Andrés Manuel López Obrador y Miguel Díaz-Canel en el Palacio Nacional de México en 2021 (FOTO Twitter / Presidencia de Cuba)
Andrés Manuel López Obrador y Miguel Díaz-Canel en el Palacio Nacional de México en 2021 (FOTO Twitter / Presidencia de Cuba)

Más allá de la opinión o las convicciones que uno pueda tener sobre las posturas de una u otra parte, lo que está pasando entre varios presidentes de América Latina y el presidente de Estados Unidos es fascinante. Entre otras razones, porque es uno de esos curiosos ejemplos en los que vuelven muy evidentes las enredadas conexiones entre la política interna y la internacional.

El motivo de conflicto es la Cumbre de las Américas, a celebrarse del 6 al 10 de junio próximos en Los Ángeles, California, y la negativa del gobierno de Joe Biden a invitar a los presidentes de Cuba (Miguel Díaz-Canel), Nicaragua (Daniel Ortega) y Venezuela (Nicolás Maduro).

Varios líderes latinoamericanos de izquierdas, encabezados por el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, pero entre quienes también se cuentan el de Bolivia (Luis Arce), Chile (Gabriel Boric) o la de Honduras (Xiomara Castro), han expresado su rechazo a que la Cumbre se celebre sin la presencia de todos los mandatarios de la región. ¿Por qué? En entrevista con The New York Times, Brian Winter, editor de la prestigiada revista sobre asuntos hemisféricos Americas Quarterly, argumentaba hace unos días que “los gobiernos latinoamericanos quieren demostrarle a Washington que ya no está sentado en la cabecera de la mesa y que esta es una cumbre de iguales, no una en la que el Tío Sam decide unilateralmente cuál es la lista de invitados”.

La trama se espesa, además, por las declaraciones del vocero de la cancillería china (Zhao Lijian) en el sentido de que ya es hora de que Estados Unidos abandone la “doctrina Monroe” y deje de tratar a los demás países del continente como si fueran su “patio trasero”. Independientemente de la legitimidad o la resonancia que pueda tener ese discurso tan típico del antiimperialismo latinoamericano, no es imposible que detrás del desafío a la decisión estadounidense esté la influencia de China, una nueva potencia que ha ganado mucha fuerza en la región durante los últimos años. O al menos una cierta sensación de empoderamiento relativo para los países latinoamericanos que, en la competencia estratégica entre ambos países, están encontrando una oportunidad para tener un mayor margen de autonomía.

La administración de Biden ha explicado que no incluir a Cuba, Nicaragua y Venezuela obedece a la naturaleza autoritaria de sus gobiernos, que es contraria a la vocación democrática de la Cumbre. Pero quienes han manifestado su desacuerdo con los estadounidenses, sin embargo, no lo han hecho por los mismos motivos. López Obrador, por ejemplo, ha insistido en los principios de respeto a la soberanía y, sobre todo, autodeterminación de los pueblos. Gabriel Boric, por su parte, ha dicho que, a pesar de la gravedad de las violaciones a los Derechos Humanos en esos países, “la exclusión no ha dado resultados”. Así, mientras que el primero apela a principios abstractos para hacerse de la vista gorda ante las acciones represivas de sus contrapartes; el segundo las reconoce y propone hacerse cargo de ellas llamando a sus responsables a dialogar o, incluso, a dar la cara al respecto.

El nudo del problema, con todo, es la dimensión interna que el asunto tiene para el gobierno de Biden. Por un lado, está la cuestión migratoria y su objetivo de tratar de acordar algún tipo de política o protocolo con los países del hemisferio para tratar de regular y reducir los flujos de migrantes hacia Estados Unidos. Por el otro, está la sensibilidad de ciertos votantes “latinos”, sobre todo de Florida” (un estado muy importante en términos electorales), a cualquier gesto que implique tolerancia o acercamiento con las dictaduras de Díaz-Canel, Ortega o Maduro.

Biden, en pocas palabras, ha terminado en una posición muy ingrata, en la que haga lo que haga tendrá que asumir un costo político interno: mantenerse en lo dicho y ver cómo se esfuma la posibilidad de negociar algún acuerdo en materia de migración con los países expulsores, por lo cual será fustigado por las élites republicanas; o dar su brazo a torcer y ver cómo los electores de Florida le cobran ser “suave” con los tiranos del vecindario. ¿Quién hubiera imaginado que el latinoamericanismo podía terminar sirviendo, irónicamente, como un arma para el partido de Donald Trump?


* Este texto se publicó originalmente en Expansión Política. Se reproduce con autorización de su autor.

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