Esta mañana nos despertamos en inCUBAdora con la noticia de que el Premio Franz Kafka de novela ha sido otorgado a “La puta y el hurón”, de la escritora cubana Martha Luisa Hernández Cadenas. Performera, gestora cultural, teatróloga, poeta, improvisadora, cofundadora del Laboratorio Escénico de Experimentación Social y de ediciones sinsentido, la autora, quien es reconocida por sus incursiones en varios géneros, debuta esta vez en la narrativa con un libro que anduvo escribiendo por Barcelona, gracias a su residencia creativa en Can Serrat, a principios de año.
Idalia Morejón Arnaiz, Waldo Pérez Cino y Carlos A. Aguilera conformaron el jurado que vio en Martica Minipunto a la ganadora del certamen, por “la calidad y frescura de su lenguaje, [así como por] la construcción de una estructura fragmentaria que, desde el uso de diversos géneros, incluye voces narrativas diferentes […] que aportan una perspectiva íntima y humana a un tema muy difícil en sí mismo […] la prostitución”. ¿Pero es ese el quid que mueve la novela?
Cuando contactamos con la autora, una de sus primeras declaraciones se refirió justamente al énfasis puesto por el fallo en un tema que sigue siendo tabú, aun cuando entre los cubanos se escriba acerca de él hace rato. En la novela se refleja la prostitución, pero la historia no va exactamente, o no sólo, de eso.
Este libro, que partió de “una historia lineal, más o menos convencional” –guardada acaso por la autora entre las carpetas de su escritorio–, ha transitado por un largo proceso de escritura. Va de los días de una joven diseñadora de teatro que se queda desempleada, porque la obra en que trabajaba no ha pasado la censura. Ella, en efecto, se entrega al sexo transaccional. Sin embargo, los móviles que hacen a Martha Luisa Hernández enfocarse en la protagonista, no parecen ser ese antiguo oficio, ni siquiera los espacios ora “sexodisidente” ora doméstico-familiar en que la historia se desenvuelve.
Lo que desvela a la escritora es más bien poner el dedo en la llaga sobre esa generación de ilusiones abortadas, que nació en los noventa –como ella misma– y que se halla aquejada –según lo vive y lo ve– por una “sensación de pérdida”. De ahí que quisiera detenerse a contar la historia en la semana que sobrevino justo después de la muerte de Fidel Castro Ruz, para acercarse al sinsentido de una época y una juventud que no hallan desembocadura en la utopía ni en la hecatombe, mientras ven llegar, pasar a la velocidad de la luz y clausurarse el futuro –todo a la vez, como en la instantánea de una Polaroid.
Siendo que Martha Luisa Hernández acostumbra a entremezclar su biografía al hacer literatura como archivo y documento, confiesa que le costó no intervenir en la trama. Y que intentó no juzgar este nudo de fuerzas que se entrelazan alrededor de la muchacha, tanto en el ámbito de homoerotismo, estupefacientes y nocturnidad en que suele desplegarse, como en el hogar, donde la protagonista actúa un poco al margen y otro poco en contrapunto con su hermana y su madre, quien es una afecta al sistema ideológico de ese país “huronificado” (patriarcal, moralista, expropiador de la voz) que las cerca y las enmudece.
Sin entrar mucho en lo anecdótico ni contar el final, puede saberse que la novela es efectivamente fragmentaria, ya que está atravesada por discursos múltiples, por deseos disímiles. Inseminaciones de La ramera respetuosa y de otros textos de Jean Paul Sartre, retórica y sociolecto de la Revolución Cubana, descripciones sobre el apareamiento de los hurones, retratos de colonizadores entre los que encarna Humboldt, misivas desde el futuro, llegadas más allá de las aguas de la isla.
Un cuerpo performativo y delictivo, deleitoso; sensorialmente fugado de los binarismos y de las etiquetas. Uno que trabaja con los estereotipos para resemantizarlos, para hacernos repensar la correlación de fuerzas ejercida contra todo lo que es gozo, lo por fuera de la norma; lo que hace máquina con la libido y la jocosidad; lo que es transgresión del sistema, de sistemas pacatos, didácticos, heteronormativos, ortodoxos, ilustrados…
¿Cuál es el lugar de la puta? ¿Dónde se manifiesta su voz? ¿Quién es la puta y quién es el hurón? ¿Quién es más peligroso: la que se extralimita en el placer o el que delimita con violencia su conuco, nuestro estilo de vida, nuestros sueños? A algunas de estas preguntas quieren responder las páginas de la novela que acaba de ganar el Franz Kafka. Allí se habla, sí, de Fidel y de la prostitución. Pero mejor leer que dejarse engañar por lo primero que salte a la vista. Porque esta narración parece querernos contar, alegóricamente, incluso cosas que no confiesa –como pudiera intuirse por el siguiente adelanto–:
“En realidad no fue un domingo de la defensa ni cualquier otro día de voluntarismo patriótico, era el sábado después de su muerte. La casa estaba en silencio. La calle estaba en mute. Él había muerto la madrugada anterior y una extraña paz sacudía el pasillo donde vivimos mi madre, mi hermana y yo.
[…] Ayer, mientras me contoneaba en la fiesta de la Muestra de Cine Joven, la noticia de su muerte parecía un chiste reiterativo y poco original. Imagino a mi madre con su dolor de cabeza tratando de mirar una película de acción. Nos imagino a nosotras bailando en la fiesta. Nada puede interrumpir el movimiento: suda, salivea, nace, la epilepsia es un estado mental como la muerte es un incidente musical.
Era sábado y mi madre estaba en mis brazos, el único rito del que no puedo salirme. Tengo un moretón en el mismo brazo del que pende su cuello caliente, su cuello contenedor del miedo y el fracaso de la cabeza sana, ¿qué es una cabeza sana?, ¿sana?, ¿salva?, ¿vive?, ¿sueña con un hombre barbudo que promete cuidarla?, ¿sueña con una revolución que relampaguea como el flash cuando bailamos?, ¿sueña con mi nacimiento?
Él me metió en el baño de la fiesta y me apretó tan duro que la circulación sanguínea cambió de repente. Yo reía para opacar el dolor; fingía que esa marca tenía sentido, un sentido ulterior que no se relacionaba con la violencia o la fragilidad, sino con la pérdida. Perdida, caía, caía en el baño como el cráneo de mi madre. Perdida, caía en la fácil disposición de ser una piel quebrada en la intensidad de un desconocido.”
Martha dice que “La puta y el hurón” trata de su generación, que anda perdida. Asimismo, y quizás dado que se impidió a sí misma el entrar totalmente en el terreno de lo personal, se diría que su historia se desplaza también por la caída de un país y de las hornadas que lo alzaron, incluso antes de 1959. Porque toda escritura que se injerte en los discursos dominantes (de clase, de género, de moral, de ideología, de colonialidad), y pacte con lo subalterno, para hallar otros modos de decir y ver el mundo, se interna en los cimientos de lo que habitamos como seguro para enfrentarnos a avalanchas de cuestiones ineludibles. Así, nos impulsan a ver, enfrentados a nosotros mismos, en los intersticios de las capas tectónicas que damos por firmes: ¿Quiénes somos? ¿Qué nos ata y nos libera? ¿Dónde está nuestra voz?