La tumba de Enric Miralles
La tumba de Enric Miralles

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En 1971, Aldo Rossi casi muere de un accidente de tráfico. Su auto y su cuerpo sufrieron con igual violencia el enorme peso de la gravedad. En ese momento su libro La arquitectura de la ciudad ya se había convertido en un clásico y la simplicidad monumental de su arquitectura comenzaba a ser mundialmente reconocida. En la cama del pequeño hospital de Slavonski Brod, según él mismo cuenta, nacieron las primeras ideas para el proyecto del cementerio de San Cataldo al mismo tiempo que concluía su juventud. Demasiado preocupado por el resultado de todo, pensó con calma aquel espacio donde multiplicamos nuestros cadáveres, que es el más complejo laberinto al final del todo.

Veintiséis años después, una vez más su auto y su cuerpo fueron destrozados en otro accidente de tráfico. De esta vez, nunca sabremos lo que perduró en su mente los últimos diez días que permaneció inconsciente en una cama del Hospital de San Rafaelle de Milán. Quizás pensó en la cruel paradoja de habitar el cementerio que él mismo diseñó, y donde finalmente sería enterrado. O en las palabras que nunca se atrevió a escribir. O en los proyectos que otros culminarían por él. Puede incluso que haya usado ese tiempo para reconciliar su inconformidad con la muerte. Es tan triste morir en vano, como vivir en vano.

En silencio, allí en Módena, toda la simplicidad y la monumentalidad de una vida quedó convertida en forma.

Cementerio de San Cataldo por Aldo Rossi
Cementerio de San Cataldo por Aldo Rossi

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Enric Miralles siempre jugó con el azar y el azar con él. Su raro placer por el juego y la equivocación lo demuestran sus torcidas maquetas de madera, sus dibujos azarosos o sus palabras pensadas en verso, pero escritas en prosa. Siendo uno de los arquitectos más brillantes de finales del siglo XX, junto a su esposa Carme Pinos diseñó otro cementerio en Cataluña, el de Igualada. Esta vez con la idea de que “un cementerio no es una tumba, sino más bien una relación con el paisaje y con el olvido.”

Borges, que admiraba estoico la maestría de Dios, lamentaba en sus versos la ironía de haber recibido por igual el placer de la lectura y la ceguera. Enric en cruel y similar paradoja, recibió de manera prematura la fama y la muerte. Un tumor cerebral apago su cuerpo durante los últimos meses que pasó con su familia en Barcelona. En el Cementerio de Igualada, manos anónimas y delicadas, han escrito sobre el hormigón de su tumba mensajes de amor y admiración. En esas palabras, hoy podemos leer el mismo abrazo escrito desde todas las formas e idiomas.

Imagino que una vez que supo que terminaría allí, cada plano, cada conversación, cada maqueta, cada dibujo del proyecto, y de su relación con el paisaje y con el olvido, tomó otro sentido en su cabeza. Quizás revisó aquellos planos hechos a mano por él y encontró ideas inconclusas. Quizás lamentó las decisiones apresuradas que la construcción demanda. A los arquitectos como Enric no les interesa su cuerpo, solo aquello que los sobrevive, y que también son ellos mismos.

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Cementerio de Igualada por Enric Miralles (FOTO Joe Abreu)
Cementerio de Igualada por Enric Miralles (FOTO Joe Abreu)

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Doce años después de la muerte de Enric Miralles se celebró en Barcelona un coloquio en su nombre y la presentación de un nuevo libro sobre su obra. Las palabras iniciales estuvieron a cargo de Luis Mansilla, un madrileño a quien los arquitectos en el siglo XXI le debemos mucho de lo que pensamos y de lo que nos atormenta.

Lo más seguro es que ese día en un butacón de su habitación de hotel, Luis preparaba su discurso. Garabateaba en su cuaderno, tratando de organizar las ideas sobre otro arquitecto de su generación, que admira, que extraña y que siente que su obra trasciende nuestra comprensión. Su obsesión por Richard Rorty, por Perec y por Deleuze seguramente daban curso a su lápiz. Frente al suceso repentino de la muerte de Miralles, el pensamiento de que todo en esta vida quedará inconcluso, tomaba forma frente a él.

Fue el propio Emilio Tuñon, su mejor amigo y socio del Estudio, quien encontró su cuerpo inerte sobre el suelo de la habitación. Sin ninguna explicación racional, nuestra relación con el azar es la del abuso mutuo, cuando creemos que lo hemos forzado a nuestra conveniencia abusa de nosotros para recordarnos su presencia. El fin de las cosas sigue siendo un gesto mínimo y enorme.

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Una mañana de algún día soleado, paseando Le Corbusier por una playa mediterránea, se encontró una almeja muerta que la marea coloco en sus pies. La recogió admirado por su forma, en una reflexión que es también una incomprensión del trabajo de la naturaleza. Eso que vio, que es ciertamente intransferible a nosotros, fue lo que después dio forma al proyecto de la catedral de Ronchamp. En su gigante techo curvo de hormigón, que baña de luz y de color ese lugar creado para la inmortalidad, podemos entender hoy el claro origen de esa idea.

Otra mañana, tan parecida a todas las mañanas frente al mar, salió a dar otro paseo por la misma orilla, y darse su baño habitual contradiciendo a su doctor. No sabemos si esta vez encontró otro amuleto, otra catedral o si logró resolver su última prosa en soledad. La diferencia de escala entre el cuerpo de los arquitectos y su obra, por cuestiones naturales siempre es injusta. Al caer la tarde unos pescadores descubrieron en la orilla el cadáver de un anciano rodeado de almejas y otras cosas que devolvió el mar.

Catedral de Ronchamp por Le Corbusier
Catedral de Ronchamp por Le Corbusier

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Las obras de arte de Robert Smithson hoy se difuminan como espejos en miles de piezas de otros arquitectos y artistas. Su trabajo constituyó un esfuerzo inmenso por pretender, desde las limitaciones de lo posible, la construcción de un infinito a la medida de nuestros parpados. La más ambiciosa de estas, Amarillo Ramp se encuentra localizada en el desierto que fue antes un lago de Texas. Para llevarla a cabo se necesitó un sitio idóneo e inmensos movimientos de tierra y maquinaria.

En una tarde, igual a todas las tardes del desierto, desde un avión en el cielo Robert buscaba el ángulo perfecto para fotografiar el comienzo de la construcción de su pieza. Miraba concentrado la arena infinita buscando algo que lo hiciera inmortalizar ese momento. Quizá le disgustó la escala del montículo en construcción, quizá se arrepintió de hacerla en ese sitio mientras miraba el vasto desierto. Pero todas estas cosas pierden importancia en el momento en que el avión comienza a temblar, cambia su trayectoria, y uno sabe que el curso terminará en la arena. En esos infames últimos minutos producidos por la gravedad, no sabemos si Smithson culpo a Amarillo Ramp de acabar con su vida y sus proyectos; o si una pálida sonrisa vaga dibujó un último gesto de plenitud.

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A estos cinco hombres, no los une la biografía de sus muertes, sino la fraternidad de sus metáforas.

'Amarillo Ramp' por Robert Smithson
‘Amarillo Ramp’ por Robert Smithson
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1 comentario

  1. Oye que buen texto Fernando. Que buenas ideas reunidas sobre el azar la muerte etc y la arquitectura, claro. Me dejó pensando un largo rato sobre todo eso. Te agradezco. Un abrazo. Orlando H.

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