La autocrítica siempre resultaba problemática pues, aunque podía ser cuestionada (esa era la idea) por la crítica de los demás estudiantes del grupo, demandaba una habilidad para encontrar el punto medio, una especie de equilibrio entre el recato y el arrojo. Una autocrítica demasiado floja, autocomplaciente, conducía casi con seguridad al reforzamiento de la crítica, y al ensañamiento resentido por parte de los otros, frente a lo que se percibía como un intento de escapar del señalamiento, el regaño y la exhibición pública de las faltas. Pero una autocrítica excesiva contra sí mismo era también mal vista, y percibida como pedantería y falsa modestia.

La confesión, con sus dinámicas liminales, es un componente fundamental de la autocrítica, y es protagónica también en la autoinculpación. Ambas son además públicas, lo cual indica que el disciplinamiento que buscan no opera únicamente hacia la producción de un sujeto individual específico, sino hacia el conjunto social: la autocrítica y la autoinculpación son siempre de alguna forma, a la vez que autodisciplinamiento, montaje público ejemplarizante.  En el caso de la autoinculpación, sin embargo, la dinámica confesional es más radical, y sus resonancias religiosas se vuelven más explícitas. Si la autocrítica pioneril requería una cierta dosis de equilibrio, la autoinculpación que aparece en el caso Padilla o en los conocidos Procesos de Moscú de la década del treinta tiende a volverse, por el hecho de ser resultado de la presión del aparato estatal a través de sus mecanismos de privación de libertad y tortura, más extrema.

El tono inquisitorial de la autoinculpación se revela no solo en el hecho de que suele aparecer después de un período largo de reclusión y sometimiento a formas variadas y más o menos extremas de tortura física y/o psicológica. Se encuentra también en la estructura misma de la que forma parte. La confesión del pecado es, en la conversión religiosa, la condición inexcusable que permite el cambio de vida implicado por la aceptación de la nueva fe. El no creyente, o el creyente que se ha desviado del camino y requiere corregir el rumbo, debe confesar sus pecados, y la confesión funciona como la manifestación pública de la necesaria expiación. Esta puede, y suele ir, acompañada también de la delación de pecados ajenos, pues la prueba mayor de la “buena fe” de la confesión estriba en la capacidad de compelir a otros a la aceptación y, por tanto, a la exhibición de sus pecados.

En el caso de Heberto Padilla, estas etapas son discernibles a través de las continuas referencias al sitio de encarcelamiento (Villa Marista) como “en la Seguridad del Estado”, usando como locativo el nombre del cuerpo represivo que lo tuvo encarcelado durante 37 días y la manera en que lo describe como un lugar donde le ha sido posible reflexionar y cuestionarse y reconocer, sin presión alguna, su “traición”. Es muy claro que estar en una cárcel de la Seguridad del Estado no puede compararse de manera alguna con un retiro meditativo o espiritual, en particular si lo que resulta de dicha estancia es una estruendosa confesión forzada de culpabilidad, pero referirlo de esa manera conduce a que la autoinculpación sea presentada en términos de un proceso de aceptación de la culpa, expiación y catarsis (delación mediante).

Aunque la autoinculpación de Heberto Padilla no ocurrió en un entorno religioso, su puesta en escena recurrió a esta dramaturgia, quizás de manera intencional, para añadir verosimilitud a una confesión de culpabilidad que es por otra parte tan endeble que la pregunta que surge de forma inevitable después de ver lo mismo el documental de Pavel Giroud, que las horas de metraje no editado puestas en circulación por Jorge Ferrer, es: ¿pero culpable de qué exactamente?

La “revolución” tiene siempre, por supuesto, una respuesta a esa pregunta: culpable de no estar con la revolución, de no ser suficientemente revolucionario, o de estar en contra de la revolución. Y aquí se revela el componente religioso que hace posible trazar analogías entre la confesión derivada del proceso inquisitorial y la autoinculpación derivada de la represión totalitaria: la revolución como ente trascedente, ajena y por encima de los conflictos humanos, y por esa razón capaz de dictar las normas de la vida humana, que debe ser servida y adorada. La entidad suprahumana y divina que es la revolución demanda, para su propio sustento, de la confesión, la expiación y la delación.

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Las memorias de la autocrítica escolar han sido devueltas recientemente a la presencia pública por un fragmento del documental La nueva escuela (Jorge Fraga, 1973), compartido en Facebook por la investigadora María Caridad Cumaná. En él puede apreciarse directamente un ejemplo de aquellos análisis grupales con los que fueron disciplinadas varias generaciones de cubanos. La estructura inquisitorial reconocible en la autoinculpación de Padilla, no aparece en todas las autoinculpaciones recurrentes de la historia del totalitarismo cubano; pero autocrítica y autoinculpación son centrales para la reproducción del terror totalitario y el sostenimiento de su estructura de poder.

Las imágenes de la autoinculpación de Padilla tuvieron que esperar casi 52 años para poder ser sacadas del sitio donde el ICAIC las había mantenido bajo resguardo. El Gobierno cubano circuló inicialmente las palabras de la autoinculpación solo en su versión escrita. Décadas después, atestiguar directamente en video las palabras y los gestos de Padilla, reaviva la discusión sobre el carácter performativo de su actuación. Como todo performance, su presentación tiene una opacidad propia que hace difícil saldar de forma definitiva una lectura de los sucesos. Hay tanto una confesión, necesaria para poder cerrar el proceso y con ese cierre, salir de la cárcel, como una develación de los mecanismos totalitarios que han conducido a la confesión misma.

De parte del aparato productor de confesiones que es la Seguridad del Estado cubana, el caso Padilla no es el único ni el último de los procesos de autoinculpación que son precedidos por encarcelamientos y torturas de diversa índole. El caso Padilla es, en todo caso, un ejemplo relevante de una práctica más común de lo que desearíamos. Décadas después de aquella fatídica reunión en la sede de la UNEAC, la televisión cubana y la Seguridad del Estado trabajaron de conjunto para producir Las razones de Cuba, un programa televisivo en el que la confesión de los inculpados constituía el centro dramático de un montaje cuya idea central era y sigue siendo que la oposición a la “revolución” está conformada únicamente por mercenarios al servicio de Estados Unidos. Las razones de Cuba establece un formato para la autoinculpación como espectáculo público ejemplarizante, disciplinamiento para sí y para los otros. El ejemplo más reciente de tal práctica son las “confesiones” de Sulmira Martínez Pérez y Daniel Moreno de la Peña.

En el caso de Sulmira, confesó haber hecho la página de Facebook que provocó su encarcelamiento “por dinero”. Nuevamente la pregunta es: ¿pero de qué, realmente, se autoinculpa? Una página de Facebook contestaria y abiertamente opuesta al régimen que ha crecido en seguidores y tiene presencia pública; el tipo de “traiciones” que no pueden ser hoy toleradas, equivalentes a publicar poesía derrotista o tener una actitud altanera y cuestionadora en las primeras décadas de Gobierno totalitario. Pero Sulmira ha aparecido en la televisión asumiendo esa culpa de un delito que no podría ser un delito si el manto del totalitarismo y su apelación a esa entidad suprahumana y justificadora de cualquier horror denominada revolución, no permitiera semejante atrocidad.

Las autoinculpaciones filmadas no son siempre destinadas a su exposición pública. Se quedan a veces guardadas y funcionan como amenazas veladas. El artista Hamlet Lavastida, que estuvo preso en Villa Marista entre julio y septiembre de 2021, explicó recientemente cómo funcionan en la práctica esas autoinculpaciones que la televisión cubana presenta luego como evidencia de delito. “Te llevan allí –cuenta Hamlet– después de una extensiva y prolongada exposición a tortura psicológica durante meses”. El cuarto de filmación está diseñado como un escenario en el que confluye la estética carcelaria con la de un programa de televisión desaliñado, donde el inculpado es el centro de atención y los interrogadores están fuera del cuadro de filmación. No se exige allí directamente una confesión, pero esta puede emerger de las preguntas y las tácticas que buscan “el colapso de la voluntad para, a partir de ahí, conseguir una autoexposición conducida por los interrogadores, pues ellos te van indicando, orientando las preguntas. A partir de este punto uno queda neutralizado, paralizado por la sorpresa de verse conducido a tal trance”. La experiencia de Hamlet se ha convertido en los últimos años, con particular intensidad con la represión posterior al 11J, en algo recurrente. El activista Raúl Soblett cuenta una experiencia similar y, más recientemente, un grupo de periodistas de medios independientes resultaron también amenazados con la publicación de videos obtenidos bajo coerción si no abandonaban su trabajo para esos medios.

La forma en que las autoinculpaciones se producen –bajo coerción, precedidas de alguna forma de tortura, con la incertidumbre para las víctimas de cuál será el destino y el uso de esos testimonios– vuelve en cierta medida inútil la pretensión de determinar cuán realistas o verídicas pueden ser las confesiones que se han vuelto prácticamente costumbre en la televisión cubana en los últimos años. Si bien el carácter performático del caso Padilla se continuará discutiendo sin que una lectura única dé por saldado el debate de cuál fue exactamente su naturaleza, las decenas de casos que pueblan la historia de la represión totalitaria en Cuba, nos orientan al reconocimiento de sus lógicas constitutivas, y ellas aparecen no solo en la autoinculpación como producto terminado sino en las dinámicas disciplinarias de la autocrítica, así como también en la demanda impuesta y autoasumida en muchos casos, de que el ser revolucionario requiere del entusiasmo y el espíritu combativo que la “revolución” demandaba de sus intelectuales y ha demandado de todos sus participantes durante poco más de seis décadas. La autocrítica y la autoinculpación son, principalmente, géneros dramatúrgicos del poder totalitario, y corresponde a quienes hemos vivido bajo el régimen disciplinario que los demanda como condición de pertenencia, desmontarlos y negarles la legitimidad que pretenden.

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2 comentarios

  1. Gracias Hilda, por tu artículo. El tema es importante y más ahora que ha salido a la luz pública la grabación de Padilla. Analicé el tema, incluso, el documental La nueva escuela (1973) de Jorge Fraga, en un ensayo sobre De cierta Manera, la película de Sara Gómez (que también se organiza a partir de otra escena de autocrítica en una fábrica de autobuses en La Habana), y en mi último libro, Representaciones del Mal: brujos y ñáñigos en Cuba (2021). En esos ensayos también hablo de la confesión de Padilla en iguales términos de religiosidad / seguridad y norma política. El tema, por supuesto, da para mucho más. Gracias de nuevo por tu artículo.

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