Isel Rivero (FOTO Casa de América)

Hace algunos años, a propósito de la valiosa antología de Jesús Barquet sobre los escritores cubanos de la generación de El Puente, hablábamos de esa suerte de prodigio que fue el cuaderno La marcha de los hurones (1960) de la poeta habanera Isel Rivero (1941). Es en ese poemario donde se plasma más claramente la voluntad de aquella generación, que comenzó a escribir en los primeros años de la Revolución, de establecer un vínculo tenso con las tradiciones líricas previas, que veían fijadas en Orígenes, Ciclón y Lunes de Revolución, en Lezama o Piñera, Baquero o Diego, Jamís o Fernández Retamar, Baragaño o Escardó.

Editado por la imprenta de la Central de Trabajadores de Cuba (CTC), el cuaderno estaba organizado como una serie de “cantos”, que remiten a una inmersión en el legado lírico americano, asociable lo mismo a Whitman que a Neruda, a Pound que a Gorostiza. Seguramente Rivero, a sus 19 años, no había leído buena parte de la poesía americana, pero, como otros poetas de El Puente –José Mario, por ejemplo– mostraba una familiaridad con la poesía escrita en Estados Unidos que tenía que ver con la recepción, en la isla de los cincuenta y sesenta, del ocaso del Modernism y la apertura a voces más coloquiales, confesionales o catárticas como las de Dylan Thomas, Elizabeth Bishop, Robert Lowell o Allen Ginsberg.

Hace algunos años, en una entrevista con Armando de Armas, Isel Rivero recordaba la importancia que tuvo la lectura de Pound, en La Habana de aquellos años, para ella, José Mario y los fundadores de El Puente. Es interesante constatar esa temprana sintonía con los poetas de la Beat Generation, especialmente Ginsberg, Ferlinghetti y McClure, que por esos mismos años redescubrían a Pound e intentaban reconectar al viejo poeta de The Cantos con la contracultura y la psicodelia en Estados Unidos.

Rivero pensó su poemario como un lamento de Jeremías en medio del frenesí revolucionario. Varios exergos del profeta bíblico antecedían los tres cantos: “y nosotros llevamos sus castigos”, “desfallecían como heridos en las calles de la ciudad”, “nuestra piel se ennegreció como un horno”, “pondrá su boca en el polvo por si quizás hay esperanza”… Y junto al primero de los exergos, otro epígrafe, de Bertolt Brecht, “¡Realmente vivo en tiempos oscuros!”, el conocido verso del poema “A los hombres del futuro”, que inspiró el título de Hannah Arendt.

La mezcla referencial de Brecht y Jeremías, en el año 1960 en Cuba, revelaba tanto coraje como astucia. Una autoridad intelectual de la izquierda europea y un profeta hebreo, que unían sus voces para describir el momento inaugural de la Revolución cubana como un tiempo sombrío, no luminoso, donde la unanimidad era la falsa envoltura de una explosión de soledad y egoísmo. Un tiempo que demandaba de la joven poeta inconformidad y lamento, desgarradura y expiación:

Es preciso, sin embargo, laborar
impregnados de amarga resina
es preciso continuar inútil toda búsqueda.
No nos ha sido dada la conformidad.
No nos ha sido dado el optimismo.
Prevemos la decadencia en pleno renacer.
Se nos condena pero es inevitable que señalemos
a pesar de que se nos anule
a pesar de que se nos envuelva con el hilo de lo incierto…
La verdad tiene infinito número de fases.
Es imposible hallar una verdad colectiva
además de aquella que vivimos y morimos.

Como ha observado Milena Rodríguez Gutiérrez, las réplicas del discurso político de la Revolución eran evidentes en La marcha de los hurones y llegaban, por momento, a confrontar mitos tan centrales como el de una historia patria en la que siempre se están “limpiando las heridas de los héroes”. Réplicas que producían, como en la larga sección de preguntas, divididas en números romanos, un remedo mordaz de la oratoria de los líderes y del lenguaje burocrático de las leyes revolucionarias. La marcha de la Revolución en la historia no era, para aquella joven de 19 años, la prueba de una verdad colectiva sino la más brutal reificación del yo que pudiera imaginarse:

Es como una marcha donde todos vamos separados
acentuando nuestra absoluta soledad
porque a una sola flexión de nuestra mente
a una sola palabra
proclamamos las enormes diferencias que nos envuelven
borramos existencias, sentimientos
y quedamos frente al Ego imperecedero
el indestructible
el primitivo Ego
de donde se desprendió la raza humana.

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RAFAEL ROJAS
Rafael Rojas (Santa Clara, Cuba, 1965). Es historiador y ensayista. Licenciado en Filosofía por la Universidad de La Habana, y doctor en Historia por El Colegio de México. Es colaborador habitual de la revista Letras Libres y el diario El País, y es miembro del consejo editorial de la revista Istor del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). Ha publicado los libros: Un banquete canónico (2000), Revolución, disidencias y exilio intelectual cubano (2006), La vanguardia peregrina. El escritor cubano, la tradición y el exilio (2013), entre otros. Desde julio de 2019 ocupa la silla 11 de la Academia Mexicana de la Historia.

3 comentarios

  1. Una justa apreciación de la importancia que tiene Isel Rivero en el desarrollo de la poesía cubana de esos años y en la definición del perfil generacional de todos nosotros, los que pertenecimos al grupo de El Puente. «La marcha…» es un poema brillante y certero, no solo un texto que definía un antes y un después en términos literarios, sino además una lúcida advertencia a los cubanos sobre el violento asalto que estaba ocurriendo ante nuestros ojos contra todos los valores en que se sustentaba la nación y la identidad del país. Mucho más queda por decir sobre la estatura de Rivero como poeta y como portadora de una conciencia política salvadora. Rojas presenta aquí, solamente, los componentes principales del elogio que todos debemos tributarle a esta formidable escritora.

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