poesía
ʽMargarethe’ (detalle), Anselm Kiefer, 1981

En el manantial de tus ojos
un ahorcado estrangula la cuerda.
Paul Celan

Camino de la iluminación
de la que bebemos y somos bebidos y al final
destruidos (al alimentarnos)
William Carlos Williams

La poesía y el poder no se encontrarán en ningún punto; el poder estructura y la poesía desmonta. El poder aplaude la reproducción y pone cara fea ante el erotismo que es la esencia más añorada del acto poético. El poema destroza todo tipo de orden u orientación, sobre todo si esta tiene un corte ideológico y tiende a adoctrinar. Su energía niega la obediencia, repta hacia arriba acogiendo al vértigo como un aliado muy apreciable y complementario.

El poema sobrepasa los límites, sin importar la naturaleza de estos, para él, el verdadero conocimiento sólo se encuentra después de cada obstáculo, de cada transgresión, ese sobresalto remueve la costra tras la cual se parapeta su contenido, eso que el lenguaje rescata gracias a la enigmática alianza entre la precisión del ojo y el sacrificio del pensamiento. Tras cada consumación la poesía se libera, lejos de repetir o reiterar, descubre, cava, se introduce y sobre todo bojea, quema las estructuras, las somete a sensaciones que los sentidos captan y se asombran; justo en ese momento ocurre de forma espontánea y personalizada un proceso de socialización.

Entre tantas cosas la poesía ha descubierto que las cenizas son tan trascendentales como el fuego. Adoptando una preferencia por los tonos grises, la actividad poética apuesta por esas jornadas plomizas. La ideología se enzarza con lo solar, la luz excesiva que termina por enceguecer a las multitudes y despojar a las cosas de su sensualidad.

La escritura poética goza del proceso, de pronto el lenguaje se dilata, adquiere una atractiva excitación, y en su actividad veladamente violenta lo desnuda todo, procesando cada cosa y cada acontecimiento desde su más auténtica y desenfadada expresión.

El poema y el poeta no saben que se van a encontrar en el próximo segundo, y esto no tiene que ver precisamente con la inspiración, sino con lo súbito en que se manifiesta esa inmaterialidad que sólo es aprehensible una vez que llega a llenar la palabra. Es un suspenso continuado que implica riesgo e intuición, una extrema avalancha de la que hay que discernir que se desecha. Esa es la cuestión: reflejos, gusto, capacidad de transformar y carácter. Se trata, sobre todo, de no dejarse atraer por lo blando y meloso.

Los mensajes de la poesía queman, asfixian, producen escalofríos. Pueden parecerse al ácido porque llegan a necesitar de un contenido homogéneo y demoledor para alcanzar un ritmo que se asemeje al de la música (entiéndase Bach, Villalobos, Mingus, Gismonti, Brouwer), y en ese estado como de trance retornar a la novedad, dejar la sensación de que su actividad es infinita. Toda escritura en verso que queda al margen de estos síntomas deja la incómoda sensación de transformarse en paja, estorbo, lixo.

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El espejo de la poesía es su propia memoria, las huellas y la espesura acumuladas tras tanto trasiego constituyen el azogue, cómplice de la nitidez, de su capacidad de regenerar conflictos y colocarlos en la dimensión adecuada. Ella siente placer y sobre todo orgullo cuando comprueba frente a sí misma el empuje de sinceridad por la que está signada, el rostro que trasciende cualquiera expresión de barbarie e inclusive se encuentra dotado para mirar a los ojos a la barbarie (llegado el momento) e interpelarla.

Cuando el poder realiza esa misma operación su espejo es como de monstruos, salpicado de caca, y las metáforas que puede producir son absolutamente degeneradas. A pesar de sus herramientas, temidas por muchos, siente un pavor infinito en el instante de contemplarse, la memoria le vomita encima su falta de perspectiva trascendental y sobre todo la perturbadora fragilidad que él trata de disimular todo el tiempo. En esa fragilidad se afianza su carácter represivo y restrictivo, por lo que ambas cosas aumentan en la medida que se comprueba su ineptitud.

La esencia más recóndita de la poesía es una sutileza capaz de impregnarle a los acontecimientos y al lenguaje una naturaleza muy particular y dúctil, desde ahí capta una felicidad instantánea, que puede venir a través de un olor, un recuerdo, una imagen, entonces lo que reconocemos como carácter es el responsable de hacerla perdurar en la realidad. En su despiadada complejidad, la poesía puede llegar a transmitir felicidad a partir de manifestaciones de dolor, específicamente entendiendo ese dolor como emisor de lucidez, sentido y permanencia, momentos en que este se aloja para valorizar lo que antes despreciábamos.

La gran poesía escrita se transfiere a través de los tiempos y de los lenguajes; en esas constantes relaciones y conexiones encuentra una manera de expansión. Entre tantos existen, dentro de la creación contemporánea, dos buenos y bellos ejemplos que ilustran con intensidad dichas transferencias y mutaciones. Uno es el cuadro Margarethe (1981), elaborado por Anselm Kiefer (Alemania, 1945) a partir de todo el mito y toda la energía desprendida del poema “Fuga de la muerte”, escrito por Paul Celan; y el otro la extraordinaria película de Jim Jarmusch Paterson (2016), inspirada en el libro de poesía Paterson (1946-1958) de William Carlos Williams (1883-1963).

Quedamos pasmados ante las extrañas flores de briznas de paja que Kiefer se inventa en su obra Margarethe para que el espíritu y la voz de Celan no sólo renazcan como un acontecimiento visual, sino que se engrandezcan en su extraordinario sentido de recontar la historia y colocarnos ante la barbarie que sólo nuestra propia voluntad podrá impedir que algún día regrese. De una manera prácticamente mística, la imagen preserva la veracidad y el alcance simbólico de la protagonista del texto escrito en 1952; y después de tanto tiempo: el milagro, el pueblo alemán simbolizado por las trenzas rubias de Margarethe rinde cuentas ante el pueblo judío representado por el fondo gris-ceniza que sella la magnitud de la obra.

El caso de Jarmusch es el de un poeta extraordinario que ha optado por el lenguaje del cine. La película Paterson fue una obsesión que acarició casi durante veinte años hasta encontrar al cómplice perfecto para dicha aventura, el poeta Ron Padgett, nacido en Tulsa, Oklahoma, en 1942, a quien le solicitó en el 2014 que escribiera los poemas del protagonista (un pintoresco chofer de autobús público). La elección de Padgett parece insuperable, sobre todo por la afinidad que lo conecta con la obra de Williams, al extremo que su máxima poética se relaciona con un verso de este: “no hay ideas sino en las cosas”.

La película traduce con una exactitud conmovedora la manera que Williams tenía de interpretar y escribir poesía y nos convida a salir del sueño contra la soledad de la ya mencionada procreación, enfocados sobre todo en el fuego fugado de Paterson, extendido en el tiempo, y por supuesto en el orgullo del lenguaje, fuego que limpia, enaltece, y brinda la posibilidad de proseguir.

Padgett mejor que nadie sabe de esto, y en el poema de amor que consolida todo el relato del filme, usa a los fósforos (o cerillas) como referente principal. La cabeza del fósforo es tan poética tanto antes como después de producirse la llama, lo que hay un detalle. Antes de encenderse, el fósforo tiene la posibilidad de tener tantos colores como fabricantes, después todos quedan sometidos a una uniformidad para algunos aterradora: el gris. Este es el precio a pagar para adueñarse de una memoria fugaz y única. La vida del fósforo representa a la perfección una metáfora doméstica y minimalista que, como ninguna otra, relaciona a la ceniza con el fuego.

En conclusión, la verdadera poesía termina por ser un acontecimiento indescifrable para el poder –como lo fue para Stalin la música de Dmitri Shostakóvich–, este no logrará aliarse a ella bajo ninguna circunstancia, aunque de manera ridícula se imagine que lo pueda lograr; a lo que más llega es a romancear con los falsos cultores del género o a intimidar a auténticos poetas desde la proyección más miserable que pueda existir.

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