‘El prófugo’, de la cineasta argentina Natalia Meta, una inmersión en los dominios del thriller

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Fotograma de ‘El prófugo’, Natalia Meta, dir., 2020

La competencia de la 70 edición del Festival Internacional de Cine de Berlín abrió con una película argentina bastante singular en el panorama fílmico latinoamericano. El prófugo es el segundo largometraje de ficción de la directora Natalia Meta, conocida por su Muerte en Buenos Aires, una obra que, sin el grado de cualificación estética alcanzado en esta nueva entrega, también proponía un inteligente manejo de las convenciones del cine de género.

El prófugo llama particularmente la atención porque emprende un ensayo genérico que recupera el molde clásico del thriller, en un escenario donde se privilegia el género como coartada estilística antes que como experiencia cultural autónoma. Flirteando con otras derivaciones de esta experiencia de lenguaje –suspense, drama psicológico, terror, gótico– este filme parece insistir en que el género vale por sí mismo.

Aunque hace algunas décadas ya se erosionó esa oposición, empuñada por el Movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano, entre cine de autor o cine de arte y cine comercial, todavía hoy el cine latinoamericano más celebrado internacionalmente, sobre todo en la red de festivales, continúa siendo uno de aliento autoral, bastante estilizado en su formulación estética, como lo demuestran las exitosas películas de Amat Escalante, Celina Murga, Lucrecia Martel, Carlos Reygadas… Los ejercicios audiovisuales interesados en los géneros que consiguen notoriedad suelen ser aquellos donde los códigos se asumen como camuflaje formal capaz de trasuntar determinados acercamientos a la realidad del subcontinente.

El resultado específicamente cinematográfico de El prófugo es admirable desde todo punto de vista. Este filme, por supuesto, soporta lecturas enrumbadas a entrever una meditación sobre el deseo femenino, o sobre la forma en que el deseo íntimo de una mujer puede ser manipulado por las expectativas que los otros tienen de ella –la propia directora se ha encargado de subrayar esta perspectiva–. Sin embargo, la película es, sobre todo, una aventura estilística que vuelve sobre la experiencia cinematográfica del thriller psicológico, y milita con personalidad y voz propia en las pautas narrativas y conceptuales instituidas por este género.

Siendo el thriller el esquema de fondo, El prófugo se adentra en la patología psíquica de su personaje protagónico, en el mundo que ese trastorno genera. Decía antes que la realización asume pautas de otros esquemas fílmicos –la primera media hora del metraje pulsa, por ejemplo, una sensibilidad muy próxima a la comedia–, una apelación intergenérica resuelta con suma organicidad a nivel estructural y expresivo, que confiesa la importancia que Natalia Meta deposita en la construcción misma, en el valor dramático y expresivo de la música, del sonido, de la fotografía…, al punto de que estos rubros informan más acerca del meollo dramático que la historia misma.

Natalia Meta ha realizado un filme que apela a las emociones que puede despertar en el espectador la voluptuosidad estilística del thriller; estos tintes compositivos son los que hacen de esta entrega de la directora argentina una obra tan notable, que demuestra –ajena a cualquier vocación política, multicultural o antropológica– las cualidades culturales ganadas por el cine latinoamericano.

Inspirada en la novela El mal menor, escrita por el también argentino C.E. Feiling, El prófugo sigue la progresiva pérdida de la razón de Inés, una cantante lírica, miembro de un coro profesional, que, además, trabaja haciendo doblajes de películas de clase B, con las que experimenta en carne propia el pavor, el sobrecogimiento, las conmociones que aspira a generar el cine de terror.

Inés comienza a perder gradualmente su noción de la realidad luego de que su novio, durante un viaje de vacaciones que realizaron juntos a México, se suicidara en medio de una tensa discusión. Al retomar su cotidianidad, ella empieza a sufrir el acoso de unos seres denominados “intrusos” como descubrirá en algún momento. Presencias sobrenaturales que se presentan en su realidad procedentes de sus sueños o su imaginación, de sus miedos, frustraciones o deseos. Según avanza la trama y más perturbador se torna el argumento, más indefinida será la frontera entre la realidad y la fantasía en la vida de Inés.

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En puridad, lo que el suicidio de su novio provoca en ella es una potenciación de sus traumas, de sus angustias y miedos, los cuales se disparan a niveles enfermizos hasta somatizarse y quebrar la capacidad de la protagonista para distinguir entre lo real y lo imaginario. Estos seres enigmáticos donde primero se instalan es en la voz de Inés, su posesión más preciada, su instrumento de trabajo. Inés tendrá que abandonar su puesto de soprano en el coro porque su rango vocal se altera y debe renunciar al doblaje de las películas porque una extraña vibración interfiere en sus grabaciones de los parlamentos. Estas son las primeras advertencias que recibe el personaje, las cuales la hacen caer en un estado de desesperación, vértigo e inseguridad.

Pero todo se tornará peor cuando descubra que Alberto –un joven afinador de órganos que trabaja en el teatro donde ella ensaya con el coro– y su madre –quien se presentó en su apartamento de improviso para ayudarla con el estrés postraumático– no son quienes ella supone; Inés está segura de que ni siquiera existen. Así, una de las soluciones estéticas más arriesgadas, entre las instrumentadas por Natalia Meta, es su renuncia a la construcción de una realidad paralela; en El prófugo todo sucede en un mismo nivel de realidad, sin que la apariencia de normalidad se altere más allá de las percepciones de la protagonista, que es invadida en su cuerpo y en su cotidianidad por sus propios temores.

El alarde estilístico y la audacia narrativa de El prófugo –el manejo dúctil de la intriga, la subjetivación de la trama, la sutil abstracción contextual del relato, el uso de la iluminación y el trabajo fotográfico en interiores–, la posicionan entre lo mejor de este linaje genérico en la América Latina de los años recientes. Junto a estas virtudes, destaca también la descollante actuación de Érica Rivas en el rol de Inés. Es de admirar el nivel de detalle con que esta intérprete construye histriónicamente a su personaje. Rivas se muestra atenta a cada gesto o movimiento corporal, a la modelación de la voz y sus transformaciones, a las expresiones faciales, durante el gradual desconcierto que sufre el personaje, su derrumbe emocional y su zozobra interior.

El prófugo confirma –cuando ya son demasiado frágiles las fronteras entre cine comercial o cine de autor o cine independiente– el productivo ensanchamiento creativo que goza el cine latinoamericano, evidencia el amplio horizonte de opciones estéticas que se abre a los creadores.

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ÁNGEL PÉREZ
Ángel Pérez (Holguín, Cuba, 1991). Crítico y ensayista. Compiló y prologó, en coautoría con Javier L. Mora y Jamila Media Ríos, las antologías Long Playing Poetry. Cuba: Generación Años Cero (Casa Vacía, 2017) y Pasaporte. Cuba: poesía de los Años Cero (Editorial Catafixia, 2019). Tiene publicado el libro de ensayos Las malas palabras. Acercamientos a la poesía cubana de los Años Cero (Casa Vacía, 2020). En 2019 fue ganador del Premio Internacional de Ensayo de la revista Temas, en el apartado de Estudios de Arte y Literatura. Textos suyos aparecen en diversas publicaciones de Cuba y el extranjero. Vive en La Habana.

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