Manifestante levanta una bandera ensangrentada, el pasado 11 de julio durante la revuelta popular en Cuba. (Foto original: AFP)
Elías Rizo León levanta una bandera ensangrentada, el pasado 11 de julio durante la revuelta popular en Cuba. (Foto original: AFP)

El domingo 11 de julio los cubanos se lanzaron en un viaje de no retorno hacia el futuro. Decididos a sustraerse a la opresión y la miseria, protestaron masivamente a lo largo de la Isla al grito de libertad. Resulta casi imposible hacer una radiografía cierta de cuál es la situación en Cuba este 15 de julio. Las noticias que llegan son escasas y confusas, debido al apagón comunicativo que el Gobierno ha impuesto y que apenas, en las últimas horas, comienza a ser levantado.

Mientras se suceden testimonios que invitan a pensar que la revuelta popular ha sido por ahora contenida, las imágenes de las manifestaciones, de la brutal represión y la fuerte militarización que ha llenado de estupor a cubanos en la Isla y todas partes del mundo, emergen a cuentagotas y pronto se hacen virales en la comunidad virtual de las redes. Medios independientes reportan una cifra de miles de detenidos y la prensa oficial ha admitido un muerto durante las protestas, aunque los videos y las denuncias que circulan hacen presumir un saldo mayor.

Miguel Díaz-Canel, quien ha relevado este año a Raúl Castro en la dirección del Partido Comunista, convirtiéndose así en el primer dirigente ajeno al clan de los Castro en encabezar tanto el Gobierno como el partido único, no ha escondido que su administración significa una continuidad en todos los órdenes de las de sus antecesores. Ante las protestas ciudadanas en la Isla, el gobernante ha llamado indisimuladamente a la violencia contra amplios sectores de la población que reclaman libertad y derechos ciudadanos, y ha responsabilizado, contra toda evidencia, al Gobierno de Estados Unidos de provocar la revuelta popular.

De esta manera, en su reacción a las protestas, el actual presidente cubano no se ha desviado un ápice del relato ideológico con que Fidel Castro consolidó su poder omnímodo y gestionó los momentos de crisis ocurridos durante casi medio siglo de gobierno. La retórica con que ha desvirtuado la legitimidad de los manifestantes, justificado la represión e incitado a la violencia entre cubanos retoma el discurso del apartheid político con que el régimen ha cimentado su hegemonía hasta la actualidad. La doctrina histórica que enuncia “la calle es de los revolucionarios”, reactivada en estos días por Díaz-Canel, ha sustentado durante décadas las expresiones de violencia pública y de exclusión social a través de las que el Estado cubano ha gestionado la disidencia ciudadana.

La criminalización de los manifestantes –calificados desde el poder como “vándalos”, “delincuentes”, “anexionistas” o, incluso, “alcoholizados”– no sólo hermana, en la caracterización de las protestas, al Gobierno cubano con sus homólogos de derecha en Colombia, Chile o Puerto Rico, sino que tributa a una tradición discursiva en la que la existencia de sectores sociales pobres o de recursos limitados, racializados, a los que fue imposible “integrar” del todo a las dinámicas de control social, ha sido enmascarada mediante la retórica eugenésica de las lacras sociales, el elemento antisocial y los vicios heredados de la sociedad anterior.

No existen diferencias sustanciales de fondo entre la manera en que la élite del poder en Cuba ha reaccionado al conflicto actual y la forma en que gestionó, por ejemplo, el asalto en 1980 a la embajada del Perú –que desencadenó el éxodo del Mariel–, o la protesta de 1994 en el litoral habanero conocida como el Maleconazo.

Fidel Castro solía calificar de “escorias” a quienes mostraban su descontento u oposición a inicios de la década de los ochenta y, en un famoso discurso, llegaba a decir que a “quien no tenga genes revolucionarios [sic] no lo queremos, no lo necesitamos”. Su palabra se convertía en el sustrato de eventos de violencia planificada –encabezados, como hoy, por colectivos paraestatales– a lo largo del país con anuencia y apoyo logístico del poder. Se escenificaba el presunto repudio social de la mayoría a quienes hacían público su disenso. En 1994, Castro llamaba “apátridas” a los habaneros que protagonizaron la manifestación que se extendió por horas desde el Malecón hasta los barrios de La Habana Vieja y culpaba a los Estados Unidos de querer impulsar un “baño de sangre” en la Isla.

El éxodo del Mariel o la Crisis de los balseros que sucedió al Maleconazo fueron eventos de purga a través de los que el poder solucionó los conflictos sociales; la “invitación” a abandonar el país para los opositores y descontentos fue la válvula de escape con que el Estado aplacó el disenso. Invariablemente, las crisis de gobernabilidad se han asumido por el poder revolucionario con altas dosis de violencia. Su estabilidad se ha sostenido mediante la aniquilación sistemática del pluralismo.

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Pero si el discurso supremacista y la violencia planificada de la élite del poder en Cuba son la continuidad de una ideología y una práctica históricas, la sociedad cubana resulta hoy, por el contrario, mucho más diversa y plural, se organiza, relaciona y comunica progresivamente fuera de los mecanismos de control y el monopolio comunicativo del Estado. En los últimos años, la emergencia de movimientos feministas, antirracistas, ambientalistas, animalistas, LGTBIQ+, así como la resistencia del Movimiento de San Isidro y la protesta de artistas e intelectuales frente al Ministerio de Cultura del 27 de noviembre de 2020, demuestran la obsolescencia del relato de oposiciones binarias, propio de la Guerra Fría, con que los estandartes mediáticos, organizaciones y figuras internacionales de la izquierda tradicional más ortodoxa comienzan a asumir el conflicto entre el Gobierno, la sociedad civil y el pueblo en general.

Esta vez, como siempre en la historia reciente de Cuba, el embargo estadounidense ha sido instrumentalizado por políticos, ideólogos e intelectuales colaboracionistas para consentir la represión, para matizar el crimen, para garantizar la inmunidad y eternizar el despotismo. Si bien el embargo ha impactado en el deterioro de las condiciones de vida de los cubanos y no hay evidencia empírica de que haya contribuido a una mayor democratización de la sociedad en seis décadas, su saldo más nocivo a la postre ha sido el de servir como apoyatura para el apogeo de corrientes ideológicas supremacistas, para supeditar la posibilidad democrática a la agenda antiliberal maniquea y, sobre todo, ha servido como carta de legitimidad para el ejercicio totalitario del poder. Las voces de miles y miles de cubanos que han salido a la calle a exigir libertad y el fin de la dictadura son canceladas hoy por una élite intelectual que ha decidido mirar a otro lado, negar la realidad y sus contradicciones: una élite que, incapaz de pronunciar una frase ultrajante a la autoridad, aboga por la paz y la solidaridad mientras le guiña el ojo al poder.

En Cuba, como ha hecho notar Iván de la Nuez, impera un Estado comunista que está obligado a gobernar sobre una sociedad que es ya poscomunista. Un Estado que asimila rasgos de la economía de mercado, pero es por el contrario incapaz de admitir la pluralidad democrática que corresponde a una ciudadanía cada vez más diversa.

Quienes, desde ciertos sectores de la izquierda, por prebendas, intereses partidistas o lealtades ideológicas, invisibilizan o deforman la lucha de la sociedad cubana y su anhelo de un futuro de prosperidad, democracia y libertades, engrosan, como los neofascistas con respecto a las protestas en los Estados neoliberales del continente, las filas de la reacción. Quienes supeditan la complejidad y amplitud de los reclamos de los pueblos colombiano, chileno, boricua o cubano a un determinismo geopolítico se sitúan indefectiblemente del lado de los opresores.

La ciudadanía cubana, bajo asedio de una clase política despótica, esforzada en impedir la mutación de la sociedad hacia un horizonte democrático, necesita del apoyo de la comunidad intelectual internacional en su lucha por reivindicaciones sociales y políticas, y en su resistencia ante las síntesis del discurso de la dominación.

La democracia en Cuba existe hoy como fuerza simbólica, como reclamo en las calles y también como potencialidad aún sin asidero ni referentes ni liderazgos precisos, como anhelo de una sociedad atomizada, agraviada, resentida y excluida por décadas de opresión y expropiación de derechos. A partir de la asunción de una comunidad plural, corresponde ahora generar las condiciones de posibilidad para una República democrática.

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